"Quiero dar poder a los marginados"

Elif Shafak

Reciente finalista del premio Booker, Elif Shafak se ha convertido en azote del autoritarismo en Turquía, país donde no tiene miedo de regresar y donde es la escritora más leída gracias a novelas delicadas y críticas. La última la protagoniza Tequila Leila, una prostituta que no se rinde ni muerta

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La palabra de Elif Shafak (Estrasburgo, 1971) se agranda con el paso del tiempo, ya sea en sus charlas, donde defiende con pasión la igualdad de género y el fin de la discriminación de la mujer, de las minorías étnicas o del colectivo LGTBI; ya sea en sus artículos, donde pone los puntos sobre las íes respecto al creciente ultranacionalismo y la deriva antidemocrática en Turquía; ya sea evocando en sus novelas las poderosas contradicciones de ese país y la fuerza de su gente. En su última obra, Mis últimos 10 minutos y 38 segundos en este extraño mundo, publicada por la editorial Lumen, Shafak da vida (y muerte) a Tequila Leila, una prostituta que rememora su vida en ese tiempo, el que le queda de vida cerebral. El libro es un misil contra el patriarcado, contra la violencia sexual, el abuso de menores y un canto sobrecogedor a la amistad. Encuentro inolvidable con la autora turco-británica en la muy teatral calle de Haymarket, en Londres.

Parece que haya escrito este libro para impresionarse a sí misma.

Lo que intento en cada trabajo es que me conmueva, que me emocione y me haga pensar. Dicho esto, este es muy especial: lo escribí en un momento en que no podía ir a Turquía, pero me pasaba el día escribiéndole una carta de amor a Estambul.

¿Se escribió también la historia para usted?

¿Sabe? Intento no pensar cuando escribo. No pensar quién la leerá, qué pensarán al abrir sus páginas. Nunca he sido la escritora de las élites culturales y políticas turcas, que me han tirado toda la basura imaginable. Pero siento que he conectado con los lectores, y eso es un tesoro. Con todo, al final, cuando estás sola, estás inmersa en la historia, y me apeo del mundo. En ese momento lo imaginario es mi realidad.

No sólo empieza por el final sino que su primera palabra es “Fin”. Agnès Varda lo hizo en Sin techo ni ley. La protagonista aparece muerta en el primer travelling.

La verdad es que empezar así era muy arriesgado, y apostar por una historia así, también. Te preguntas: “A ver, ¿vas a escribir una historia sobre una prostituta muerta en Estambul? ¿Quién va a querer leer algo así?”. Pero una voz me decía que siguiera adelante. Yo creía en la historia y creía que no era deprimente a pesar de que trata de la muerte, del acoso sexual, del abuso de menores… no son temas fáciles, ya sé, pero la historia es un canto a la vida, que te reafirma en la esperanza, en el amor, la diversidad y especialmente en la amistad.

La primera parte es dramática, claro. Pero en la segunda logra un punto de humor, de farsa. ¿Cómo logró ese equilibrio?

Me la jugué. A veces, el lector que quiere una historia triste no quiere saber nada del humor y viceversa. Pero en la vida, la tristeza y el humor conviven. Es algo que me intriga, sobre todo si hablamos de Estambul, donde nada esta separado, donde todo coexiste a base de chocar todo el tiempo.

Uno de los ejes de la novela es la idea de cómo el cuerpo se muere pero, en algunos casos, el cerebro puede seguir teniendo actividad durante 10 minutos más. ¿Lo leyó y se le ocurrió escribir?

Sí, esa es una de las dos ideas. Me gusta leer de todo, salir de mi zona de confort, filosofía, historia, ciencia política y neurociencia, pero eso último me cuesta más. Todavía es un enigma para los científicos, porque no es un caso que se dé siempre. Se ve que la parte del cerebro que se mantiene activa es la de la memoria a largo plazo. ¿Qué recuerdan? ¿Lo bueno, lo malo?

¿Cuál fue la segunda idea que la propulsó?

El cementerio de los olvidados.

Hay una foto, al final del libro, que desmonta cualquier idea mínimamente romántica. Parece un vertedero.

El lugar existe. No hay lápidas, ni nombres, ni flores. Hay alguna parte algo más arreglada, pero casi todo es tierra con palos clavados con números. A veces, por la lluvia, la nieve, el viento, el número desaparece, como si no hubieras existido nunca.

Es una imagen muy poderosa.

Me entró la curiosidad y empecé a buscar recortes en la prensa, investigar. No es fácil, pero cuando lo logras te das cuenta de que hay trabajadores del sexo, rechazados por sus familias, gente que murió de sida, bebés abandonados, suicidas y refugiados ahogados. Es un lugar que convierte a los humanos en números. Yo quise revertir eso.

A medida que corre la cuenta atrás del latido cerebral de la protagonista, Tequila Leila, el lector espera un milagro, porque se enamora de ella irremisiblemente.

Ah, eso es interesante. Ese amor creo que llega porque Leila es fuerte y frágil, prisionera y libre, contradictoria. Sí, intenta ser libre en un mundo muy patriarcal, pero eso no significa que sea una víctima, que sea débil. Como escritora siempre me han interesado los silencios, la gente marginada. Hay una parte de mí que quiere dar poder a los desamparados, voz a los silenciados.

Leila es una resistente desde el minuto cero de su vida: le cuesta un buen rato nacer, llorar, y otro buen rato morir.

Nace en una familia polígama, sin saber cuál de las dos mujeres es su madre. Hay tantas situaciones que parecen surreales y no lo son... Todas las supersticiones que cito se practican en Anatolia y en partes del Próximo Oriente.

Lo de las supersticiones es un no acabar. Beber del zapato del marido, poner sal en la boca de la recién nacida, tirar su cordón umbilical al tejado de la escuela…

Van es una ciudad muy importante para los turcos, los armenios y los kurdos. Hay muchos silencios en la historia de la ciudad sobre los que no podemos hablar hoy en día. En algunos barrios habita gente ultraconservadora, ultrapatriarcal.

El libro arranca en los cuarenta, pero si no se presta atención a las fechas, la acción parece transcurrir en la actualidad.

Es cierto, algunos aspectos han pervivido intactos hasta la Turquía de hoy. Me encantaría decirle: “Mire, todo eso que explicó sucedió hace mucho, ya no pasa, ha habido un gran progreso, este es un país con igualdad de género, hemos avanzado”. Pero no. El país experimenta un retroceso ante el aumento del populismo, del nacionalismo, del autoritarismo ante una democracia que nunca maduró. Teníamos una democracia en forma de semilla, pero la destruyeron. Cuando eso sucede, el sexismo, la misoginia, la homofobia aumentan. En ese sentido, Turquía no es que ha mejorado, es que está peor.

A veces habla de “democracias heridas”.

Y harán falta varias generaciones para que cicatricen. Y la lista de países se hace larga y más larga. Países donde han irrumpido fuerzas de ultraderecha. Lo de Vox en España me rompe el corazón. Hubo un tiempo en que el mundo creyó en que las nuevas tecnologías traerían el progreso: hubo quien bautizó a sus hijos Facebook o Like. Luego hemos visto el lado oscuro y que la historia puede ir hacia atrás y los derechos que teníamos ganados pueden perderse y hay que luchar por ellos cada día.

El libro acaba en 1990…

Es porque ese año se aprobó una ley por la que los violadores ya no iban a disfrutar de una rebaja de sentencia si su víctima era una prostituta, como sí sucedía hasta entonces. Fue con esa ley que las mujeres turcas se solidarizaron con las trabajadoras del sexo. Desde entonces, pocos avances.

Son 30 años de estancamiento.

Sí. El año pasado quisieron aprobar una ley que rebajaba la pena de los violadores de menores si se llegaba un acuerdo con la familia de la niña para que se casara con su agresor, para que así el honor de la familia se preservara.

En Mis últimos 10 minutos… Leila consigue abrir las múltiples jaulas que la atrapan, la del patriarcado, la religión, la nación… y lo hace no para triunfar…

…No, lo hace para sobrevivir. Es por eso que en el libro es tan importante la amistad. El concepto de familia de agua frente a la de sangre, la que te cría, te cuida y te quiere, pero no siempre. A los que sufren, la novela les dice: “Vas a tener otra familia compuesta por 5 o 6 amigos, que te conocerán bien, testigos de tu viaje por la vida”.

Antes hablaba de Leila como cuerpo y alma de resistencia, pero casi todas las mujeres de la novela se rebelan.

Un elemento del que resiste es que contagia ese espíritu, la energía, la protesta, la lucha son contagiosa, como una cadena que va haciéndose más larga y fuerte.

Ahí fuera hay millones de Leilas… ¿qué mensajes le llegan de sus lectoras?

Mensajes emocionantes de lectoras muy diversas, de todas las clases sociales y etnias. Esa diversidad es crucial para mí. Tal vez esa gente es muy distinta entre sí, pero que se reconozcan en el libro, que se reúnan en torno a él, es precioso. Lo que maravilla más es que la gente no hace cola para tener un autógrafo con mi caligrafía monstruosa, sino porque tienen algo que contarme, algo íntimo. Algunas son refugiadas, otras del colectivo LGTBI, algunas son historias tristes, otras alegres…

¿Y le llegan mensajes de Turquía?

Claro. Me siento muy conectada a Turquía, a las mujeres, los jóvenes, las minorías kurdas, armenias, griegas, judías… Siempre me sentí muy próxima a la sociedad civil. Mentalmente, estos van muy por delante de los que mandan.

Kurdos, armenios… a las autoridades turcas les sale urticaria. Así va camino de que la declaren Enemiga Pública Número…

(Risas) Sé lo que quiere decir, pero mejor dejémonos de rankings…

¿Sigue sin viajar a Turquía? No quiso ir ni al funeral de su abuela...

Sí, eso fue difícil. Hace un tiempo que no voy. Se ha convertido en un lugar peligroso para escritores, académicos, periodistas. Por escribir un libro, un poema, por ser crítico, por un tuit o retuit. Y al día siguiente la prensa progubernamental y las redes sociales, con trols y bots, te machacan... Por cualquier cosa vas a juicio.

Usted fue acusada por hablar del genocidio armenio.

Sí, sucedió en el 2006. Fue por escribir El bastardo de Estambul, que habla de dos familias, una turca y otra armenio-americana; de la memoria, de la amnesia y del genocidio armenio. Mis personajes de ficción y sus palabras fueron sacados del libro y usados como pruebas en el juicio.

¿Cómo?

La absurdidad era tal que mi abogado turco tuvo que defender a mis personajes armenios ficticios. El proceso se alargó un año, y durante ese tiempo grupos de ultranacionalistas escupían sobre imágenes mías, quemaban banderas de la Unión Europea. Acabas de los nervios. ¿La situación está mejor ahora que entonces? No. El último año me investigaron por un trabajo que hice sobre acoso sexual, violencia de géneros, niñas forzadas a casarse... La policía llega a la editorial, confisca los libros, los lleva al fiscal y este ve si se ha “cometido” algún crimen o alguna obscenidad.

En estas páginas, Orhan Pamuk explicaba que se le considera un sospechoso en Turquía, por mucho Nobel de Literatura que sea. ¿Usted lo tiene peor por ser mujer?

Sí, la cuestión de género es clave. ¿Sabe? No es fácil ser un escritor en Turquía, pero si eres escritora, tienes un elemento añadido para que te ataquen en diarios y redes.

Y pese a ello, es la que más vende allí.

Los lectores no desfallecen. En Turquía, y también en India o en Pakistán, cuando acabas un libro, lo compartes. A veces me muestran libros que han sido subrayados por cinco y seis personas. Es decir, las historias siguen importando, pero la libertad de expresión no hace más que empeorar.

¿Qué pasaría si mañana volviera a Turquía?

Mire, prefiero no responder. El autoritarismo no se rige por la lógica. Cualquiera puede ser acusado de lo que sea. Es muy triste que Turquía sea el país que más periodistas tiene encarcelados. Un millar de profesores de universidad han sido expulsados por firmar un manifiesto a favor de la paz con los kurdos. Despedidos, juzgados, algunos encarcelados, dos se han suicidado.

Los amigos de Leila no se parecen ni en la religión ni en su filosofía de vida, pero se quieren, comparten. Son como una microsociedad turca armoniosa.

Correcto. Amistad no significa pensar lo mismo, ser lo mismo, estar de acuerdo en todo, ni significa votar lo mismo, adorar al mismo dios o ser ateo. Podemos ser diferentes y amigos. Eso me intriga. Yo no quiero rodearme de gente que sea como yo, se comporte, hable como yo. Es como si la otra gente fueran espejos que están ahí para que yo me contemple, para que sean el eco de mi voz o lo sea yo de otros. Me preocupa ese tribalismo, la ideología que se basa en ese “somos porque somos iguales”. Es mejor descubrir lo que tienes en común con otros pese a las diferencias.

Uno de los cinco es Nostalgia Nalán. ¿Qué echa de menos Nostalgia Shafak? ¿Todos los pájaros que revolotean y gorjean en las páginas? ¿Los cucuruchos de mejillones fritos contemplando el Bósforo?

(Risas) Sobre todo, los olores. Mire, en cada uno de los personajes hay algo de mí, y al mismo tiempo ninguno es autobiográfico. Ahí está mi voz, mi enfado, mi memoria, detalles, esas magdalenas de Proust, esa infancia, la comida callejera, el olor de mejillones fritos, de los bagels de sésamo.

¿Qué le ha supuesto estar entre los finalistas del Booker?

A cualquier escritor le gusta que lo lean y le reconozcan; si le tocas la fibra al lector, es maravilloso. Estar entre los finalistas del Booker fue un viaje fantástico, un honor. Haces una gira con otros autores, lees con ellos, y eso es especial. Diría que tendría que haber más premios, más diversidad. Y eso sí, galardones o no, al final vuelves a tu habitación, a tu pupitre, a tu soledad, y ahí es donde llegan las historias.

Estambul, Londres, Madrid

Elif Shafak, voz suave, verbo demoledor, se pasó la infancia cavando túneles imaginarios en busca de otras realidades que no fueran las que ofrecía la opresiva atmósfera que creaba su muy conservadora familia materna en Ankara. La escritora, una trotamundos que ha acabado asentándose en Londres, nació en Francia, pero al poco tiempo sus padres se separaron, y su madre regresó a Turquía a labrarse una carrera en el cuerpo diplomático. Lo logró, una pequeña hazaña, pues no provenía de ninguna familia de postín (condición casi indispensable para ser diplomático en ese país) y era mujer. La niña Elif agrandaba los túneles con sus lecturas, y así fue siempre. La escritora llega a la cita a la carrera, pero puntual. Viene de su país de nacimiento y de cruzar un túnel grande, el de La Mancha. Saluda con un castellano correctísimo, el que aprendió entre los 11 y los 14 años, cuando destinaron a su madre a Madrid. En la conversación sale esa idea que poetizó Joan Brossa de ‘Més llibres, més lliures’ (Más libros, más libres), que le gusta especialmente y que, de algún modo, siempre ha llevado interiorizada allá donde ha vivido: Arizona, Chicago y su adorado Estambul, al que echa mucho de menos sin que lo diga. Porque le duele no volver. El linchamiento en las redes que sufre constantemente desde sectores ultraconservadores oficialistas turcos prueba que a esta escritora, y a todos los hombres y mujeres que quieren la igualdad, todavía les quedan túneles por excavar.

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