La devoción

la mirada de Oriente

El Jokhang. No hay lugar más venerado en el Tíbet que este templo ubicado en el corazón de Lhasa y hogar de legendarios budas portados por princesas en el siglo VII. De estilo tibetano-nepalí y con elementos hinduistas, su fachada encalada en blanco, con cubiertas granate y techos dorados, recibe a los miles de peregrinos bajo la rueda de la vida. Los devotos realizan innumerables postraciones antes de cruzar el bello atrio ajardinado que conduce al espacio más sagrado, sumido en la penumbra, bajo la densa atmósfera del incienso y las velas de manteca de yak. Retumban los tambores y el eterno mantra Om mani padme hum.

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La devoción es la entrega incondicional, el amor en éxtasis de abrirse y ofrecerse a una causa muy profunda. Contemplada desde la distancia del urbanita contemporáneo, parece algo ancestral, atrasado, procedente de sociedades no desarrolladas. Sin embargo, en la devoción se halla el camino del corazón, la apertura que permite trascender nuestro ego, dejando de sentir que somos el centro del mundo. Se trata de una de las formas de amor más puro, capaz de pulsar las emociones más profundas del ser humano. En ella no importa tanto a quién o a qué se venera sino el efecto que la devoción produce en nosotros. Puede ser el canto de una hermosa saeta en la Semana Santa sevillana o el sentir de los mantras tibetanos. Ambas son la misma expresión del momento en el que la humanidad se abre al amor y a la dimensión espiritual. Conmueve con tan sólo escucharla o contemplarla. Transforma a quien la practica. Quien ha estado en el Jokhang ha visto realizar mil postraciones o, ante su fachada, circunvalar su perímetro en un puja interminable. Los más devotos acuden al Jokhang recorriendo cientos de kilómetros realizando postraciones desde su aldea. La exigencia de su penitencia les obliga a llevar tablillas en manos y rodillas para paliar sus heridas. En la devoción no hay condiciones, tan sólo entrega y rendición. Hay gozo y también sufrimiento. La mayoría de nosotros sentimos devoción por los hijos o por un ser querido, hasta por unos ideales. No es nada malo, aunque entrar en la devoción por lo trascendente abre la puerta a una dimensión superior donde el corazón se expande y el ego se encoge. Es ahí donde aprendemos que no somos nada, tan sólo una simple llama en un fuego infinito.°

LA PRÁCTICA: POSTRACIONES TIBETANAS

De pie, junta las palmas por encima de la cabeza o a la altura del entrecejo, en gesto de plegaria. Bájalas al centro del pecho y desciende para postrarte en el suelo, extendiendo los brazos completamente. Junta de nuevo las palmas en plegaria, llévalas de nuevo al piso y elévate sobre las rodillas para volver a la postura inicial. Repite la secuencia varias veces.

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