"Los libros no son medicinas que lo curan todo”

Cornelia Funke

Durante tres décadas, millones de niños han hallado su edén literario en las páginas de Cornelia Funke, autora germano-californiana, creadora de universos de fantasía únicos y lúcida analista del mundo real, desde el papel de la escuela hasta la ascensión de Trump.

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Cornelia Funke (Dorsten, 1958) hace honor a su apellido, que en alemán significa chispa. A lo largo de su carrera, esta escritora referente de la literatura infantil y juvenil ha escrito y dibujado mundos fantásticos dotados de una electricidad cosquilleante. Suyas son las series Reckless o Corazón de Tinta, que han vendido millones de ejemplares en todo el mundo. Sus seguidores están de enhorabuena con la aparición de una novela tan deseada como poco esperada. Siruela publica La pluma del grifo, la segunda parte de El jinete del dragón, una aventura aparecida por primera vez hace 19 años. Desde su nueva casa en California, y aún perpleja por la elección de Donald Trump, Funke explica a Magazine por qué es una defensora de los beneficios de la lectura (y de aquellos medios tecnológicos que ayuden a explicar buenas historias) y por qué es partidaria de modificar el actual sistema escolar para reducir horas de clase y dar más libertad a los alumnos.

Los niños que tenían 12 años cuando apareció El jinete del dragón, ahora, cuando sale la segunda parte, ya tienen 24. ¿Cómo ha pasado tanto tiempo?

Nunca pensé que escribiría una secuela. Hablamos de 12 años, pero en realidad la primera edición en alemán ya tiene 19. Durante todo ese tiempo miles de lectores me han ido preguntando cuándo haría la segunda parte. Lo tuve en mente todo el tiempo y lo intenté hasta tres veces, pero siempre me salía una historia muy ­parecida a la primera y me decía: “No vale la pena”. Sucedió que hace dos años inicié un proyecto digital con varios artistas sobre El jinete del dragón, un cómic. Y en el proceso me entró mucha nostalgia, me senté al escritorio y la segunda parte salió enseguida.

En cada capítulo de La pluma del grifo hay un encabezamiento con citas de Montaigne, Primo Levi, Oscar Wilde, Amelia Earhart, Shakespeare… ¿Es una invitación a los lectores jóvenes a amar a esos autores o personajes cuando sean mayores?

Me gusta ofrecer las voces de otros autores en mis libros porque proporcionan otras perspectivas e historias en las que aventurarse. En este libro, además, aparecen citados autores que yo admiro, que dan esperanza con sus escritos y luchan con pasión por los ideales que defienden, así que sí, es una introducción para ellos. A lo mejor les suena alguno o incluso lo han leído. La idea es que no quiero salir sola a defender y preservar el mundo en el que vivimos con mis escritos, sino acompañada con autores con los que conecto.

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Si pudiera tomar prestado algo a alguno de estos autores, ¿qué sería?

Los músicos toman prestado y también los cineastas, pero los escritores tenemos un punto de timidez al respecto. Para mí hacerlo sería como copiar. De hecho, cuando escribo historias de ficción nunca leo historias de ficción porque, de lo contrario, empiezo a sonar como ese autor…

¿Escribe cada día?

Sí, no hay día que no escriba algo. Como el café o el chocolate, necesito escribir cada día. A veces es poca cosa, a veces es un pensamiento que te viene y tienes que anotar, o una cita de alguien. Tengo muchos cuadernos para cada proyecto, en total unas 20 carpetas, ahora estoy trabajando con cinco a la vez, tres libros y dos historias cortas. Me obligo a ser muy ordenada, así puedo saltar de una historia a otra sin ­confundirme.

Usted es famosa por reescribir sus historias una y otra vez antes de dar el visto bueno. ¿Cómo sabe que llega el momento?

La historia me dice cuándo está lista; bueno, eso y que hay fechas límites (risas). Pero no lo entrego a mi editor antes de que esté convencida. Lo leo en voz alta y eso me dice mucho…

¿Hay algo físico?

Sí, en efecto, es como un cosquilleo que me dice: “Ahora ya está bien”.

Su norma básica para escribir es: “Siempre lleva un boli contigo y si te llega una idea escríbela donde sea, en el brazo”.

Si no lo haces en ese instante, se te va a olvidar y te vas a arrepentir, le pasa a todo el mundo. Las ideas son como pompas de jabón que flotan y que tienes que coger muy suavemente para que no se rompan. Son como seres vivos que aparecen y desaparecen, y antes de que eso pase tienes que anotarlas.

¿Va a por ellas o vienen a buscarla?

Normalmente, las ideas vienen a mi encuentro, aunque a veces no vienen a ayudarme, sino a engañarme y mantener sus secretos…

¿Y los finales, cómo llegan?

Nunca sé el final antes de empezar, siempre llega a medio camino; si no, es muy aburrido. Nunca sé adónde me llevará la narración, a veces tengo escritas 400 páginas y no tengo el final. Es una aventura, y en ella los personajes tienen margen para desarrollarse y crecer.

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En todo caso, no da la impresión de que usted viva en una torre de marfil...

Mucha gente se cree que, como explico historias fantásticas, vivo en otro mundo, y yo les digo que todo lo contrario, que me gusta el mundo real. Mi película favorita es El laberinto del fauno, de Guillermo del Toro, donde la realidad política está mejor expresada introduciendo un mundo de fantasía. Yo escribo fantasía para explicar la realidad. Todo lo que pensamos pertenece a este mundo.

Lleva 30 años escribiendo…

Anda, pues es cierto. La verdad es que no lo había pensado. A veces me olvido de la edad que tengo.

...¿Cree que la lectura es un antídoto a la velocidad de la vida, de nuestro mundo?

Lo es, en efecto. Me gusta esa idea de antídoto. Cuando desayuno siempre tengo un libro entre manos, y sí, me aísla, me deja en un mundo sin tiempo, y te transporta, como si fueras otra persona, antes del frenesí de los correos electrónicos y del trabajo, de la locura de moverte, de actuar y reaccionar, todo a gran velocidad. Es como si el tiempo fuera líquido, como si pasaras del presente al futuro. Cuando leo tengo esa sensación de encuentro con otra mente en algún lugar. Cuando vivía en Alemania, de pequeña, era aún más intenso y mágico: abrir el libro era abrir muchas ventanas.

En este último libro, y en muchos de los que ha escrito, se juntan dos conceptos que pueden parecer antagónicos: la lectura como viaje y como refugio, irse y quedarse.

¡Por supuesto! A veces eso no es fácil de ver. Siempre quiero que mis libros sean refugios en la tempestad. Es lo que me gusta. El creador intenta eso, el pintor, el escritor, el músico ofrece cobijo en medio de la tormenta del mundo, pero esta tiene que oírse porque si no el refugio es una mentira. La gracia con los libros es que puedes llevarte el refugio donde quieras.

¿Es posible que su éxito se base en que sus libros no llevan azúcares añadidos?

(Risas) Eso me lo tomo como un cumplido. A lo niños no se les puede mentir, ni edulcorarles las historias, porque a su manera conocen el mundo mejor que nosotros. A medida que nos hacemos mayores, tendemos a almibarar las cosas, porque sabemos que algunas son insoportables. Sucede que mientras los niños no tienen todavía esa armadura, no pueden protegerse de lo que ven, que es un mundo cruel. Eso es precioso. Los niños dicen “antes de nacer, ¿dónde estaba?” o “moriré, ¿dónde iré entonces?”. Si hablamos de cuentos, no les digas que el lobo y el corderito son amigos.

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Durante décadas se impuso esa cultura del cuento de hadas dulzón, en parte por Disney, que ha suavizado o borrado la crueldad de muchas historias clásicas…

Eso es cierto, aunque a mí me gustaban las películas de Disney. Ahora conoces las historias originales y ya no te gustan tanto, pero daban esperanza. El equivalente de Disney hoy día podría ser Pixar, y sus películas saben dulce, pero es un azúcar bueno, hay mucha más sabiduría y realismo en ellas, y también honradez cuando tratan las relaciones humanas. Hay dos vertientes de la cultura americana, la almibarada y la que produce obras maestras como Toy Story o la serie Mad Men.

También seguimos alimentándonos todavía de los cuentos de los hermanos Grimm.

Sí, los Grimm los adaptaron en el siglo XIX de la tradición literaria medieval y les dieron un final feliz, porque ese concepto no existía siglos atrás. En sus cuentos, el caballero siempre regresa a casa, algo que nunca pasaba en las viejas historias. Ellos las suavizaron.

Hay una edad crítica, entre los 11 y los 13, en las que niños que devoran libros sin parar, descubren otras maneras de ocio, como los videojuegos. Muchos padres intentan revertir la situación para acabar dándose cuenta de que no se puede ir contracorriente…

Hay que dejar de pensar que los libros son vacas sagradas o medicinas que lo curan todo. Es una idea ridícula porque hoy en día, ahí fuera, se publican un montón de libros terribles. Hay que abrirse a las posibilidades de otros medios. Yo también soy ilustradora, lo digo porque admiro el poder de una película igual que el que tiene la letra impresa. Creo que tenemos que educar a nuestros hijos en las nuevas tecnologías, ayudarles para que ellos creen sus propias historias. Ahora mismo, la mejor literatura es la que ves en las series de televisión. Hoy en día, Dickens o Shakespeare escribirían para la tele.

Antes, el libro se asociaba con la idea de verdad, ahora hay muchos más caminos.

Los niños leen todo el tiempo, a veces no nos damos cuenta. Mi hijo no era un ávido lector, escuchaba audiolibros mientras hacía otras cosas. Ahora se dedica a la música. Nunca se me ocurrió decirle “tienes que leer”, igual que nadie dice “tienes que empezar a tocar el violín” o “ponte a pintar”. Eso tiene que salir de dentro. Phillip Pullman, el escritor inglés, solía decir que era muy fácil hacer leer a un niño, bastaba con decirle: “No leas ese de ahí, está lleno de sexo y crimen”.

Los niños hacen lo que ven…

Claro, muchos adultos tampoco leen. Oigo aquello de: “No leen, están todo el día con el teléfono”, pues igual que nosotros, que estamos todo el día con el teléfono. Cuando los padres se me acercan y me dicen “Estoy preocupado porque mi hijo no lee”, yo les digo que lo que a mí me preocuparía es que mis hijos no tuvieran una vida.

Hay días en los que que no tienen tiempo para leer...

Hoy en día los niños van al colegio, hacen sus deberes, están controlados permanentemente. Yo, de niña, no vivía así, iba al bosque a construir una cabaña y creía que era invisible y nadie me veía. Eso ya no pasa con nuestros hijos, que tienen que comportarse, los pobres, como pequeños adultos en un mundo aburrido de mayores.

Otra arista de este prisma es la escuela: voces como la de Ken Robinson la acusan de matar la creatividad. ¿Qué se puede hacer, en su opinión?

Menos horas de clase, para empezar. A los niños no les puedes cortar las alas enviándolos tantas horas al colegio y devolviéndolos a casa con un montón de deberes. Así no tienen tiempo de aprender sobre ellos, de vivir o ir a buscar el mundo. Especialmente entre los 14 y los 18 años, un momento en que estás muy ocupado creciendo, tu cuerpo cambiando, todo en ti está cambiando. Lo que necesitas es gestionar eso en vez de estar tragando un montón de información innecesaria. ¿Cuánto utilizamos en nuestra vida de lo que aprendimos en el colegio? ¿Un 5%? La escuela, muchas veces, empequeñece al alumno.

¿Está usted escribiendo mucho?

Ahora mismo no demasiado, sobre todo estoy ilustrando y he cambiado de casa, me he mudado, a la montaña, pero cerca de la playa de Malibú y, además, he comprado un terreno de 10 acres para iniciar un proyecto de conservación medioambiental…

Eso suena a que ha encontrado su paraíso en La La Land-Los Ángeles.

Odio esa película. La odio. Es una película de plástico, la ciudad es muy distinta.

Entonces sería mejor decir exoplaneta…

Eso me gusta más. Malibú es extraño: hay mucha gente rica, tiene un punto glamuroso y también de ir por casa. Oyes los coyotes por las noches. Estás en la montaña, pero ves el mar. No me gusta vivir en una casa junto al mar, te hace sentir que estás de vacaciones todo el tiempo.

Uno de los símbolos que definen su trabajo es el espejo, lo que hay delante, detrás y en medio de él. ¿Tiene muchos en su nueva casa?

No muchos. Nos miramos demasiado al espejo, y me incluyo. A veces me pregunto cómo sería la vida sin ellos.

¿Cómo se ve la vida desde California comparada con la de Europa, donde vivía antes?

De entrada, tras 12 años viviendo aquí, me siento californiana. Esto es muy distinto de Europa. Estados Unidos, Australia, Canadá o Nueva Zelanda son países cuya cultura se están redefiniendo constantemente, nada que ver con los países europeos, que están marcados por siglos y siglos de historia. En California, la comunidad latina o la asiática tienen cada vez más peso cultural. El país se define a través de la inmigración por mucho que nuestro presidente lo niegue. Aquí se hablan 120 lenguas, todo el mundo viene de fuera, pero están en casa. Si viviera en España, sería “la alemana”. Aquí, no, aquí tienes la sensación de que el futuro está llegando, en Europa siempre arrastras ese peso histórico.

Aunque California sea una burbuja… ¿Es muy deprimente vivir en un país gobernado por Donald Trump?

Para mí, Trump es un símbolo muy crudo de lo que está pasando en el mundo. Después del voto del Brexit, las cosas se ven muy claras: la ultraderecha está creciendo. Cuando fue elegido, estaba pasando unos días en Hamburgo. Y la gente me preguntaba: “¿Vas a volver?”. Y yo les decía: “Ahora sí que tengo que volver, a ejercer de ciudadana, a luchar por lo que creemos justo”. Lo realmente interesante es que la elección de Trump ha provocado que muchos demócratas y liberales despierten y espabilen. Todos los estudiantes vuelven a estar politizados como en la guerra de Vietnam. Creo que América se va a rebelar.

Por cierto, el Nobel de Literatura se concede desde 1901 y, con la excepción de Isaac Bashevis Singer, ninguno de los galardonados se ha centrado en contar historias para niños y jóvenes.

Eso es el debate que hubo con Astrid Lindgren (creadora de Pipi Calzaslargas), candidata muchos años y nunca se lo otorgaron. Me gustó que se lo dieran a Bob Dylan, pero luego el muy idiota no fue a recogerlo.

Con Dylan se ha abierto otra ruta...

Creo que ya sería hora de que se honrara a la literatura infantil y juvenil con el Nobel, lo que pasa es que los niños son ciudadanos de segunda. Siempre hay adultos que se me acercan en actos a los que voy para decirme lo bien que han preguntado los niños y qué inteligentes que son. Y yo les digo que sí, que como siempre. Las preguntas estúpidas las suelen hacer los adultos. En fin, respecto al Nobel, nada va a cambiar. No lo necesito, yo ya soy feliz porque escribo para los indefensos, para los que nadie espera que ganen nunca.

¿Y si se lo dieran?

Igual tampoco iría, como Dylan. (Risas)

Ha vendido más de 20 millones de libros. ¿Eso es como tener superpoderes?

Sí, tengo mis momentos. Es una locura, es fantástico. Estuve en India el año pasado, en el festival literario de Jaipur; había cien chavales haciendo cola, me abrazaban. También en Nueva Zelanda, allá donde voy me quieren, aunque no me conozcan.

Como al papa de Roma.

No, mejor. Yo no tengo que lidiar con todos los problemas que tiene el Papa (risas).

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Manifiestos políticos infantiles

Las historias y los dibujos (incluidos en estas páginas) de Funke constituyen un reflejo político del mundo real. En el prefacio de La pluma del grifo (Siruela), Funke expone: “No he escrito esta historia para los que quieren gobernar el mundo o para los que necesitan demostrar que son más fuertes, más rápidos o mejores que los demás. Esta historia es para aquellos que tienen el coraje de proteger en vez de dominar, de preservar en vez de saquear y de conservar en vez de destruir”.

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