'El pintor de almas'

Avance editorial

Con 'El pintor de almas' (Grijalbo/Rosa dels Vents), Ildefonso Falcones da un salto da varios siglos desde sus anteriores obras y aborda un relato ambientado en los turbulentos inicios del siglo XX. Se trata de la historia de Dalmau Sala en la Barcelona de 1901, una ciudad que vive a caballo de la agitación social y de la exuberancia de la edad dorada del modernismo. Este es el primer capítulo de la nueva novela del autor de la aclamada 'Catedral del Mar'.

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Barcelona, mayo de 1901

Los gritos de centenares de mujeres y niños retumbaban en las callejas del casco antiguo. «¡Huelga!» «¡Cerrad las puertas!» «¡Detened las máquinas!» «¡Bajad las persianas!» El piquete de mujeres, muchas de ellas con niños pequeños en sus brazos o tratando de mantenerlos agarrados de la mano, a pesar de los esfuerzos de estos por escapar para unirse a aquellos un poco más mayores, libres de control, recorría las calles de la ciudad vieja instando a los obreros y los mercaderes que todavía mantenían abiertos talleres, fábricas y comercios a que detuvieran de inmediato su actividad. Los palos y barrotes que enarbolaban convencían a la mayoría, aunque no eran extrañas las roturas de los cristales de escaparates y alguna que otra reyerta.

—¡Son mujeres! —gritó un anciano desde el balcón de un primer piso, justo por encima de la cabeza de un tendero airado que se encaraba con un par de ellas.

—Anselmo, yo… —El mercader alzó la vista.

«Un escalofrío recorrió a Dalmau de arriba abajo al ver que algunas mujeres alzaban a sus pequeños y los exhibían ante los guardias civiles»

Su excusa se vio acallada por los insultos y abucheos que surgieron de muchos de los que contemplaban la escena desde los demás balcones de aquellas casas viejas y apiñadas, moradas de obreros y gente humilde, de fachadas con grietas, desconchaduras y manchas de humedad. El hombre apretó los labios, negó con la cabeza y echó el cierre mientras unos chiquillos desharrapados y sucios cantaban victoria y se burlaban de él. Algunos espectadores sonrieron sin reparo ante las chanzas del grupo de huelguistas precoces; el tendero no era querido en el barrio. Confeccionaba y vendía alpargatas. No fiaba. No sonreía, y tampoco saludaba.

La chiquillería insistió en sus burlas hasta que la policía que seguía al piquete de mujeres casi llegó a su altura. Entonces echaron a correr en pos de la marabunta que continuaba desplazándose por los callejones de la Barcelona medieval, tan sinuosos como oscuros, puesto que la maravillosa luz primaveral de aquel mes de mayo era incapaz de penetrar en el estrecho entramado urbano más allá de los pisos altos de los edificios que se erguían sobre el empedrado. Los vecinos de los balcones callaron al paso de los guardias civiles, algunos a caballo, con los sables envainados, la mayoría de ellos con el rostro contraído, en una tensión que se palpaba en sus movimientos sincopados. Unos y otros eran conscientes del conflicto que se les planteaba a aquellos hombres: su obligación era impedir los piquetes ilegales, pero no estaban dispuestos a cargar contra mujeres y niños.

La historia de la revolución obrera en Barcelona estaba ligada a las mujeres y sus hijos. Eran ellas las que, en numerosas ocasiones, exhortaban a sus hombres a permanecer al margen de las acciones violentas. «Con nosotras no se atreverán, y nos bastamos para conseguir el cierre», argumentaban. Y así era también ese mes de mayo de 1901, cuando los obreros se habían lanzado a las calles después de que, a finales de abril, la Compañía de Tranvías hubiera despedido a sus trabajadores en huelga y hubiera contratado esquiroles para reemplazarlos.

La huelga general que pretendían las asociaciones de obreros en defensa de los tranviarios estaba muy lejos de producirse y, pese a algunas acciones violentas, la Guardia Civil parecía tener el control de la situación en la ciudad.

De repente, un clamor surgió de boca de los centenares de mujeres tras propagarse entre ellas la noticia de que un tranvía circulaba por las Ramblas. Se oyeron insultos y gritos de amenaza: «¡Esquiroles!» «¡Hijos de puta!» «¡A por ellos!».

«su obligación era impedir los piquetes ilegales, pero no estaban dispuestos a cargar contra mujeres y niños»

Las huelguistas recorrieron a paso ligero, algunas de ellas casi corriendo, la calle de la Portaferrissa para llegar a la Rambla de les Flors, por encima del mercado de la Boqueria, una lonja que a diferencia de las demás de Barcelona como podían ser la de Sant Antoni, la del Born o la de la Concepció, no había nacido de un proyecto concreto, sino de la ocupación por parte de los vendedores de la plaza de Sant Josep, un magnífico espacio porticado; al final vencieron los mercaderes y la plaza se cubrió con entoldados y tejados provisionales, convirtiéndose los pórticos de los edificios que rodeaban la plaza en las paredes del nuevo mercado. Las tradicionales paradas de venta de flores, unas estructuras de hierro colado enfrentadas en línea unas a otras a lo largo del paseo, estaban cerradas, aunque las floristas, muchas de ellas en jarras, desafiantes, permanecían junto a sus establecimientos dispuestas a defenderlos. En Barcelona solo se vendían flores en esa parte de las Ramblas. En el mercado de la Boqueria un sinfín de carros de transporte con sus toldos y sus caballos esperaban estacionados en hilera, costado contra costado, a un par de pasos escasos de las vías del tranvía. Los animales reaccionaron con nervios ante el griterío y la avalancha de las mujeres. Pocas de ellas prestaron atención al alboroto de caballos encabritados, mozos y tenderos corriendo de arriba abajo. El tranvía, que cubría la línea de Barcelona a Gràcia que se iniciaba en la Rambla de Santa Mònica, junto al puerto, se aproximaba.

Dalmau Sala había seguido al piquete durante su itinerario por el casco viejo junto a otros muchos hombres, en silencio tras la Guardia Civil. Ahora, en una zona amplia como era la de las Ramblas, gozó de una visión más completa. El caos era absoluto. Caballos, carros y tenderos. Ciudadanos corriendo, curiosos; policías que se disponían en formación ante el grupo de mujeres con sus niños que se habían desplegado frente a ellos, en una barrera humana que pretendía separar a todas aquellas otras que habían hecho piña sobre las vías del tranvía para detener la máquina.

Un escalofrío recorrió a Dalmau de arriba abajo al ver que algunas mujeres alzaban a sus pequeños y los exhibían ante los guardias civiles. Otros chiquillos, un poco más mayores, permanecían agarrados a las faldas de sus madres, asustados, con los ojos muy abiertos escudriñando el espacio en busca de unas respuestas que no encontraban, mientras los adolescentes, ensoberbecidos por el ambiente, llegaban a retar a los policías.

«Entonces se sentían dioses. ¡Luchaban por los obreros!»

No hacía muchos años, cuatro o cinco, Dalmau había cometido el mismo desplante ante la policía; su madre tras él, gritando, exigiendo justicia o mejoras sociales, animándolo a la lucha, como hacían la mayoría de las madres que interponían a sus hijos en defensa de unas causas que consideraban superiores incluso a su propia integridad física.

Durante un instante, los gritos de las mujeres originaron en Dalmau una embriaguez similar a la vivida aquellas veces en las que se plantaba ante la policía. Entonces se sentían dioses. ¡Luchaban por los obreros! En algunas ocasiones la Guardia Civil o el ejército cargaron contra ellos, pero hoy no sucedería eso, se dijo Dalmau desviando la mirada hacia las huelguistas que ha-cían frente al tranvía. No. Ese día no estaba llamado a que la fuerza pública atacase a las mujeres; lo presentía, lo sabía.

Dalmau no tardó en localizarlas. En primera fila, por delante de todas, retando con la mirada, como si con ella sola pudieran detenerlo, al tranvía de la línea de Gràcia que se acercaba. Dalmau sonrió. ¿Qué no conseguirían esas miradas? Montserrat y Emma, su hermana menor y su novia, inseparables ellas, unidas por la desgracia, unidas por la lucha obrera. El tranvía se acercaba haciendo sonar su campana; el sol que se colaba entre el arbolado de las Ramblas arrancaba destellos a las ruedas y a los demás elementos de metal del vagón. Alguna mujer reculó; pocas, muy pocas. Dalmau se irguió. No temía por ellas; se detendría. Madres y policías callaron, atentos. Muchos curiosos contuvieron la respiración. El grupo de mujeres encima de las vías pareció crecer sobre sí, firme, tenaz, dispuesto a ser arrollado.

Paró.

Las mujeres estallaron en vítores mientras los pocos viajeros que habían osado utilizar el transporte y que viajaban en la parte superior del vagón, al aire libre, sentados al sol, descendían a trompicones para escapar tras conductor y revisores, esquiroles todos que habían saltado del tranvía antes incluso de que este llegara a detenerse.

Dalmau contempló a Emma y Montserrat, las dos con el puño crispado alzado al cielo, sonrientes, celebrando eufóricas la victoria con sus compañeras. No había transcurrido un minuto cuando aquellos centenares de mujeres se arrimaron al tranvía. «¡Vamos!» «¡A por él!» La Guardia Civil quiso reaccionar, pero la barrera con los niños se les vino encima. Fueron muchas manos las que se apoyaron contra el lateral del vagón. Otras tantas, las que no alcanzaban la máquina, sostuvieron la espalda de las huelguistas que estaban por delante.

—¡Empujad! —gritaron al mismo tiempo varias de ellas.

—¡Más fuerte!

El tranvía se balanceó sobre las ruedas de hierro.

—¡Más! Más, más…

«Se trataba de mujeres radicalmente diferentes a las que podían verse deambulando por el paseo de Gràcia, ricas, elegantes»

Una, dos… El vaivén fue en aumento al ritmo de los ánimos que se daban unas a otras. Al cabo, un rugido que surgió de aquellos centenares de gargantas precedió al vuelco del vagón. El estruendo se confundió con las astillas, el entrechocar de hierros y una nube de polvo que envolvió a tranvía y mujeres.

Un aullido rompió el relativo silencio que se había hecho tras el estallido del vagón contra el suelo.

—¡Salud y revolución!

—¡Viva la anarquía!

—¡Huelga general!

—¡Muerte a los frailes!

Más trabajo y mejores jornales. Reducir las jornadas extenuantes. Acabar con el trabajo de los niños. Terminar con el poder de la Iglesia. Mayor seguridad. Viviendas decentes. Expulsión de los religiosos. Sanidad. Educación laica. Alimentos asequibles… Mil reivindicaciones atronaron la Rambla de les

Flors de Barcelona para ser compartidas por una masa de gente humilde, cada vez más numerosa, que iba congregándose y aplaudía con fervor a aquellas mujeres obreras.

«¿Qué no conseguirían esas miradas?»

Emma y Montserrat, sudorosas, sus rostros sucios y oscurecidos por el polvo levantado por la caída del vagón, saltaban excitadas, jaleaban a sus compañeras y alzaban los brazos encaramadas al lateral del tranvía.

A Dalmau se le erizó el vello a la vista de aquellas dos muchachas jóvenes. ¡Valientes! ¡Comprometidas! Recordó las veces que, junto a las madres y las esposas de los obreros, se habían echado a la calle en defensa de alguna causa. Dalmau no les llevaba ni dos años, y sin embargo aquellas dos chiquillas, como si el hecho de ser mujeres las obligase a ello, lo superaban en osa-día, y gritaban, insultaban y hasta retaban a la Guardia Civil. Y ahora estaban allí, subidas en un tranvía que acababan de derribar con sus manos. Dalmau tembló, luego alzó el puño y, excitado, se sumó a los gritos y reivindicaciones de la gente.

La emoción y el estruendo todavía continuaban retumbando en el interior de Dalmau, agitándolo, ensordeciéndolo, mientras ascendía por el paseo de Gràcia de Barcelona en dirección a la fábrica de cerámica en la que trabajaba, situada en Les Corts, en un descampado a la vera de la riera de Bargalló. No llegó a tener oportunidad de charlar con las chicas puesto que, una vez obtenido su propósito, el nerviosismo que mostró la Guardia Civil forzó la disolución del piquete e hizo que las mujeres y sus hijos se dispersaran en todas direcciones. Quizá Montserrat y Emma fueran reconocibles, pensó Dalmau. ¡Con toda seguridad!, se dijo, y sonrió al tiempo que pateaba la hoja caída de un árbol. ¿Quién podía olvidarlas allí subidas? Sin embargo, se habían confundido rápidamente con aquellas otras que se encontraban en el mercado de la Boqueria o en las Ramblas: mujeres como tantas otras, vestidas con falda larga hasta los tobillos, delantal y camisa, generalmente con las mangas remangadas. Las mayores acostumbraban a llevar la cabeza cubierta con un pañuelo, negro en la mayoría de las ocasiones; las demás recogían sus cabellos en moños, sin sombrero. Se trataba de mujeres radicalmente diferentes a las que podían verse deambulando por el paseo de Gràcia, ricas, elegantes.

«—¡Cómo voy a pintar desnuda a mi hermana? —se opuso él»

A diario, cuando iba o venía por aquella gran arteria de la Ciudad Condal, Dalmau se recreaba contemplando a aquellas damas que paseaban orgullosas entre niñeras de blanco con sus criaturas, caballos y carruajes. El pecho, el vientre y las nalgas; decían que esos eran los tres patrones a través de los que debía juzgarse a la mujer ideal. La moda femenina había evolucionado con el modernismo igual que la arquitectura y otras artes, y había ido sustituyendo los elementos medievales, rígidos, usados durante la década final del siglo anterior, por otros que mostraban a mujeres vivas, con los corsés resaltando las formas natura-les de su cuerpo en una especie de serpenteo maravilloso: pechos por delante; vientres planos, comprimidos, y las nalgas por detrás, respingonas, como si en todo momento estuvieran dispuestas a atacar. Cuando tenía tiempo, Dalmau se sentaba en uno de los bancos del paseo y tomaba apuntes al carboncillo de aquellas mujeres, aunque acostumbraba a evitar vestimenta en su imaginación, y las dibujaba desnudas. No quería limitarse a lo que insinuaban los corsés y los vestidos. Los pies, las piernas, los tobillos, sobre todo los tobillos, finos y delgados, con los tendones tensos como cuerdas; manos y brazos. ¡Y los cuellos! ¿Por qué fijarse solo en aquellos tres criterios: pecho, vientre y nalgas? Le gustaba el desnudo femenino, pero desgraciadamente no tenía oportunidad de trabajar con modelos despojadas de ropa; su maestro, don Manuel Bello, lo tenía prohibido. Desnudos masculinos, sí; femeninos, no. Si él no lo hacía, se oponía el maestro, no iba a hacerlo Dalmau. Comprensible conociendo a la esposa de don Manuel, sonreía Dalmau a sus espaldas. Burguesa, reaccionaria, conservadora, católica recalcitrante, ¡hasta la médula!, virtudes todas en las que coincidía con su esposo, la mujer se agarraba a la moda vieja ya abandonada hacía unos años, y todavía usaba el polisón, una especie de armazón que se ataba a la cintura para que la falda se abombase por detrás.

—Igual que un caracol —se burlaba cuando les explicaba a Montserrat y Emma—: todo por delante y una especie de caparazón que le sale del culo y con el que carga allí adonde va. ¿Queréis creer que soy incapaz de imaginármela desnuda?

Las dos se rieron.

—¿Nunca has quitado el caparazón a un caracol? —le preguntó su hermana—. Pues a esa babosilla le pones un poco de pelo en lugar de los cuernos, y ahí tienes desnuda a tu burguesa, babeando, como todas ellas.

«El caos era absoluto. Caballos, carros y tenderos»

—¡Calla! ¡Qué asco! —se quejó Emma empujando a Montserrat—. Pero ¿por qué tienes que imaginarte desnudas a las mujeres? —Se dirigió a Dalmau—. ¿No te satisface lo que tienes en casa?

La última observación la hizo arrastrando las palabras, con voz dulce, zalamera. Dalmau la atrajo hacia sí y la besó en los labios.

—Por supuesto que me satisface —susurró él.

De hecho, a excepción del uso a escondidas de fotografías eróticas en las que estudiaba la desnudez femenina que su maestro le impedía, Emma era la única que había posado desnuda para él. Montserrat, enterada, también se le había ofrecido.

—¡Cómo voy a pintar desnuda a mi hermana? —se opuso él.

—Es algo artístico, ¿no? —insistió ella haciendo ademán de quitarse la camisa, lo que Dalmau impidió agarrándola de la mano—. ¡Me encantan los dibujos que has hecho de Emma! Está tan… ¡sensual! ¡Tan mujer! ¡Parece una diosa! Nadie diría que es una cocinera. Quisiera verme igual, no como la vulgar obrera de una fábrica de estampados de telas de algodón.

Dalmau cerró los ojos unos instantes al ver que su hermana se tironeaba de la falda floreada que vestía como si quisiera librarse de ella.

—A mí también me gustaría que me dibujaras así —abundó

Montserrat.

—¿Le gustaría a madre? —la interrumpió él.

Montserrat torció el labio superior y negó con la cabeza en un mohín de resignación.

—No es necesario que te pinte desnuda para que sepas que eres tan guapa como Emma —trató de consolarla Dalmau—. ¡Si los enamoras a todos! Están locos por ti, los tienes a tus pies.

«Mujeres y edificios —confesó en una ocasión a Dalmau— van poco a poco desprendiéndose de su clase, de su porte y de su señorío, de su historia, y se prostituyen: para convertirse en culebras serpenteantes las unas y en materia inconsistente los otros.»

Ese día, después del vuelco del tranvía en las Ramblas, Dalmau ya llegaba bastante tarde al trabajo y no tenía tiempo para recrearse en la imaginaria desnudez de las burguesas que se lucían por el paseo de Gràcia. Tampoco lo tenía para observar las construcciones modernistas que iban erigiéndose en el Eixample, el Ensanche de Barcelona: la zona extramuros de la ciudad en la que durante siglos había estado prohibido construir por motivos de defensa militar y que, en el siglo XIX, con el derribo de las murallas, se había urbanizado. El maestro Bello renegaba de aquellas construcciones modernistas, aunque buen negocio hacía con su fábrica vendiendo cerámica a los constructores.

«Hijo —se excusó el día en el que Dalmau se atrevió a plantearle esa contradicción—, el negocio es el negocio.» Lo cierto era que, igual que sucedía con los vestidos de las mujeres, el modernismo había impuesto cambios importantes desde la Exposición Universal de Barcelona de 1888, una deriva difícil de admitir para según qué caracteres conservadores. En la última década del siglo XIX, las mujeres, libres del polisón que las asemejaba a los caracoles, habían seguido utilizando vestidos rígidos, similares a los medievales. Durante esa misma década, los arquitectos habían buscado inspirarse también en el Medievo tratando de emular la grandeza de la Cataluña de aquella época. Domènech i Montaner recuperaba técnicas con materiales de la propia tierra como eran los ladrillos vistos, y así había construido el café-restaurante de la propia exposición de 1888, un imponente castillo almenado con influencias orientales, en el que, sin embargo, se había permitido la licencia de colocar, en el friso exterior, cerca de cincuenta escudos de cerámica de color blanco, de los más de cien que tenía previstos, y en los que se publicitaban los productos que podrían consumirse en el interior del local: un marinero bebiendo ginebra; una señorita con un helado; una cocinera preparando chocolate…

Pocos años después, Puig i Cadafalch había asumido la re-construcción de la casa Amatller del paseo de Gràcia con elementos góticos, rompiendo simetrías y clasicismos y dotando a Barcelona de su primera fachada colorista. En ella, al igual que había hecho Domènech en su café-restaurante de la Exposición Universal, Puig jugueteó con los elementos decorativos y, aprovechando las aficiones del propietario del edificio, incluyó multitud de animales grotescos: un perro, un gato, un zorro, una cabra, un pájaro y una lagartija a modo de guardianes; una rana que sopla cristal y otra que brinda con una copa; un par de cerdos que esculpen un jarrón; un asno que lee un libro, otro que lo observa con gafas; un león aficionado a la fotografía junto a un oso con un paraguas; un conejo que funde metal mientras otro le acerca agua, y un mono que golpea sobre un yunque.

Aquellas dos obras, entre otras muchas que ya clamaban un cambio, una concepción diferente de la arquitectura, fueron, a decir del maestro de Dalmau, las precursoras de la casa Calvet en la calle Casp de Barcelona, en la que Gaudí empezó a abandonar la concepción historicista que había inspirado su obra durante la primera época del siglo anterior, para desarrollar una arquitectura en la que pretendía que la materia cobrase movimiento. «¡Movimiento, las piedras!», exclamaba don Manuel Bello con la confusión en el rostro.

«Mujeres y edificios —confesó en una ocasión a Dalmau— van poco a poco desprendiéndose de su clase, de su porte y de su señorío, de su historia, y se prostituyen: para convertirse en culebras serpenteantes las unas y en materia inconsistente los otros.»

El hombre le dio la espalda haciendo aspavientos, como si el universo se desmoronase. Dalmau evitó replicar que a él le atraían las mujeres serpenteantes, y que admiraba a aquellos que pretendían que el hierro forjado, la piedra e incluso la cerámica cobrasen movimiento. ¡Quién sino un brujo, un mago, un creador excepcional podía presentar al espectador la materia transformada en fluido!

Un carro largo cargado de arcilla, tirado por cuatro poderosos percherones de cabeza, cuello y grupa fuertes e imponentes, y patas gruesas y peludas, que circuló lenta y pesadamente a su lado, haciendo temblar la tierra, sacó a Dalmau de sus pensamientos. Alzó la vista para ver la rebosante trasera del carro re-cortada contra las dos chimeneas altas de los hornos de la fábrica que se alzaban por encima de él. «Manuel Bello García. Fábrica de Azulejos.» Tal era el anuncio que en cerámica blanca y azul remataba el portalón de la entrada; a partir de ahí se abría una zona amplia con albercas y secaderos, junto a los almacenes, las oficinas y los hornos. Se trataba de una fábrica mediana, que realizaba trabajos seriados, pero también elaboraba las piezas especiales que diseñaban o imaginaban los arquitectos y los maestros de obras para sus edificios o para los numerosos establecimientos comerciales, tiendas, farmacias, hoteles, restaurantes y demás que acudían a la cerámica como uno de los elementos decorativos por excelencia.

«Había comido casi sin apetito, como si fuera una molestia»

Ese era el trabajo de Dalmau: dibujar. Crear diseños propios que después se fabricaban en serie, y formaban parte del catálogo de la firma; materializar y desarrollar aquellos otros que imaginaban los maestros de obras para sus edificios o establecimientos y que tan solo esbozaban o, por último, ejecutar los modelos que los grandes arquitectos modernistas les llevaban perfectamente elaborados ya.

—Discúlpeme, don Manuel… —Dalmau se presentó en el despacho y taller del maestro, junto a las oficinas de la fábrica, en el piso primero de uno de los edificios que componían el complejo—. Pero la situación en el barrio viejo era caótica. Manifestaciones, cargas de la policía —exageró—. Y he tenido que estar por mi madre y por mi hermana.

—Debemos cuidar de nuestras mujeres, hijo. —Don Manuel, de negro estricto, sobrio, como correspondía, con una corbata de color verde oscuro y nudo enorme, asintió desde detrás de la mesa de caoba que ocupaba. Unas patillas anchas y tupidas llegaban a juntársele con el bigote, también espeso, en una impecablemente delineada mata de pelo que dejaba cuello y mentón libres de barba—. Ellas nos necesitan. Haces bien. ¡Son esos anarquistas y libertarios los que hundirán este país! Espero que la Guardia Civil se haya empleado a fondo con ellos. ¡Mano dura! ¡Eso es lo que se merece tanto desagradecido! No te preocupes, hijo. Ve al trabajo.

El escritorio de Dalmau estaba puerta con puerta con el del maestro. Él tampoco trabajaba con los demás empleados, que lo hacían en salas comunes; disponía de un espacio para sí, un lugar bastante amplio donde poder concentrarse en su labor, que en aquellos días se ceñía al diseño de una serie de azulejos con motivos orientales: flores de loto, nenúfares, crisantemos, cañas de bambú, mariposas, libélulas…

«El silencio era tenso, como si los gritos de los huelguistas que se habían manifestado a lo largo del día todavía flotaran en el aire»

El dominio del dibujo de las flores le había costado varios cursos en los estudios que realizó en la escuela de la Llotja de Barcelona. Las flores naturales; las flores en perfil; las flores en sombra; su dibujo y, por último, su composición al óleo. Dentro de las materias que se estudiaban en la Llotja, en la que Dalmau había ingresado a los diez años, que incluían aritmética, geometría, dibujo de figura, dibujo lineal y de adorno, dibujo del natural y pintura, una de las más importantes era la del dibujo aplicado a las artes y la fabricación. Para eso había nacido la escuela la Llotja, para enseñar arte a los obreros necesitados de ello con el objetivo de que lo aplicasen a la industria.

A mediados del siglo XIX, sin embargo, empezó a darse preferencia a las artes puras sobre las aplicadas, pero sin abandonar estas últimas, las destinadas a proveer de recursos a la industria, y entre las que sin duda alguna se encontraba el dibujo de las flores. Los elementos botánicos habían sido el ornamento por excelencia para el arte gótico, y ahora, tras la busca de aquellas inspiraciones medievales, se utilizaban en la decoración de telas y vestidos, la industria que movía Cataluña, y, con el modernismo arquitectónico, en azulejos y arrimaderos, en mosaicos, en forjados, en ebanistería y vidriería, así como en los miles de esculturas en yeso que ornaban aquellos edificios.

Dalmau se echó un guardapolvo por encima de la blusa beige que le llegaba hasta las rodillas, y que con unos pantalones mezcla de lana y lino de un tono oscuro indefinido, una gorra y unos zapatos de cuero negros y abotinados constituían su indumentaria habitual. Tal como se sentó ante el montón de esbozos dispersos sobre su mesa de trabajo y ordenó sus lápices, las voces, las risas, los gritos y los ruidos propios de aquella fábrica en explotación, algunos estrepitosos, se desvanecieron. Dalmau puso todos sus sentidos en aquellos dibujos japoneses, tratando de asimilar esa técnica oriental que prescindía del realismo en busca de una belleza estilizada, sin sombras, tan alejada de los criterios occidentales como apreciada en un mercado volcado en la búsqueda de la diferencia, de lo exótico, de lo moderno.

Igual que se había abstraído de cualquier ruido, el silencio de unas instalaciones ya vacías cuando la noche cayó sobre Barcelona lo pilló absorto en su trabajo. Había comido casi sin apetito, como si fuera una molestia, el almuerzo que le habían subido, y más tarde fue contestando con un simple murmullo a cuantos asomaron la cabeza por la puerta de su taller para despedirse. Don Manuel, de los últimos en salir, no fue una excepción, y tras chascar la lengua, en un gesto que nadie habría sabido si atribuir a la satisfacción o al disgusto, dio la espalda a Dalmau después de que este ignorara sus palabras y ni siquiera levantara la mirada de los dibujos.

Transcurridas un par de horas más, la luz de los mecheros de las lámparas de gas que iluminaban el taller bajó de intensidad hasta casi dejarlo en penumbra.

—¿Quién ha apagado la luz? —protestó Dalmau—. ¿Quién anda ahí?

—Soy yo, Paco —contestó el vigilante nocturno abriendo la espita del gas para que el taller se iluminara de nuevo.

La luz mostró a un anciano encogido, viejo. Se trataba deuna magnífica persona, pero no debería estar ahí. El maestro había prohibido el acceso a los talleres, allí donde se encontraban esbozos y proyectos, obras a medio terminar, unos materia-les que solo podía ver el personal de máxima confianza.

—¿Qué haces aquí? —se extrañó Dalmau.

—Don Manuel me ha ordenado que, si te retrasabas demasiado, te echase. —El hombre sonrió con las encías, la boca ya carente de dientes—. La situación en la ciudad es complicada, la gente está muy alterada —explicó—, y tu madre estará nerviosa.

«Dalmau se dio la vuelta, frunció la boca, buscó en el bolsillo de sus pantalones y les lanzó sendas monedas de dos céntimos.»

Quizá Paco tuviera razón. En cualquier caso, la distracción concedió a las tripas de Dalmau la oportunidad de protestar por el hambre, lo cual, junto con el cansancio que de súbito notó en sus ojos, le aconsejó finalizar la jornada.

—Apaga —pidió al vigilante al mismo tiempo que lanzaba el guardapolvo hacia el perchero que se encontraba en una esquina, donde quedó precariamente colgado de una de las mangas—. ¿Qué ha sucedido en la ciudad? —se interesó mientras cerraba su escritorio.

—La situación se ha complicado. Los piquetes, principal-mente mujeres y adolescentes, han recorrido el casco antiguo apedreando fábricas y talleres hasta que cerraban. Parece que por la mañana han volcado un tranvía y eso las ha envalentonado. —Dalmau bufó con fuerza—. Ha sucedido algo similar con las grandes fábricas del distrito de Sant Martí. Se han asaltado cuartelillos de la policía. Los chiquillos han aprovechado para hacer de las suyas y han quemado algunas oficinas de impuestos, probablemente después de robar en su interior. Está todo bastante revuelto.

Descendieron por la escalera hasta los almacenes del primer piso. Allí, antes de salir al extenso terreno que circundaba las edificaciones, donde se trabajaba la arcilla, Dalmau se despidió de dos niños que no superarían los diez años y que vivían y dormían en la fábrica, sobre una manta en el suelo, cerca del calor de los hornos en invierno, de los que se alejaban a medida que el tiempo se volvía más clemente. Ni siquiera eran aprendices; servían para todo: para limpiar, para hacer mandados, para traer el agua… Ambos tenían familia; eso decían: obreros que trabajaban en el barrio de Sant Martí, el Manchester catalán, y malvivían hacinados en pisos compartidos con varias familias. Sant Martí estaba lejos y el maestro no tenía inconveniente en que vivieran en la fábrica y se ganaran algunos céntimos; tan solo les exigía, a cambio, que los domingos acudieran a misa a la parroquia de Santa Maria del Remei de Les Corts. A sus familias no parecía importarles que aquellos chavales vivieran en la fábrica, nadie había acudido a interesarse por ellos. Los había en peo-res circunstancias, pensó Dalmau mientras revolvía el cabello estropajoso de uno de ellos a su paso hacia la puerta: un ejército de muchachos, se calculaba que en cifra superior a los diez mil, trinxeraires los llamaban, malvivía en las calles de Barcelona, mendigando, hurtando y durmiendo a la intemperie, en cual-quier hueco en el que pudieran acomodarse; se trataba de huérfanos o simplemente niños abandonados como aquellos dos aprendices a quienes sus familias no podían cuidar ni alimentar.

—Buenas noches, maestro —se despidió uno de ellos. En su tono no había el menor cariz de socarronería: su elogio era sin-cero.

Dalmau se dio la vuelta, frunció la boca, buscó en el bolsillo de sus pantalones y les lanzó sendas monedas de dos céntimos.

—¡Generoso! —En esta ocasión sí que se notó cierta guasa.

—¿No has encontrado las de un céntimo? —soltó el otro muchacho—. Son esas… las más chiquitas.

—¡Desagradecidos! —bramó el vigilante.

—Déjalos —lo instó Dalmau con la sonrisa en la boca—. Cuidad lo que hacéis con esos dineros —les siguió la broma—, no vaya a ser que os empachéis de comida.

—¡Quita! —saltó uno de ellos—. El maestro igual quiere acompañarnos en la cena.

—Yo no, gracias, en otra ocasión. Esta noche invitad a vuestras novias —terminó aconsejándoles entre risas antes de encaminarse hacia la salida.

—¡Una espalda de cordero entera nos vamos a meter con es-tos cuatro céntimos! —oyó Dalmau a su espalda.

—¡Y un vino generoso de Alella!

—Impertinentes —insistió el vigilante.

—No, Paco, no —objetó Dalmau—. ¿Qué más puede pretenderse de esos dos críos abandonados por sus familias que el que se tomen la vida a chanza?

«la realidad del pueblo llano, del trabajador, era muy diferente»

El otro calló mientras Dalmau traspasaba el panel de cerámica elevado que anunciaba la fábrica de azulejos de don Manuel Bello, y se acostumbraba a la luz de una luna brillante que iluminaba unos descampados y unas calles a las que todavía no había llegado el alumbrado público. Respiró el frescor de la noche. El silencio era tenso, como si los gritos de los huelguistas que se habían manifestado a lo largo del día todavía flotaran en el aire. Desde donde se encontraba, Dalmau miró el paisaje que se extendía hacia el mar. Las siluetas de centenares de chimeneas altas se recortaban contra la luz de la luna. Barcelona era una ciudad industrial, atestada de fábricas, almacenes y talleres de diversa índole. Desde el siglo XIX se utilizaba la energía a vapor en actividades que en otros lugares todavía continuaban realizándose a base de fuerza humana, lo que, junto a la influencia de países vecinos como Francia y un espíritu atávicamente comercial y emprendedor, había conseguido que pudiera equipararse a las ciudades europeas más avanzadas. La industria textil era la principal; la mitad de los obreros de Barcelona estaban empleados en ella. No obstante, también destacaban unas importantes industrias, metalúrgica, química y alimentaria. Junto a ellas las de la madera, el cuero y el calzado, el papel o las artes gráficas, y decenas de fábricas en una ciudad cuya población había alcanzado el medio millón de personas. Pero si los ricos industriales y los burgueses disfrutaban y alardeaban de su situación, la realidad del pueblo llano, del trabajador, era muy diferente. Jornadas de entre diez a doce horas diarias siete días por semana a cambio de unos jornales miserables. En los últimos treinta años, los salarios habían aumentado un treinta por ciento mientras que el precio de los alimentos lo había hecho un setenta. El desempleo era cada vez mayor; los albergues municipales estaban repletos por las noches, y las cocinas de la beneficencia repartían a diario miles de raciones. Barcelona, negó entonces con la cabeza Dalmau, era una ciudad tremendamente cruel con quienes la engrandecían entregando su vida y su salud, su familia y sus hijos.

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