Crear medicinas es cada vez más difícil

Ciencia

En los últimos tiempos, el plazo para crear un medicamento se ha alargado, el coste ha subido y, pese a los avances científicos, no se ha multiplicado la producción. De hecho, muchos médicos se quejan de la falta de tratamientos innovadores en sus especialidades. Guste o no, desarrollar nuevos fármacos y salvar vidas con ellas depende de algo tan prosaico como que las inversiones sean rentables y que los números cuadren.

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Una enfermedad tan terrible y extendida como el alzheimer no tiene cura tres décadas después de que se empezara a tratar. Ni existe un medicamento que cronifique el deterioro cognitivo que causa. Los neurólogos se quejan de que disponen de un abanico de fármacos bastante limitado. De los más usados, el primero salió en 1984, otro en 1993, otro 10 años después… Hace varios años que no salen realmente nuevos.

El reputado médico Rafael Blesa, director del servicio de neurología en el hospital de Sant Pau de Barcelona, explica que se han identificado genes implicados en el alzheimer y se sabe, desde hace tiempo, que el daño de las neuronas empieza 20 años antes de que aparezcan los síntomas. Aun así, no hay fármacos que incidan en esa fase inicial. El médico hace una revisión rápida: en todo el mundo hay 32 ensayos de medicamentos en fase III de investigación (la última, donde se prueba con enfermos) y 58 en fase II. En España se llevan a cabo un par (Sant Pau participa en uno). En el último año, cuatro ensayos de multinacionales farmacéuticas han fracasado. ¿Es imposible atacar esta enfermedad?

Se estima que de cada 10.000 moléculas estudiadas, sólo una acabará convertida en medicamento, que llevará una media de 13 años y costará 2.200 millones de euros

Blesa está convencido de que no. Cree que se pueden encontrar fármacos, aunque se desconocen todavía muchos aspectos de la dolencia. En su opinión, no hay más terapias porque no se investiga más. “Investigar es una cuestión de prioridades. En Estados Unidos, el alzheimer se fijó como priori­dad. Se elaboró un plan ­nacional y el presidente Obama estableció en el 2015 que se duplicara la inversión pública en esta investigación y con Donald Trump se ha mantenido. Seguro que de aquí a cinco años empieza a tener respuestas este esfuerzo inversor”, afirma.

El alzheimer es un caso destacado porque es muy prevalente. Pero hay más patologías en que los médicos dicen tener unas opciones terapéuticas limitadas o envejecidas, porque los fármacos realmente novedosos llegan en cuentagotas. Por ejemplo, contra la dermatitis atópica grave, se considera que tras un desierto de 30 años salió en el 2017 un medicamento relevante (del laboratorio Sanofi). El arsenal terapéutico es inexistente en la mayoría de las enfermedades raras, las que afectan a poca población, pero de las que hay varios miles. Y la situación que más preocupa es la falta de nuevos activos contra las infecciones bacterianas: hay pocas clases de antibióticos, y las bacterias han desarrollado resistencia a casi todas. La Organización Mundial de la Salud y otros organismos sanitarios ya dieron la alarma e intentan incentivar el hallazgo de nuevos antibióticos.

“Hay poca innovación farmacéutica en la mayoría de las especialidades médicas”, ­afirma Marciano Sánchez Bayle, médico y portavoz de la Federación de Asociaciones en Defensa de la Sanidad Pública. Lo atribuye a que “los laboratorios hacen un esfuerzo limitado, pues lo realmente nuevo exige mucha investigación e inversión y no existe la seguridad de que el resultado será el esperado”. Él sostiene que la mayoría de las compañías farmacéuticas hacen, sobre todo, modificaciones en sus productos para alargar las patentes y mantener sus negocios y arriesgan poco. O bien invierten en las dolencias que afectan a más pacientes, en las que ven más beneficios.

¿Por qué no se ha dado, por ejemplo, con un fármaco que cure el alzheimer? El especialista Rafael Blesa cree que es cuestión de priorizar la investigación

Inventar un fármaco es largo y costoso. La industria asegura que de cada 10.000 moléculas farmacéuticas que se estudian, sólo una acabará convertida en medicamento. En el 2011, en EE.UU., por ejemplo, había 3.200 moléculas en desarrollo y ese año se aprobaron 35 medicamentos nuevos. Según los datos de las agencias farmacéuticas de Europa y EE.UU., EMA y FDA respectivamente, que aprueban los nuevos productos, el número de autorizaciones ha ido creciendo. Pero apenas se ha duplicado respecto a 10 años atrás (en Europa, en los últimos cinco años, el número se sitúa en 80 o 90 fármacos autorizados al año). Y, cuando se criban esos datos, se reduce a la mitad o menos la cantidad de fármacos realmente novedosos (35 en el 2017), que son una molécula nueva o un abordaje terapéutico distinto. El resto son moléculas ya existentes (de la misma u otra marca), con mejoras, genéricos (copias de los fármacos a los que caduca la patente)..., dicen los expertos.

El Centro de Estudio del Desarrollo de Medicamentos de la Universidad de Tufts, en EE.UU., estimó en el 2013, tras analizar 106 compuestos de 10 compañías ensayados entre 1995 y el 2007, que desarrollar un medicamento nuevo supone una inversión de 2.558 millones de dólares (2.215 millones de euros) y lleva unos 13 años de media. Hasta principios del 2000 se repetía que eran 1.000 millones y 10 años.

El estudio señalaba que las tasas de éxito caen: sólo un 11,3% de los fármacos que entran en ensayos acaban aproba­dos, frente al 16,4% de la ­década anterior. Y en ese tiempo, la duración de los ensayos ha aumentado un 15%. Así que Tufts advertía que la industria farmacéutica está inmersa en “un entorno de actuación que supo­ne un desafío, definido por un aumento de costes, ineficiencia y alargamiento del ciclo y un aumento del riesgo, la incertidumbre y la complejidad”.

Muchos expertos han cuestionado la eficiencia de esta industria y han analizado cómo puede ser que pese a las enormes y crecientes inversiones y a los avances tecnológicos y biomédicos no logre acortar el plazo para crear un fármaco, ni reducir su coste, ni multiplicar la invención de medicamentos. El informe Drug Discovery World de invierno del 2016-17 decía que las big pharma, como se llama a las grandes multinacionales, serían el único sector que ha invertido mucho en automatización sin lograr los beneficios esperados ni abaratar costes.

El Nobel Aron Ciechanover señala que los ‘blockbusters’, fármacos de venta masiva, se fabrican menos porque se apuesta por una medicina más personalizada

Esto contradice la ley de Moore (aplicada a microprocesadores, pero después extrapolada y que define cómo la tecnología mejora exponencialmente y gracias a ello aumentan las prestaciones y bajan los precios de los productos). Por eso, dos expertos británicos, Brian Warrington y Jack Scannell (junto a otros colegas), bautizaron como ley Eroom, Moore al revés, sus cálculos, en el 2012, de que el número de nuevos medicamentos aprobados por cada 1.000 millones de dólares invertidos en I+D se ha reducido a la mitad cada nueve años desde 1950. Hoy en día cuesta 80 veces más sacar un nuevo medicamento que 60 años atrás.

Apuntaron varias causas. Una es el “problema better than the Beatles” (mejor que los Beatles): qué difícil sería si cada canción que se sacara tuviera que ser más exitosa que una de los Beatles. Traducido al mundo farmacéutico: como la industria va mejorando sus medicamentos, cada vez resulta más difícil sacar uno que sea mejor –y un éxito de ventas– que los existentes, que, además, tras 10 años de patente se pueden comprar como genéricos a un precio muy reducido.

El Nobel de Química del 2004, Aaron Ciechanover, daba otra clave a Magazine hace unos meses, cuando impartió una conferencia de la Fundació Bancària la Caixa en Barcelona: los medicamentos blockbuster, muy vendidos porque se dirigen a pacientes de las enfermedades más prevalentes (por extensión se llama así a aquellos cuyas ventas superan los 1.000 millones de dólares), “en realidad no funcionan para tantos pacientes, sólo son eficaces para determinados grupos”. Y hoy ya practicamente no se fabrican, decía, “porque se apuesta por la medicina que permite hacer tratamientos más a medida de cada paciente”, dirigidos a cierto perfil genético, etcétera.

Tras el descifrado del genoma humano en el 2000, la investigación médica se centra en gran parte en los genes, las proteínas que codifican y sus alteraciones, porque se vio esa posibilidad de hacer una medicina de precisión y más personalizada. El problema es que la genómica, la proteómica, la terapia celular (que usa células tratadas en laboratorio) y otras técnicas avanzadas no conducen a tratamientos y curas tan rápido como se esperaba.

La industria farmacéutica asegura que sí se descubren fármacos y que invierte mucho en I+D. Aunque reconoce que la tarea es hoy más difícil. Se podría decir que la invención “más fácil” se ha hecho ya en las últimas décadas –aunque Skannell y Warrington defienden que el descubrimiento nunca fue fácil– y lo que queda es lo más difícil, enfermedades en que inciden muchos genes o factores diversos.

“La regulación es más estricta, y hoy existe una mayor complejidad”, reconoce Carlos Plata, del laboratorio Esteve

“La regulación es más estricta, y hoy existe una mayor complejidad; el desarrollo de una nueva molécula sigue siendo largo, más costoso que nunca y con menores posibilidades de éxito”, admite Carlos Plata, director científico de la farmacéutica Esteve. José Miguel Vela, director de descubrimientos de fármacos de ese laboratorio, precisa que las mayores exigencias de las agencias reguladoras explican en buena medida que no se haya reducido el plazo de desarrollo de un fármaco pese a contar con tecnologías más avanzadas.

Como se sabe más y la tecnología lo permite, se analizan más aspectos (aunque las agencias reguladoras intentan también acortar el plazo de aprobación de productos). “Ningún fármaco llega al mercado sin una extensa documentación que acredite su calidad, eficacia y seguridad. Los costes y los riesgos de la investigación actual son de una magnitud superior a la de hace unos años”, corrobora Isabel Paredes, directora de investigación clínica en Grupo Menarini.

Pero se investiga, insisten. Como ejemplo, Paredes cuenta que Menarini tiene varios productos oncológicos y de enfermedades infecciosas en ensayo. En Sanofi dicen tener en marcha 37 nuevas moléculas. Y Carlos Plata explica que Esteve sigue buscando fármacos contra el dolor. Hay muchos pero no son eficaces para todos los tipos de dolor o de pacientes o tienen efectos secundarios si se toman largo tiempo, como se ha visto en la crisis de opiáceos de EE.UU. Esteve trabaja en moléculas nuevas como Sigma 1 o su fármaco Co-cristal CTC, en fase III. Trabaja en él desde hace nueve años y no saldrá antes de un par más.

Muchos expertos analizan por qué pese a las cuantiosas inversiones y a los avances tecnológicos y científicos, la industria no logra reducir costes o el tiempo para desarrollar un nuevo fármaco

Sobre el marco general, Plata indica que como “hay un amplio arsenal de fármacos, la investigación se enfoca o a enfermedades o a grupos de pacientes para los que no hay tratamiento o no es eficaz”. A diferencia de años atrás, más compañías trabajan en las enfermedades raras en que, además, al buscar fármacos dirigidos a grupos pequeños de pacientes no se les pueden exigir ensayos con miles de participantes, que resultan largos y caros (las multinacionales los trasladan en parte al este asiático para abaratarlos). Pero, según Plata, los descubrimientos de hoy son “mucho más disruptivos” y los laboratorios sacan pocos fármacos metoo (copias levemente modificadas de fármacos existentes), pues el mercado no los admite. “Se exige más que nunca que los fármacos que acceden al mercado aporten innovación y ventaja competitiva respecto a los existentes”, dice Paredes.

“Hoy es más complejo el desarrollo de fármacos, se exigen más seguros, para grupos de pacientes concretos, para enfermedades sin tratamiento aún, que la innovación supere soluciones que han funcionado muy bien –hay medicamentos como el omeprazol que ha reducido mucho las operaciones de úlcera gástrica–”, resume Javier Urzay, subdirector de la patronal española Farmaindustria. “Aun así, no es verdad que no se innove –afirma–, hay más de 7.000 medicamentos en desarrollo en el mundo. Para enfermedades neurológicas, quizás la única área muy prevalente en que faltan más, hay 1.300”. Al menos 1.800 más son contra el cáncer.

Urzay señala que “hay un cambio de paradigma”, que se diversifica el modelo de desarrollo farmacéutico de las últimas décadas. “El entorno actual no es el más adecuado para nuevos medicamentos superventas. Las medidas de contención del gasto farmacéutico (adoptadas por muchos gobiernos), asociadas a la crisis financiera y a las consecuentes restricciones de inversión en I+D dan un marco poco propicio. Y además nos adentramos a gran velocidad en la medicina personalizada”, dice Paredes.

Aun así, cada año, varias consultoras hacen listas de potenciales blockbusters dirigi­das a los inversores bursátiles. Y el año 2018 se auguraba fructífero, el que más desde el 2013, con una docena de medicamentos por salir que podrían vender por más de 1.000 millones de dólares en tres o cuatro años. Son fármacos contra la migraña, la diabetes, el virus del sida, el cáncer, la hemofilia...

Cambia el modelo de desarrollo de fármacos, las compañías dejan mucho más la investigación inicial a centros científicos, a menudo, públicos, o a pequeñas empresas

Estas listas muestran otro aspecto de la industria farmacéutica: hoy depende más que nunca de inversores sensibles a cualquier vaivén, que exigen rentabilidad y evitan riesgos. Diversas multinacionales han cerrado incluso áreas de investigación o las han delegado en filiales. Y todas las compañías trabajan más con centros científicos, públicos o privados, con universidades, pequeñas firmas biomédicas (estas sí arriesgan). Las grandes farmacéuticas a veces ayudan a financiar la investigación preclínica (antes de los ensayos con pacientes), pero a menudo no desembarcan en el desarrollo de los fármacos hasta fases muy avanzadas.

Desde las empresas se sostiene que estas fórmulas son beneficiosas para todos, por lo que las administraciones deben facilitar este marco de trabajo, y que las universidades deberían hacer más investigación aplicada. Pero hay voces críticas, como la de Sánchez Bayle, que advierte que la colaboración se traduce en que el sector público pone dinero, investigadores, pacientes para los ensayos y todo se enfoca al interés y el lucro de las compañías. Él aboga por “potenciar la investigación pública de medicamentos y una industria más local, no gobernada por las multinacionales”. La cuestión es si sería viable para un sector público con una limitada inversión científica.

LA GUERRA DEL PRECIO

La industria reprocha que se la demonice por los precios de los fármacos y no se valore que es uno de los sectores que más invierten en I+D ni cómo la perjudica la contención del gasto farmacéutico en muchos países, incluida España. Además, la política de patentes es desafiada en países como India. Algunas consultoras ya han apuntado que desarrollar un medicamento podría dejar de ser rentable la próxima década. Carlos Plata, de Esteve, señala que, en general, sólo resultan rentables dos de cada diez nuevos medicamentos. Javier Urzay ve un reto en “encajar el nuevo modelo de producción en los sistemas sanitarios”. La investigación biomédica es cara, y los fármacos revolucionarios salen a precios astronómicos: 373.000 y 475.000 dólares (320.000 y 410.000 €) cuestan Yescarta y Kymriah, dos terapias celulares de las llamadas CAR-T de Gilead y Novartis contra el linfoma y la leucemia. El innovador tratamiento hallado contra la hepatitis C salió a 84.000 dólares al año (ahora el precio ha bajado). La industria defiende que hay nuevos tratamientos que cambian el modelo de una pastilla al día durante años; que con una sola toma pueden curar, así que las autoridades sanitarias deberían ponderar el ahorro que eso supone. O añaden que los fármacos dirigidos a ciertos grupos de pacientes no se recetarán masivamente. Las empresas lamentan que sirve de poco el esfuerzo investigador y de las agencias reguladoras para acelerar la aprobación de fármacos (en los últimos años se han permitido aprobaciones aceleradas, provisionales, etcétera.) si las autoridades sanitarias se resisten después a usarlos por su precio. “Es un debate en el que deberemos entrar”, dice Urzay. “Tenemos que hacer mucha pedagogía en este campo”, admite Plata.

ONCOLOGÍA, CASO APARTE

Oncología es el área en que se investigan más medicamentos e incluso más rápido –un análisis en EE.UU. estimaba que se tarda unos siete años en aprobar un fármaco y cuesta 648 millones de dólares de media–. Pero distintos estudios han cuestionado si todos estos tratamientos, algunos muy caros, aumentan realmente la curación o la supervivencia al cáncer en un porcentaje significativo. Los oncólogos suelen defender que sí, que ayuda el disponer de más tratamientos y lo más pronto posible. El consultor británico Peter Wise lanzó el debate en el 2016 en un artículo en el British Medical Journal en que aseguraba que en el aumento de la supervivencia al cáncer de las últimas décadas habría influido más la precocidad en diagnosticar y tratar que las terapias en sí. Y un estudio del Kings College de Londres y otros organismos sobre medio centenar de fármacos aprobados en Europa entre el 2009 y el 2013 concluía que sólo la mitad de los nuevos fármacos oncológicos aporta más beneficios que los existentes en supervivencia y bienestar. Otros estudios han calculado que  alargan la supervivencia 2,1 o 2,5 meses y se plantea el dilema de si justifican el gasto farmacéutico. En España, la campaña No Es Sano ha criticado el lucro de la industria con  fármacos en que hay inversión pública.

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