Océanos llenos de vida

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Dos barcos con cientos de investigadores a bordo surcaron los mares del planeta durante un año con una ambiciosa misión: explorar la vida marina desconocida. Formaban parte del mayor proyecto oceanográfico español de la historia, Malaspina 2010. Ahora, comienzan a publicar los resultados de sus estudios.

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Pruebas en la cámara hiperbárica del buque 'Hespérides'

Menuda paradoja. Somos capaces de enviar una nave a la Luna, de ver en directo la formación de nuevas lunas en los anillos de Saturno, de explorar las entrañas de universos lejanos. Y, sin embargo, sabemos muy poco, por no decir nada, de algunas partes de nuestro planeta. “A la gente le fascina la posibilidad remota de llegar a descubrir mares en algún rincón de una galaxia lejana. En cambio, nuestros océanos, ¡que sabemos a ciencia cierta que existen!, sólo hemos empezado a explorarlos”, se lamenta Carlos Duarte, uno de los oceanógrafos más prestigiosos del mundo, profesor de investigación del Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC) en el Instituto Mediterráneo de Estudios Avanzados (Imedea), ubicado en Baleares, y director del Oceans Institute, vinculado a la Universidad de Western Australia.

Otro peso pesado de la oceanografía, Pep Gasol, del Instituto de Ciencias del Mar de Barcelona (ICM-CSIC) respalda a Duarte poniendo un ejemplo que demuestra cuán desconocido es el océano: hasta 1986 no se descubrió cuál es el organismo más abundante que habita en él, un componente del plancton llamado Prochlorococcus. “Lo encontró –explica– la bióloga oceanográfica norteamericana Sallie W. Chisholm, investigadora del Instituto Tecnológico de Massachusetts (MIT). Y resulta un hallazgo tan sorprendente como si ahora llegara alguien y dijera que ha descubierto cuál es el animal dominante en la selva tropical”. ¿Se imaginan?

Pero es que hasta ahora hemos vivido de espaldas al océano. Sólo nos interesamos por él para las vacaciones y para explotar sus recursos más someros. Y, sin embargo, recubre tres cuartas parte de la Tierra, alberga el mayor ecosistema del mundo y genera el 50% del oxígeno que respiramos. Fue la cuna de la vida y “es la clave para nuestra supervivencia futura”, resalta Duarte.

De ahí que la expedición Malaspina 2010, el que es seguramente el mayor proyecto científico oceanográfico español de todos los tiempos y uno de los más importantes internacionalmente, tuviera como misión conocer más este medio. Quería arrojar luz sobre su funcionamiento, su biodiversidad y sobre los efectos en él del cambio climático.

Dirigido por el CSIC y liderado por Carlos Duarte, en este proyecto Malaspina han participado 250 investigadores españoles de 19 instituciones, de los cuales unos 80 eran estudiantes de doctorado y máster; además, han tomado parte 16 centros extranjeros, entre ellos, las agencias espaciales europea (ESA) y estadounidense (NASA) y universidades como la de California o la de Washington.

El proyecto se bautizó en homenaje al marino italiano Alejandro Malaspina, quien comandó una ambiciosa expedición española de circunnavegación de la Tierra en 1789. El viaje contemporáneo arrancó en el 2010 y durante un año dos buques de investigación oceanográfica, el Hespérides (perteneciente a la Armada Española) y el Sarmiento de Gamboa (del CSIC), recorrieron los océanos del globo tomando unas 200.000 muestras de la atmósfera, agua, plancton, gases y microorganismos en más de 300 lugares.

“Tomamos muestras en lugares donde nunca antes se habían tomado”, recuerda emocionado el joven valenciano Guillem Salazar, estudiante de doctorado en el ICM-CSIC, quien participó en un tramo de la campaña a bordo del Hespérides. Ahora, los científicos han comenzado a publicar los primeros resultados de sus investigaciones. Aseguran que las muestras recogidas aportarán datos durante décadas.

“Este proyecto tendrá una huella importantísima en el desarrollo de las ciencias marinas a nivel internacional, desde luego, porque aportamos nuevo y valioso conocimiento científico que será una referencia para futuras investigaciones”, considera Duarte.

El cambio climático

Uno de los principales resultados que ya se ha dado a conocer es sobre el impacto del cambio climático en el océano. Este ecosistema ejerce un papel básico en la regulación del clima del planeta y es el mayor sumidero de CO2 y otros contaminantes producidos por la actividad humana. Sin embargo, el conocimiento que se tenía era muy fragmentado y no permitía obtener una imagen de la situación global.

“Este proyecto tendrá una huella importantísima en el desarrollo de las ciencias marinas, pues aportamos nuevo y valioso conocimiento”, dice Carlos Duarte

Para arrojar algo de luz, los investigadores tomaron muestras en distintos puntos del océano con el fin de caracterizar tanto la abundancia como el ciclo de contaminantes, es decir, qué ocurre cuando pasan de la atmósfera al mar, si son absorbidos por el plancton marino y cómo de ahí pasan a las cadenas tróficas. Lamentablemente, han constatado que la contaminación llega hasta las zonas más remotas del planeta. ¿Les extraña?

Han encontrado restos de plásticos y dioxinas en todas y cada una de las muestras recogidas. Aunque no todo son malas noticias: al parecer, la salud de los mares es algo mejor de lo que temían hallar los científicos antes de zarpar. Y esas islas de plástico que durante mucho tiempo se dijo que se mecían en medio del océano, pues… afortunadamente, no existen.

Pero, tal vez, lo más interesante del proyecto es que ha permitido un salto de gigante en la comprensión del océano global y, en particular, del llamado océano profundo, un completo desconocido hasta ahora para la ciencia. La mayoría de las investigaciones oceanográficas se habían centrado en estudiar la piel del mar, la capa expuesta a la luz solar que va de la superficie a unos 200 metros de profundidad, pues era lo más sencillo al poder tomar muestras fácilmente, o incluso monitorizarla con satélites

Más allá de esa profundidad resulta muy complicado estudiar este ecosistema, puesto que se requieren mayores recursos y tecnología. Y eso hace que la situación resulte cuanto menos paradójica, porque la profundidad media del océano es de casi 4.000 metros y en algunos lugares llega a los 11.000. Se sabe, además, que el océano profundo, situado por debajo de los 3.000 metros, comprende la mitad de la superficie del planeta. De manera que no estudiarlo sería como hacer un estudio de los bosques del planeta y conformarse con visitar cuatro o cinco, sin ir a la selva amazónica, ni a los bosques templados europeos ni a la sabana africana.

De ahí la importancia de que Malaspina 2010 se haya centrado de forma pionera justamente en el estudio de las aguas abisales. “Se pensaba que a esas profundidades el océano era prácticamente un desierto. Y no es así. Hemos descubierto una biomasa de peces hasta 10 veces superior de la que esperábamos”, cuenta Pep Gasol, profesor de investigación del CSIC en el ICM.

Se trata de peces mesopelágicos, que tienen entre cinco y 20 centímetros de longitud, como el pez linterna, el pez dragón o el pez de luz, de una rareza que les confiere una gran belleza. Estos animales se esconden en capas de agua insondables con la mayoría de tecnología actual, en las que no penetra la luz, para así huir de sus depredadores. Sólo de noche suben a la superficie para alimentarse y reciclan así nutrientes, lo que contribuye al buen funcionamiento del océano. “Son muy listos. Esquivan las redes e incluso hemos visto que en las noches de luna llena tampoco suben a comer para evitar peligros”, añade Gasol.

El metagenoma

No son los únicos habitantes de estas profundidades que los investigadores de Malaspina han conseguido atrapar. “¿Ves estos tubos?”, pregunta Duarte mostrando tres botecitos transparentes que, a ojos de un profano, parecen contener sólo agua. “Encierran un tesoro del siglo XXI, que no se cuenta en monedas, sino en gotas de agua y millones de microbios de los que esperamos aprender cómo han solucionado el problema de mantenerse vivos en condiciones muy difíciles, en oscuridad total, a grandes presiones y bajas temperaturas.

Tal vez las soluciones que estos organismos han encontrado podamos usarlas para resolver problemas de salud humana, de alimentación, energía, para crear nuevos fármacos y biocombustibles e incluso para resolver problemas de contaminación ambiental”. Puede que, en definitiva, alberguen la clave para nuestra subsistencia como especie.

Los genes de los microorganismos hallados podrían ofrecer soluciones en muchos campos, desde la farmacología a la limpieza de contaminantes

Esos organismos a los que Duarte se refiere son invisibles al ojo humano. Virus, bacterias y protistas que habitan en ese océano profundo, en unas condiciones durísimas. ¡Y subsisten! Seguramente, porque han ido aprendiendo cómo hacerlo con éxito a lo largo de millones de años de evolución.

La primera dificultad con que se encuentran los microbiólogos marinos para estudiarlos es capturarlos. Para ello, en la expedición Malaspina emplearon una roseta hidrográfica, una especie de anillo rodeado de 23 botellas que podían abrir y cerrar desde el buque, con una capacidad cada una de 12 litros. Sumergían este aparato en el agua a unos 4.000 metros de profundidad e iban llenando las botellas de una en una, a diferentes distancias, en un proceso que duraba cerca de cinco horas.

El segundo problema para los microbiólogos es que no tenían ni idea de qué bichos eran. “El 50% de todas las especies contenidas en los 240 litros de agua que obteníamos en cada muestreo son nuevas y en total puede haber unos 10.000 millones de microorganismos, ¡una cantidad enorme! No podemos distinguir de qué individuos se trata, porque no los conocemos. Pero sí podemos acceder a sus genes, que es tal vez lo más interesante”, explica Gasol.

Para hacerlo más comprensible, este oceanógrafo realiza la siguiente comparación: “Es como si en una biblioteca arrancáramos todas las hojas de todos los libros y las mezclásemos. Y entonces tomáramos una al azar y tratáramos de leerla. No sabríamos ni quién la ha escrito, ni a qué libro pertenece ni tampoco cómo sigue”. Pues eso es lo que les ocurre a ellos cuando tratan de estudiar los individuos que habitan el océano profundo, por lo que en lugar de tratar de obtener el genoma de un solo microorganismo, como harían con un animal más grande como un caballito de mar o un delfín, consiguen un metagenoma del océano profundo; eso es, una colección de genes de individuos distintos que pueden resultar muy valiosos y en el proyecto Malaspinomics, ya han comenzado a secuenciar o leer.

“Nuestro trabajo consiste en ver si podemos predecir para qué sirven estos nuevos genes –explica Duarte–. Si somos capaces de utilizarlos para sintetizar proteínas y usarlas en procesos industriales, podremos aprovechar esa maquinaria biológica para nuestros objetivos”.

Eso no es nuevo en ciencia. La leche sin lactosa es un buen ejemplo. Para fabricarla se usan unas enzimas de unas bacterias que viven en zonas remotas del Ártico y que son capaces de romper la lactosa, el azúcar a que tanta gente es intolerante. Otro ejemplo es el gen también oceánico que se usa para licuar maíz y producir biocombustibles. Y en el estudio de tumores, se emplean unas proteínas verdes fluorescentes como marcadores genéticos que proceden ni más ni menos que de una medusa.

“La biomedicina tiene los ojos puestos en el metagenoma oceánico. Existe la esperanza de dar con soluciones para fabricar nuevos antibióticos, porque los que ahora tenemos generan resistencias. Y hemos encontrado una cantidad importante de genes nuevos que hemos visto que tienen capacidad para romper contaminantes. ¡Puede que allí abajo esté la solución a los problemas de contaminación que tenemos en la Tierra!”, resalta Gasol.

Al haber obtenido tantas muestras, una parte se guardará varios años para los futuros investigadores y para estudiar los cambios en los océanos

Y las aplicaciones de estos genes no se detienen ahí. Los científicos calculan que tienen un enorme valor y potencial en aplicaciones de biotecnología, en alimentación, medicina e incluso, en cosmética, donde hay mucho interés por la industria en reemplazar los productos sintéticos por otros naturales. La Unión Europea cuenta con una estrategia llamada Blue Economy para potenciar el uso de estos genes marinos y también China intenta impulsar la economía asociada al océano.

En los próximos años el proyecto Malaspina 2010 revelará valiosa información acerca de esta maquinaria oceánica. De hecho, “sólo el gen que se usa para producir biocombustibles tiene un valor de mercado en derechos de propiedad intelectual de uso de la patente de 250 millones de dólares anuales, casi unas 20 veces el coste de nuestro proyecto –que es de en torno a seis millones de euros, sin incluir los costes de los buques y sus tripulaciones ni el tiempo dedicado por los investigadores; si se sumara todo serían cerca de 17 millones–. Con que seamos capaces de encontrar dos o tres genes que tengan aplicaciones biotecnológicas, habremos compensando con creces los costes de la expedición”, dice Duarte.

Aunque parte del estudio de esos genes tendrá que esperar. Muchas de las muestras se tomaron por duplicado y no se abrirán hasta dentro de 10 o 20 años en un intento de dejar a los futuros investigadores materia prima con que trabajar. De esta manera podrán tener un testigo de cómo era el océano y, como lo más probable es que hayan desarrollado nuevas tecnologías más potentes, puedan secuenciar este metagenoma de forma más eficiente.

Estas muestras embargadas están almacenadas en distintas sedes científicas repartidas por la Península, en la Universidad de Cádiz, en el Instituto de Ciencias del Mar en Barcelona, en el Instituto de Investigaciones Marinas de Vigo y en el Instituto de Diagnóstico Ambiental y Estudios del Agua, también del CSIC.

Entre los logros de esta expedición, se encuentra otro bien distinto, el haber conseguido que diferentes grupos cooperaran en lugar de que compitieran. Era una de las principales inquietudes de Duarte al diseñar la misión, romper con esa manía tan española, dice, de trabajar en pequeños equipos, de espaldas unos a otros. “Eso limita el avance de la ciencia –asegura–. Nosotros queríamos crear masa crítica en un país donde era más fácil que un equipo de investigación en ciencias marinas cooperase con un grupo de Alemania o de Francia que con otro grupo de España”. Y por primera vez en la historia de la oceanografía española lo han conseguido. Porque sólo así, asegura Duarte, se puede hacer ciencia de frontera.

“Mi ambición es que dentro de unos años hayamos podido sentar un vasto legado científico y que Malaspina 2010 sea recordada como una expedición que propulsó el avance del conocimiento. Sólo el paso del tiempo juzgará realmente su importancia”, concluye.

Carlos duarte

Coordinador Malaspina (csic)

josep m. Gasol

Investigador del CSIC

Sara Jeanne Royer

Instituto de Ciencias del Mar

Guillem Salazar

Instituto de Ciencias del Mar

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Para tomar muestras a gran profundidad, se usó una roseta oceanográfica. En la imagen, maniobras con ella a bordo del 'Hespérides'. Contiene 23 botellas para recoger muestras y aparatos y sensores que miden las corrientes marinas, salinidad, temperatura y el pH del agua...

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Placa de Petri con cultivos de bacterias en el Instituto Mediterráneo de Estudios Avanzados

Imágenes de zooplancton muestreado en el Leg 5 entre Auckland y Honolulu

Una larva de pulpo

Pez linterna o mictófido

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El buque 'Sarmiento de Gamboa' recorrió junto con el 'Hespérides' 42.000 millas náuticas y ambos tomaron muestras en 313 puntos repartidos por todo el planeta, a profundidades de hasta 6.000 metros

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El buque 'Hespérides'

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Redes de plancton bongo en el buque 'Hespérides'

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Técnicos trabajando en la sala de máquinas

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Puente de mando

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Filtrado de agua en el laboratorio

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