"Creo que tengo una memoria inhumana"

Bernardo Atxaga

La concesión del último premio Nacional de las Letras Españolas a un escritor en euskera como Bernardo Atxaga va más allá del reconocimiento a una trayectoria excepcional y a todo un faro ético para elevarse a la categoría de profundo gesto simbólico. Encuentro en Vitoria con el novelista, poeta y ensayista que acaba de publicar 'Casas y tumbas' en Alfaguara.

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La generosidad en el trato que dispensa este hijo de carpintero y maestra sólo está a la par de la emoción que irradian sus libros. Desde sus primeros poemas, de finales de los setenta, y su novela Obabakoak, Bernardo Atxaga (Asteasu, 1951) ha buscado ahondar en lo que nos hace humanos, de lo más sublime a lo más terrible, pasando por la gama completa de grises entre ambos extremos. El autor, asimismo, ha mostrado una especial querencia por los paisajes de la infancia, la naturaleza, los animales, el mundo rural, los lazos que nos unen y los conflictos interiores. Pasar un rato con él supone entender que sitúe la conversación en los altares de la experiencia humana pero también su convicción de que nuestra mente es un torbellino indomable que la literatura ordena y da sentido. “Todo se me hace teoría en la cabeza”, se excusa ante su propensión a dilatar las respuestas buscando la precisión, el matiz y la complejidad de lo tratado, exorcizando todo peligro de incurrir en el lugar común.

“Este libro me empuja a hablar de lo que había permanecido más callado y cerca del subconsciente, destapar ese mundo que el tiempo no ha rebajado”

Su nuevo libro, Casas y tumbas (Alfaguara), partió de un urraca que se elevó desde un campo de patatas y acabó siguiendo a unos pocos personajes a través de los años, mostrándonos su amistad, amor, dolor, odio y vulnerabilidad. Posiblemente esta es la más libre y juguetona de sus obras, hasta el punto que podría suponer su última novela. Atxaga se las ingenia para introducir guiños a la novela de misterio a lo Agatha Christie y a las películas del Oeste, y en ella tiene tanto peso un jabalí en apuros que un reality en el que se lucha contra la obesidad. “Ya no estoy interesado en el género, mis prioridades radican ahora en explorar otros territorios, en seguir pistas que me lleven por caminos diferentes y desemboquen en textos no canónicos. Espero no volver a la novela al modo de un latin lover que a los 70 años regresa a los escenarios impelido por la presión social, o de un petimetre que se deja arrastrar por la corriente y sólo busca complacer”.

Venía de Días de Nevada, un libro muy personal, muy cercano y autobiográfico. ¿Con qué ánimo y aspiraciones encaraba este nuevo proyecto literario?

Quería entrar en terrenos en los que nunca antes lo había hecho, terrenos que están en lo más profundo de mi memoria emocional. Este libro me empuja a hablar de lo que había permanecido más callado y soterrado, más cerca del subconsciente, ha sido un poco como destapar ese mundo, que el paso del tiempo no ha rebajado un ápice. Yo a esto lo llamo “el fondo de algún rincón de mi cabeza”.

¿Qué era lo que yacía más agazapado en ese rincón?

Por ejemplo lo que vi y sentí en un colegio en una pequeña ciudad de Francia. Recuerdo que lo estaba pasando fatal, aunque un amigo, que vendría a ser Elías en el libro, aún sufría más; llegué directamente de un pueblo de 1.500 habitantes de la Gipuzkoa rural y me encontré con que todos los alumnos eran de clase alta, incluso aristocrática, de modo que me resultaba un ambiente completamente ajeno. Era consciente de que mis padres habían hecho un gran esfuerzo para enviarme ahí aquel verano y les escribía postales en las que le hablaba de lo feliz que era, rodeado de parques, frontones y canchas de baloncesto. Cuando aún hoy pienso en aquel espacio, me viene a la cabeza el ruido de las hojas del parque mecidas por el fuerte viento… y es una pesadilla . Esto estaba dentro de mí pero no me atrevía a afrontarlo.

“Abrir un libro obliga a desestimar los aparatos electrónicos, hay un cambio de forma de estar. El objeto libro te va obligando a un itinerario diferente del imperante, te lleva a otra forma de vida, comer pausadamente, ir al cine en vez de ver la tele...”

También moldea recuerdos mucho más divertidos, como sus esperpénticas experiencias con un urraca mientras realiza el servicio militar en el cuartel del Pardo, con Franco aún vivo y el actual monarca emérito acudiendo a cacerías.

Sí, ahí mis vivencias fueron sin duda tragicómicas. Creo mucho en los gags en medio de lo dramático, que la literatura no se convierta en un lamento, porque antes de esto creo en la tranquilidad que confiere la aceptación de las condiciones que nos ha tocado vivir.

En el epílogo lleva a cabo una loa de la minucia como combustible literario.

Cuando escribo con sinceridad hago un sobresfuerzo por meterme en la memoria, creo que mi memoria es inhumana, me acuerdo de cientos de miles de cosas y, entre las que elijo como material literario, procuro seleccionar los detalles significativos. A mi modo de ver la literatura siempre parte de una minucia, de un detalle, de lo extremadamente concreto, de algo que llama la atención de los sentidos. Desde esta perspectiva, es justamente lo opuesto de la teoría. El escritor, exagero si quiere, es lo contrario del intelectual, opera de forma opuesta. El intelectual trabaja en la generalización, es como el avión que sobrevuela un paisaje y ve las cuadrículas del campo, las casas, los colores básicos… y trata por definición de hacer algo panorámico. El trabajo del escritor empieza por el otro lado, por una minucia. Tolstói arranca Hadjí Murat con un cardo machacado, Proust con una magdalena, y hay cien mil ejemplos. Más: he leído muchas teorías sobre el nazismo y algunas, con Adorno a la cabeza, son brillantes. Ahora bien, coges los diarios de Victor Kemplerer y descubres hechos como que a los judíos residentes de Dresde se les privó de sus gatos y perros. Nadie se fija en un gato desde la teoría pero, para aquella gente, su gato era gran parte de su sostén afectivo en un contexto asfixiante.

La literatura es enemiga de la generalización.

El escritor no puede hablar desde la abstracción, yo, que soy vasco, no puedo hablar en nombre de los vascos, como tampoco puedo hablar de la gente mayor de sesenta años, sería de una generalización tremenda. Debo llegar a algo objetivo a partir de lo pequeño. Para no caer en lo trivial, la única garantía es fijarse en lo que ha quedado grabado, en lo que unos llaman alma y otros espíritu o memoria, lo inamovible que es prueba de que contiene algo significativo y que, por tanto, garantizará que el lector reconozca algo de su propia vida.

“A mi modo de ver la literatura siempre parte de una minucia, de un detalle, de lo extremadamente concreto, de algo que llama la atención de los sentidos”

“Todo se mueve, y lo que más se mueve es lo ingrávido, lo que hay dentro de nuestra cabeza y acaba transformándose en palabras, gestos, cambios de tono y otras expresiones”, afirma en Casas y tumbas. ¿Un buen libro es un intento por dar forma y sentido a una ínfima parte de ese incesante flujo colectivo?

Sí. Por eso la literatura es tan importante, porque intenta atrapar todos esos infinitos movimientos, que van incluso más allá de la conciencia, y donde lo bello y lo siniestro son colindantes. Siempre que voy a un funeral, me digo: “Si ahora se me permitiera el acceso a los pensamientos y sentimientos de los reunidos, cuánto sabría sobre la naturaleza humana”. Un ejemplo: cuando en ¡Escríbelo Kirsch!, el diario de guerra que escribió el cabo del ejército austro-húngaro Egon Erwin Kirsch, leo que los soldados arriesgaban la vida por dos cigarrillos, y que tras dos meses en el frente se habían olvidado de las mujeres o del sexo para centrarse en la necesidad de conseguir tabaco, me digo: “Bien, Kirsch, bravo, la vida es así, nosotros somos eso”. Pasajes así forman parte de lo que está más allá de lo que se dice, y la verdadera literatura se coloca en este margen.

Casas y tumbas es un hilado de muchas historias que van estableciendo conexiones entre sí, algunas de evidentes y otras de muy sutiles. Invita a una lectura reposada y atenta.

En vez de hacer una novela decimonónica o bajo el influjo televisivo, con una cronología seguida, recorrer una cinta de punta a punta, yo he cortado la cinta en diversos trozos. Pero al acabar te das cuenta que estos trozos crean una esfera, se reconoce el dibujo entero, siempre, claro está, que se practique una lectura tranquila. ¿Puedo explicarme?

Por supuesto.

La lectura, además de todo lo que se dice que procura (formación, entretenimiento…), obliga a una forma de vida diferente a la que hoy es dominante. Nos acerca incluso a la ergonometría, es decir, a las posturas que adquirimos. Según la cultura dominante, la postura ergonómica más frecuente en casa es la de una persona sentada en el sofá y mirando de frente a un aparato. Si tú propones la lectura como un cambio de vida, el trabajo ya está medio hecho porque invita a echarse en la cama con una buena lámpara o a buscar la luz natural junto a una ventana. Abrir un libro en un tren o en una playa obliga a desestimar los aparatos electrónicos, por lo tanto hay un cambio de postura, de forma de estar, ya no te digo si a la escena le añades un lápiz que obliga a pensar, detenerse y subrayar. El objeto libro te va obligando a un itinerario diferente del imperante. La lectura te fuerza a estar en el momento. El libro es algo que te lleva a otra forma de vida, que se asocia con comer pausadamente, con ir al cine en vez de quedarte en casa viendo la televisión… Una forma de vida más ceremoniosa.

“Estudié Económicas y nunca soporté trabajar en un banco, luego traté de ser profesor y tampoco funcionó, hasta llegué a ejercer de vigilante nocturno en Bilbao”

¿Diría que, de alguna manera, en el amor a la lengua vasca está el origen de todas sus obras?

No. Las razones para escribir están mucho más adentro que la lengua. En el origen de todo lo que he hecho yace un desequilibrio personal, un desajuste en mi forma de ser, no he sido una persona capaz de adaptarme a un tipo de vida normal, siempre he pensado que, de no haber salido adelante lo de la literatura, habría acabado mal, en el sentido de ser una persona sin oficio ni beneficio. Estudié Económicas y nunca soporté trabajar en un banco. Luego traté de ser profesor y tampoco funcionó. Hasta llegué a ejercer de vigilante nocturno en Bilbao. En la literatura seguramente encontré el único modo de vida en el que me sentía cómodo.

“Hay escritores que se valen siempre de los mismos elementos y los mismos motivos. Yo soy uno de ellos. (…) No hay nada premeditado”, confiesa en su último libro.

Todo sale como de los fondos de la memoria, de una vasija en la que hay multitud de restos que tú agitas y afloran. En otro territorio es lo que quizá hace el psicoanalista con el paciente. Yo me lanzo a escribir y el contenido de la vasija se pone en movimiento. Y lo cierto es que brotan siempre los mismos motivos: el concepto del doble, los animales, paisajes solitarios, canciones… Primero me preocupaba repetirme pero luego me tranquilicé, son muchos también los pintores a los que identificas porque vuelven sobre unos mismos temas. Los escritores que van cambiando de escenario y de género me parecen un poco de visitante de bazar. Yo no voy a ningún bazar. No por utilizar cacharritos diferentes te va a salir mejor. Prefiero recurrir a elementos que me son cercanos. Además la gran ventaja de la literatura es que uno coloca un jabalí en tu historia y conecta con una tradición, con los clásicos, tiende un puente inmediato con Homero, por ejemplo.

“El estereotipo sobre el campesino está relacionado con el clasismo de la gente de la ciudad, es la contrafigura del señorito, aquel que se ve guapo, fino, rico, culto, feliz”

Casas y tumbas alterna entre el mundo rural y el urbano, a los que llama “el viejo y el nuevo universo”.

El mundo de mi infancia son zonas antiguas, en las que no hay Freud ni Marx ni Lenin, ni existe nada que se llame vacaciones. Fijémonos en el lenguaje psicoanalítico. El panadero te puede soltar ahora un “hoy tengo un día muy paranoico o esquizofrénico”. Antes, allá donde no llegaba este léxico, la interioridad, la subjetividad, lo que no contaba con una expresión clara, necesitaba muchas veces acudir a lo sobrenatural para encontrar formulación, recurrir, por ejemplo, a los fantasmas. La televisión lo cambió todo, barrió con el mundo antiguo. Lo que hoy llamamos con rimbombancia “el mundo global” es todo herencia de ella. La televisión transforma desde el interior de las mentes al interior de las casas. Antes de su llegada, el comedor se utilizaba dos o tres veces al año, para las citas solemnes. No existía sala de estar. La cocina era el núcleo del hogar.

“Hay quien se asombra de que en el mundo rural, muchas veces iletrado, brillen la finura espiritual o la inteligencia”, escribe en la novela.

Del mundo rural lo primero que hay que decir es que casi nunca es como se describe. Aquí entramos en el mundo terrorífico del estereotipo, enemigo número uno de la literatura. La literatura debe luchar contra él. El estereotipo sobre el campesino está directamente relacionado, como casi todo, con el clasismo de la gente de la ciudad, es la contrafigura del señorito, aquel que se ve guapo, fino, rico, culto, liberal y feliz. Colette, con su sagacidad habitual, dijo que para mucha gente el hecho de haber nacido en París les imbuía de una especie de grado aristocrático, como si fueran un poco conde o marqués. Buena parte de los insultos que te encontrarás en un diccionario del maldecir son sinónimos de campesino, como palurdo, que en realidad significa campesino joven.

Como si detrás de cada campesino no hubiera una personalidad propia y diferenciada.

Claro, pero aún podemos ir más allá. No deja de sorprenderme que la gente hable de la identidad como si fuera algo fijo, basta pensar en lo diferente que puede llegar a ser una persona si está sobria o ebria. Una persona, o un personaje, con una identidad incólume, es decir, un cliché, tiene tanta correspondencia con un individuo de carne y hueso como con el monigote de una señal de tráfico.

“La televisión transforma desde el interior de las mentes al interior de las casas. Antes de su llegada, el comedor se usaba dos o tres veces al año, para citas solemnes. No existía sala de estar. La cocina era el núcleo del hogar”

No sé si estaría de acuerdo en que la amistad es el gran tema que atraviesa Casas y tumbas, vínculo que asocia al amor y a la conversación enriquecedora.

La amistad es el eje del libro y sin duda en el concepto de amistad está englobado el del amor. La amistad es la base general de todo afecto. Cuando un matrimonio va muy bien hablamos de un caso de extrema amistad. También estoy convencido de que el gran placer de esta vida, lo mejor de lo mejor, es la conversación y los amigos, los cuales siempre van juntos. Y es aquí cuando podríamos colar a la lectura, pues da pie a buenas conversaciones, no a las propias de ascensor.

¿Podemos considerar un gesto muy significativo el hecho de que Premio Nacional de las Letras Españolas haya recaído en un autor en lengua vasca?

Volvamos a los diarios de Victor Klemperer, donde da fe de los terribles sufrimientos de los judíos que, como él, vivían en Dresde durante la Segunda Guerra Mundial. En una de sus páginas, cita una frase de la Biblia –“La casa del Padre tiene muchas habitaciones”–, y afirma que nadie tiene derecho a llamarse liberal si no la suscribe. En una casa, en una sociedad, en un país, debe haber sitio para todos. España debería ser, en ese sentido, un estado en el que todas las diferencias tuvieran habitación. Por eso digo que este premio tiene un valor simbólico, no sólo práctico. Indica que algunos constructores, algunos políticos, están trabajando en la buena dirección. Es lo contrario de lo que hace la extrema derecha. Que el señor (Pablo) Casado acuse a los que no piensan como él de “traidores a España”, indica que la casa que él y los de su cuerda tienen en mente sólo dispone de una habitación. Muy estrecha, por cierto. De las dimensiones de un ascensor, digamos. ¡Qué asfixia!

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