"La tijera hundió una generación de músicos”

Ainhoa Arteta

Inquieta por naturaleza, aunque se define como cantante lírica, a Ainhoa Arteta le estimula jugar de vez en cuando con su privilegiada voz en el terreno del pop. Su álbum 'Mayi' es su tercera incursión en una música que le permite cantar con más libertad. La soprano vasca, de 51 años, critica el maltrato de los gobernantes a su sector y reivindica el poder del arte para conmover, arriesgar y transgredir.

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Tal vez hubo algún momento en el que, dicen, fue más valorada fuera del país en el que nació. Si así fue, es cosa del pasado. El nombre de Ainhoa Arteta (Tolosa, 1964) hace tiempo que rebasó cualquier tipo de frontera gracias al pasaporte internacional que anida en su garganta. Inquieta por carácter, abandona estos días a Mozart, a Puccini o a su adorado Strauss para presentar su tercera incursión en el ámbito del pop. Se titula Mayi, como la diosa madre, la de la tierra, según la milenaria mitología vasca. Se trata de un álbum en el que todas las canciones tienen nombre de mujer, aunque la mayoría las compusieran hombres. Así, explica, ha comprendido mejor “cómo nos ven ellos, en realidad”. Entre las elegidas se encuentra la Yolanda de Pablo Milanés, la Penélope de Serrat, o la Suzanne de Leonard Cohen, y otras popularizadas por John Denver, Eric Clapton o Sade. Su voz, tan cristalina mientras canta como en la conversación, se mueve con facilidad entre los matices, para expresar sus opiniones sobre lo que le ronda la cabeza, sin medias tintas.

Se define como una mujer rodeada de música por todas partes…

¡A ver qué remedio! Por mi trabajo, y además por placer, el repertorio clásico es de escucha obligada y querida. Fuera del estudio, jazz y pop para desengrasar. Y mis hijos me muestran lo último de lo último y aunque unas cosas me gustan más que otras, les doy su valor. La música es el idioma universal, y uno de sus rasgos más valiosos es su capacidad para evolucionar y representar el momento en el que se produce. Luego hay una selección natural que hace que lo bueno permanezca. Los Beatles eran unos grandísimos melodistas. El guitarrista de Queen es increíble, y la voz de Freddie Mercury me sigue emocionando. No se puede ser más expresivo que Mick Jagger…

¿Ampliando territorios?

Sin perder los conquistados, a poder ser. Quiero dejar claro que soy una cantante lírica. Si viera que estas aventuras me restan energías para lo que siento como propio, me apartaría del pop porque yo me he preparado para el canto clásico y ahí he construido mi carrera. Pero soy especialmente inquieta. Aunque debo decir que me costó reunir el valor para cambiar de registro. Tras un punto de inflexión importante en mi vida, como fue la muerte de mi madre, me convencí de que el tiempo no está para perderlo y las oportunidades tampoco.

“Con seis años ya cantaba, me servía para expresarme. Mi juego favorito era acometer las arias. Pero lo esencial no es cómo lo hacía sino lo que sentía al cantar. Eso entró en mí y aún me acompaña”

¿Son mundos muy diferentes?

Tienen en común el arte, pero es como si fueran ramas distintas de la misma familia. La lírica no nos deja salirnos de lo escrito. Tenemos que ser muy rigurosos con la partitura, muy disciplinados y muy fidedignos con lo que escribió el compositor. En el pop las voces pueden romperse y le da más verdad a lo que estás expresando. Eso lo haces mientras interpretas una ópera y para empezar estás despedido. Estamos acostumbrados además a cantar sin micrófono y con una dicción perfecta para que se entienda en la última fila de un auditorio. En el pop todo es menos rígido, más libre y en cierto modo más sencillo dentro de su dificultad. El clásico obliga a un sacrificio y un aprendizaje constantes. Entrenamos a diario, como deportistas de alto rendimiento; la musculatura de la voz tiene que estar en perfecto estado. También he descubierto que estamos más preparados para cantar mucho tiempo seguido; tenemos un aguante vocal muy fuerte. Grabamos el disco en cuatro días. Javier Limón, el productor, no se lo podía creer.

¿Cómo esconder la perfección?

¿Con mucho esfuerzo? Hablando en serio, en lo vocal, utilizando sólo una parte del instrumento. Si tienes un Ferrari y debes pasar por una carretera muy estrechita, no lo vas a poner a 200 por hora porque te darás contra las paredes. Vas en segunda y despacito. A mí, cuando canto pop, me gustaría sonar como las inglesas que parecen llevar un chicle en la boca. En realidad, ¿quién quiere lo impecable si no hay un sentimiento detrás? Me empeño en que cuando hay que expresar angustia, odio o desesperación, el color de la voz sea totalmente distinto a cuando refleja dulzura o amor desesperado. En eso nos enseñó mucho Maria Callas. Confesó abiertamente que si se había roto tan pronto es porque se había entregado entera. A veces, las tripas se imponen ante el cálculo y el cerebro.

¿Es cierto que el ánimo del artista deja siempre su impronta en lo que haga?

Algo hay. Somos material sensible y, a menudo, muy vulnerable. Puedes cantar cuanto estás en momentos personales difíciles, pero siempre con una sombra de tristeza en la voz. En mi caso influye mucho. Cuando estoy muy fastidiada emocionalmente ni escucho música ni la hago. Si estoy bien, me paso el día a su lado. Refleja el estado de mi alma. Pero, claro, también somos capaces de inducirnos un determinado estado de ánimo a la hora de interpretar.

¿Eso lo aprendió en el Actor’s Studio donde se preparó?

Yo he llevado a Stanislavski como de serie durante una gran parte de mi vida y he tenido que hacer grandes esfuerzos e incluso terapia para desprenderme del método en la vida real. Uno no puede ir por ahí pensando que domina sus sentimientos y emociones más allá de la escena. Van por libre. Y el trabajo a veces es un martirio porque te mimetizas con algunos roles por peligroso que sea. Ahora ya controlo el proceso y no dejo que me coma el personaje, pero el equilibrio es delicado, porque no debo poner distancia de más porque sale falso. El arte que no se acerca lo máximo posible a la verdad no tiene sentido; no dice nada, no comunica.

“Yo tengo 32 apellidos vascos... Creo que hay que cuidar la cultura de cada lugar, pero eso sólo tiene sentido si es compartido. Aunque, claro, tendiendo puentes, no dinamitándolos”

Por tanto, el mito del artista atormentado es tal cual…

Al final se trata de dejarse la piel en esto de un modo u otro. Me gustaría no ser así porque sería mucho más feliz. O tener la memoria de dos minutos de Dori, la amiga de Nemo, el dibujo animado. Pero si estas comprometido con la vida y con el arte… Claro, no siempre ha de ser un tormento; también es un placer que un poema que acabas de leer te acompañe varios días y te provoque sentimientos y reflexiones. Creo que todo artista que aspire a la excepcionalidad vive en la cuerda floja.

Explicaba Barbra Streisand que mantenía una relación de amor/odio con su voz porque quería que fuera a más, que la nota se mantuviera un segundo más…

La entiendo perfectamente. Pensamos que la poseemos, pero la voz es un ente propio. Yo me llevo muy bien con ella desde que la entiendo. Es un instrumento con cualidades y con limitaciones. Se produce en unos músculos que, cuando eres joven, tienen una flexibilidad que te permite llevarla hasta donde no debería estar porque no es su sitio. Eso acaba pasando factura. A mí me ocurrió. Me quedé sin voz. Tuve que resetear y aprender todo desde cero, como los bebés, sin tener la seguridad de que volvería a cantar. Tardé un año. Y no podía trabajar con nada que hubiera interpretado antes porque la voz tiene memoria y se iba automáticamente a ese lugar que me perjudicaba. Afortunadamente volvió y desde entonces me ha demostrado que, si la respeto, me puede llevar a sitios donde nunca pensé que llegaría. Pero, claro, cuando empiezas quieres demostrar lo que eres capaz de hacer. Como decía el maestro Alfredo Kraus: “Hay que cantar con los intereses sin tocar el capital”. Dosificarse, enseñar y esconder. La máquina no puede ir siempre a mil por hora.

¿Cómo descubrió su voz?

Jugando. Con seis años ya cantaba; me servía para expresarme. La descubrí a la vez que el sentimiento. Mi padre, que dirigía el coro, era el músico profesional de la casa. Me regaló el primer álbum de opera que cantaba una señora a la que yo llamaba “la Callas”, como había escuchado en el No-Do; no “la Calas”, como se pronuncia. Mi juego favorito era acometer las arias. Con siete u ocho años me atrevía con La Gioconda, ¡qué disparate! Pero lo importante no es que lo hiciese mejor o peor. Es lo que sentía al cantar. Eso entró en mí entonces y todavía me acompaña.

¿Por qué cree que el vasco es tan de cantar?

Por el clima, quizá. Esas montañas con nieblas, esos paisajes como encantados... Somos un pueblo, en general, hacia adentro. Nuestras canciones son muy sentidas; parecen haber brotado de un largo silencio. El vasco es el sosiego, como el andaluz es la alegría y la espontaneidad. Cada vez que nos reunimos, casi siempre al final de una buena comida donde no faltan unos buenos vinos, se destapa el alma y acabamos poniendo música a nuestras penas. A la madre que perdimos o al mar que nos envuelve y se llevó nuestro amor. Igual lo que no contamos lo cantamos.

“¡Con qué impunidad se ha cercenado la cultura, sabiendo que puede resultar tan rentable! Hoy el político es el mayor empresario del país. Si no sabe hacerlo, vamos todos de cabeza”

¿Qué opina de los deseos de independencia que se han manifestado tanto en Catalunya como en su lugar de origen?

A mí esto me viene de largo, claro. Yo tengo 32 apellidos vascos contabilizados, ahora que esto está tan de moda, después del éxito de la película. Si es por eso, soy muy vasca, pero mi trabajo me ha permitido viajar mucho y sé que las diferencias están para contrastarlas. Hay que cuidar la cultura de cada lugar porque es única, pero eso sólo tiene sentido si es compartido. En estos momentos tenemos problemas tan acuciantes y prioritarios que sólo los podremos abordar sumando en lugar de dividiendo. Ahí perdemos todos; nos hacemos más pequeños. Pero, claro, hay que tender puentes, no se pueden andar dinamitando. ¡Ya pasaron los cuarenta años de dictadura, por favor! ¡Y todavía nos están perjudicando! Eso hay que apartarlo y tratar de olvidar cómo, durante tanto tiempo, se fomentó el odio a nuestra diferencia y se intentó suprimir nuestro patrimonio. Con eso tan antiguo en la cabeza no vamos a ninguna parte. Me gustaría sentirme tan catalana como vasca. Querría decir que he aprendido a compartir, que es algo tan básico que lo enseñan en la guardería.

Habla de problemas prioritarios. ¿Cuáles son, en su opinión?

La falta de conciencia y de solidaridad y, por tanto, la corrupción. Pero la que más me preocupa es la que está en la calle. Hasta hace poco no estaba mal visto defraudar a Hacienda e incluso había gente que iba preguntando cómo podía evadir impuestos como si fuera la cosa más normal del mundo. Y eso no es así, porque lo que uno roba, lo pagamos los demás, y si a mí me toca contribuir un poco más, me siento orgullosa porque eso significa que se le va a dar una buena educación al hijo de alguien que aporta menos por sus circunstancias. Cuando viví en Estados Unidos aprendí que hay países en los que esto no pasa. Donde tampoco se maltrata a los animales, por ejemplo. Recojo muchos perros abandonados por gente que se cree que tener una mascota no conlleva una responsabilidad y la compra por moda y a los dos días se cansa de ella. ¡Les hacen unas cosas! Como decía el otro día el veterinario al que llevé a uno de ellos, “hijos de puta hay en todas partes”.

“Cuando alguien mete mano en la bolsa común debe saber que roba a su familia, a sus amigos y que hipoteca el futuro de sus hijos. Vivimos en un país muy lazarillo y poco quijotesco”

¿El remedio está en la educación?

Sin duda. Ética, solidaridad y conciencia social deberían ser asignaturas obligatorias, y si no las apruebas, no pasas de curso y además quedas inhabilitado para ejercer un cargo público a la larga. Porque, claro, gran parte del problema es el bochornoso ejemplo que se está dando a los jóvenes por parte de un gran número de políticos que se lo han llevado crudo ante las barbas de todos. Claro, muchos de ellos no son gentes brillantes; ni especialmente inteligentes ni empáticos. No saben idiomas, siquiera. Son personas de historial mediocre que se meten en los partidos para ir ­medrando en el escalafón y todo les viene ancho. Por eso habría que elegir a los que te convencen, mediante listas abiertas. Pero vamos, cuando alguien mete mano en la bolsa común debería saber que le está robando a su familia, a sus amigos y hasta a sí mismo. Y encima está hipotecando el futuro de sus hijos y de sus nietos. Vivimos en un país muy lazarillo y poco quijotesco.

¿Cree, como muchos de sus compañeros, que el maltrato a la cultura es intencionado?

Cinco días necesitaría para explicar lo que pienso de esto y quedarme a gusto. Sobrevivimos por pura pasión. ¡Con que impunidad se ha cercenado la cultura, sabiendo que puede resultar extraordinariamente rentable! Hoy en día, el político es el mayor empresario del país. Si no sabe hacer ese trabajo, vamos todos de cabeza. Hablo de lo mío: íbamos de maravilla hasta hace cuatro años. Se hicieron auditorios, teatros, se invirtió dinero sabiamente hasta conseguir que muchos de los primeros espadas de las principales orquestas europeas fueran españoles. Pues bien, con este tijeretazo se han cargado a la generación de músicos que hubiera mantenido ese lugar de prestigio del que nos enorgullecemos todos y que habla de España como el país inspirado y creativo que es. Estos chavales o se dedican a otra cosa o se tienen que ir fuera a ejercer su profesión. Sólo se me ocurren pensamientos perversos sobre por qué ha ocurrido esto. Y es porque preferirían que fuéramos analfabetos para que no pensáramos tanto, porque les pone en peligro. Pero les ha salido fatal. Han conseguido que el pueblo se eche a la calle.

¿Cuál es ese, según explica, tan temido poder del arte?

El poder de conmover y de trasgredir. Su esencia no está en seguir poniendo el mismo forillo y el mismo pozo de cartón piedra de toda la vida para representar una ópera. Está en arriesgar, en hacer pensar y en sacarnos de la comodidad y provocar que nos removamos en el asiento. Los cubos del Kursaal de Moneo de San Sebastián nos horrorizaron a todos cuando se estaban construyendo y ahora se han convertido en seña de identidad imprescindible. La primera vez que escuché un rap me dieron ganas de salir corriendo y ahora entiendo su indudable expresividad. Si no dejamos que los que nos inspiran, que los que van por delante, nos enseñen, iríamos todavía vestidos con pieles.

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