"Rusia padece un 'síndrome imperial'"

Guennadi Búrbulis

Ex secretario de Estado y mano derecha de Borís Yeltsin durante el fin de la URSS y el primer gobierno de Rusia, Guennadi Búrbulis cuenta, 25 años después, los entresijos de ese trascendental momento político que redibujó el mapamundi.

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Búrbulis, en el foro Báltico-Mar Negro en Kiev , el mes pasado. Foto Vladimir Shtanko / AFP

Estrecho colaborador del presidente Borís Yeltsin, Guennadi Búrbulis (Pervouralsk, 1945) fue uno de los organizadores del acuerdo de Belovezha (Bielorrusia) que formalizó el fin de la URSS el 8 de diciembre de 1991. Junto a Yeltsin, representó a Rusia en esa mesa, en la que también se sentaron los líderes de Ucrania y Bielorrusia. Un cuarto de siglo después, asegura a Magazine que la disolución de la URSS era algo predestinado desde los primeros años en los que se formó. “La causa del fin de la URSS tiene sus raíces más profundas en el golpe leninista-estalinista de los bolcheviques y en el terror, un Estado represor que aseguraba que a través de la violencia podía hacer al pueblo feliz”, asegura.

Segunda autoridad del nuevo país, Búrbulis fue uno de los arquitectos de las reformas políticas y económicas en la Rusia que echó a andar después de que Mijaíl Gorbachov dimitiera como presidente de la URSS y entregara parte de sus poderes a Yeltsin, el 25 de diciembre de 1991. “Lo que hicimos ese diciembre, de todas maneras, ya fue una formalidad. El momento decisivo fue el golpe de Estado contra Gorbachov, en agosto de 1991”, explica.

Llegados a ese 1991, ¿había, en su opinión, alternativa a la disolución de la Unión Soviética?

El 20 de agosto se tenía que firmar el nuevo tratado de la Unión, una nueva alianza entre los países soberanos del Estado soviético. Se había estado preparando durante mucho tiempo y era una oportunidad para una transformación jurídica coherente del imperio soviético. ¿Qué habría surgido de eso? No lo sabemos, porque el día antes de la firma, el ala editorial de la dirección de la URSS emitió un comunicado diciendo que el país estaba en crisis, en peligro, y que se necesitaban medidas de emergencia para evitar la amenaza. Categóricamente, (los golpistas) descartaban esa evolución lógica. Con ese movimiento, violaron todas las leyes, la Constitución. Pero lo más importante es que declararon a Mijaíl Gorbachov incapaz de seguir al frente.

“No podíamos irnos de Belovezha sin una decisión. Había que encontrar una forma de colaborar: si no una unión, al menos una alianza”

El presidente de Rusia, Borís Yeltsin, y su equipo mostramos nuestro total desacuerdo con esa acción ilegal. El mismo día 19 hicimos un llamamiento a los ciudadanos rusos y a los pueblos del mundo, y Yeltsin encabezó la desobediencia a la junta golpista (GRChP, en ruso), la defensa de la Casa Blanca de Moscú, en la que en ese tiempo se encontraban la oficina del presidente ruso, del Parlamento, el Consejo Supremo y el Gobierno (el edificio es ahora la sede del Gobierno ruso).

Yo he llamado a ese golpe “el Chernóbil político de la URSS”. Cuando fuimos capaces de resistir, recibimos el apoyo de la población y la comunidad internacional y los miembros de la junta fueron detenidos y conducidos a prisión. Eso sucedió el 22 y el 23 de agosto. Después, la URSS dejó de existir de facto. En vez de defenderla, los golpistas acabaron con ella.

¿Eso quiere decir que los acuerdos de Belovezha fueron sobre todo una formalidad?

Fueron un ejemplo único en la historia de los consensos de paz. El acuerdo se logró en dos etapas. El 8 de diciembre, adoptaron la decisión tres repúblicas, Ucrania, Bielorrusia y Rusia, que habían sido las fundadoras de la Unión Soviética en 1922. En la segunda etapa se unieron otras ocho repúblicas, la mitad de las cuales hacía mucho tiempo que ya no tenían relaciones con el Kremlin. Por esto, los acuerdos de Belovezha consolidaron jurídicamente que la URSS dejara de existir. Fue un caso único en la historia de un mundo militarizado que un Estado nuclear se disolviera pacíficamente y que la comunidad internacional adoptara una nueva perspectiva.

¿Por qué no participó Nursultán Nazarbáiev, el presidente de Kazajistán?

¡Porque no llegó! Habíamos quedado en encontrarnos también con él y discutir la nueva situación. Antes, el 1 de diciembre, se celebraron elecciones en Ucrania y Kazajistán, las primeras en su historia. Ucrania votó al mismo tiempo un referéndum y aprobó la independencia, así que nos encontramos con una nueva situación con la que había que aprender a vivir. Nazarbáiev debía llegar. Por el camino, su avión se detuvo en Moscú, se reunió con Gorbachov y no llegó hasta Belovezha. Le estamos muy agradecidos por esto, ya que con su ausencia quedaban en Belovezha las tres repúblicas que fundaron la URSS, en 1922, así que nos dio la oportunidad de tener total legitimidad. Tres días después él encabezó la consolidación de las repúblicas de Asia. Y el 21 de diciembre se firmó el protocolo de Alma-Atá, apoyando el acuerdo de Belovezha, con lo que obtuvimos un consenso aún mayor.

“Recibimos una herencia horrible: una economía devastada, la enorme deuda de la URSS, el caos en las regiones y las provincias. Y sobre nosotros cayó la responsabilidad de la supervivencia de 150 millones de rusos”

¿Cómo se planificó ese encuentro en Belovezha?

Fue una obra colectiva después de que el presidente Kravchuk (Ucrania) se negase de forma categórica a la posibilidad de alcanzar un nuevo tratado de la Unión, basándose en el deseo de independencia que había expresado el pueblo una semana antes. Entendimos que no podíamos irnos de allí sin tomar una decisión, y había que encontrar una forma de colaboración: si no una unión, sí al menos una alianza, lo que no supondría romper el mandato dado por la población ucraniana (se acordó formar una organización supranacional, la Comunidad de Estados Independientes, la CEI). Así surgió el documento que cambió la historia del mundo: 14 artículos escritos letra a letra en dos páginas.

¿Cree que el resultado fue lo mejor que le podía ocurrir a su país?

El colapso de la patria donde has nacido y donde vives es siempre una desgracia, una tragedia. Y cuando esto se hace inevitable, hay que entender correctamente las consecuencias a las que es necesario hacer frente. Para mí fue una tragedia, pero una tragedia optimista, porque logramos formar un sistema de valores y principios, ya presentados antes por Yeltsin en las primeras elecciones, de junio de 1991 (cuando Yeltsin fue elegido presidente de la Federación Socialista Soviética de Rusia), cuando yo dirigía su campaña.

¿La población rusa también acogió el acuerdo de forma optimista?

El tratado de Belovezha no es sólo un acuerdo jurídico. Nosotros éramos los fundadores de la URSS, y la Constitución permitía la salida. De hecho, entre el 10 y el 12 de diciembre los parlamentos de las tres repúblicas denunciaron el acuerdo de 1922, y luego rubricaron el nuevo acuerdo. Más legitimidad obtuvimos después, porque ni un pelotón de la milicia, ni una unidad militar, ni un movimiento político, ni un territorio, municipio o ciudad se manifestaron en contra de lo acordado. El pueblo lo aceptó, la mayoría entendiéndolo, algunos con esperanza y algunos con algún tipo de oposición. Pero ni una voz, ni un fusil, ni un tanque intentó impedirlo.

¿Y con el tiempo la sociedad no se arrepintió?

Eso siempre sucede. Pero nos podemos sentir orgullosos de haber logrado que la disolución del imperio fuese pacífica y de haber salvado al país de un reparto sangriento de la herencia soviética. Ese fue nuestro mérito, aunque también recibimos una herencia horrible: una economía devastada, la enorme deuda de la URSS, incluida con los países occidentales, recibimos el caos en las regiones y las provincias. Y sobre nosotros cayó la responsabilidad de supervivencia de 150 millones de rusos.

¿Cómo valora el papel que desempeñó Mijaíl Gorbachov?

Sin duda Gorbachov es una figura clave a quien le tocó dirigir el cambio hacia la democracia en una situación sin esperanza. Resultó que su personalidad y sus decisiones agradaron a Europa y a Occidente, en especial el encuentro en Reykiavik (1986) con Ronald Reagan (presidente de Estados Unidos) y la firma de nuevos documentos y principios de las dos potencias nucleares. Pero no entendió en qué dirección había que desarrollar el imperio soviético. A él le parecía que había que renovar el socialismo: puso en marcha la máquina de las reformas sin saber conducir y entender muy bien hacia dónde se podía mover y cuándo había que llegar a compromisos. Su fuerza estaba acotada por las limitaciones de su pensamiento político, ya que formaba parte del grupo de los conservadores y reaccionarios. Gorbachov hizo mucho por mejorar el clima europeo global, pero sin pretenderlo tuvo un papel profundo en la disolución.

“La causa del fin de la URSS tiene sus raíces en el golpe de de los bolcheviques. La suya era una utopía siniestra y sanguinaria”

¿Hay algo que eche de menos de aquella época?

Mi generación, la que nació después de 1945, es la que preparó el cambio, y la que empleó en ello su vida. Estaba formada por el cuerpo de ingenieros de las fábricas y los intelectuales universitarios. A Gorbachov no sólo lo apoyábamos, sino que fuimos los que le formamos. Yo crecí en esa Unión en la que Gagarin fue el primer hombre que voló al espacio, crecí en una cultura rusa excepcional, con escritores y pensadores, científicos que engrandecían a Rusia. Junto a eso tuvimos también dureza y represión. La URSS tenía sus propios rituales sociales. Se puede decir que fue una religión cuasi comunista que mostraba con esos rituales su orgullo: el movimiento de los pioneros, el Konsomol y el éxito de los deportistas en lo referido a nuestra juventud; también la seguridad pública y un régimen totalitario que al perseguir a la disidencia no permitía el vandalismo en las calles. No se puede dejar de valorar todo esto. Pero los métodos utilizados no son válidos. Los lectores deben entender que la causa del fin de la URSS tiene sus raíces más profundas en el golpe leninista-estalinista de los bolcheviques y en el terror, en un Estado represor que aseguraba que a través de la violencia podía hacer al pueblo feliz en su propio país y en todo el mundo. Era una utopía siniestra y sanguinaria, tal vez la más cruel en la historia de la humanidad, que llegó a causar una catástrofe antropológica. Esa máquina represiva y despótica destruyó a los mejores representantes de la nación rusa.

¿Qué le parece Rusia después de 25 años?

Cualitativamente, Rusia es otro país en el que se creó un nuevo Estado, algo que es mérito de Yeltsin y de nuestro equipo. Hoy tenemos una ley fundamental, la Constitución, que incluye toda la experiencia democrática mundial. Nuestro gobierno fue capaz de sentar las bases de una nueva economía, legalizamos el sagrado derecho de la propiedad privada y formamos las instituciones que garantizan el desarrollo de mercado de la economía, se crearon las bases del federalismo constitucional y se proclamó el Estado de derecho.

Sin embargo, también tenemos una situación en la que se está restaurando el pasado imperial. Dicen que hay “ambiciones imperiales” y que Rusia establece su influencia mundial de esta forma. Yo creo que es más acertado hablar de “síndrome imperial”, es decir, una enfermedad profunda que tiene no sólo causas soviéticas y postso­viéticas, sino más profundas en nuestra mentalidad centenaria, cuando el poder era absoluto y el hombre y su libertad fueron destruidos durante siglos.

¿Cuáles fueron los mejores años de este cuarto de siglo?

Los mejores años son evidentes: cuando era irreversible la ­desintegración del imperio y logramos hacerlo de forma pacífica, sin sangre. Se consiguió tras grandes dificultades y esfuerzos de Yeltsin y tras superar varias crisis profundas. Creo que son inolvidables aquellos tres días de agosto (el golpe de 1991), cuando la gente se enfrentó voluntariamente a los tanques y a los blindados, organizaron una cadena humana, defendiendo su elección y al presidente Yeltsin, que era el líder del pueblo. Tres de nuestros héroes murieron y fue un pago demasiado alto. Pero aun así esos días para nosotros son inol­vidables.

También recuerdo el 10 de julio de 1991, cuando Yeltsin asumió el cargo de primer presidente, y el 12, cuando firmó su primer decreto, sobre educación. En un país totalitario, sin libertades personales y sin instituciones ciudadanas, firmaba un decreto sobre la mejora del sistema de enseñanza. Era un símbolo de que el sistema de valores es humanista, espiritual, y está relacionado con la libertad personal.

Los gobernantes de dos de esos países hermanos que lograron separarse sin sangre, Rusia y Ucrania, viven enfrentados.

Es una desgracia con muchas causas. Es una distorsión de la forma de entender el principio de seguridad de la Federación Rusa. Estoy convencido de que, no sin dificultades, aprenderemos a dialogar de nuevo.

¿Puede ser esta una consecuencia, años después, de la desintegración de la URSS?

Sí, es una recaída en esa enfermedad de la que hablaba, el síndrome imperial. Para mí es un tema muy especial. Me siento personalmente responsable por lo que entonces establecimos como estrategia de la nueva Rusia y el hecho de que se haya producido esta situación. Espero que logremos corregirlo.

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