"Los escritores somos mala gente"

John Banville

Si al oír que el último premio Príncipe de Asturias de las Letras había recaído en John Banville, probablemente el más excelso representante de la novela irlandesa de altos vuelos literarios y contados lectores, no emitió señales de reconocimiento, pruebe con Benjamin Black, el escritor de adictiva novela negra que vende a mansalva retratando el inhóspito Dublín de los años cincuenta. Ambos están a las puertas de la ceremonia en Oviedo.

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Cuando el próximo viernes John Banville (Wexford, Irlanda, 1945) se levante a la mención de su nombre por Felipe VI para recoger el premio Príncipe de Asturias de las Letras, serán dos los individuos que caminen hacia la mesa de honor. El citado arrastrará tras de sí la sombra o el fantasma de un segundo escritor, Benjamin Black, el nombre con el que firma sus novelas policiacas. Será la primera vez que los galardones reconozcan a un autor y a su seudónimo y, lo que es más relevante, colocando en idéntico nivel de importancia su trabajo literario y el de perfil más popular.

Y es que en la escindida cabeza de este exempleado de Air Lingus cohabitan armónicamente el artista tocado por las musas y dotado de una prosa exquisita, que suda tinta con cada frase escrita a mano (Banville), con el escritor cuyos dedos vuelan sobre el teclado del ordenador para entretener a las masas con los crímenes que resuelve un apesadumbrado patólogo llamado Quirke en el lúgubre y turbio Dublín de los años cincuenta (Black).

“Escribí imitaciones vergonzosamente malas de ‘Dublineses’ de Joyce que, ya de adulto, tiré a la basura. Hoy quizás tendrían algún valor, pero hay ciertos rituales de sacrificio que has de llevar a cabo”

“Estar aquí sentado día tras día boxeando con el lenguaje es algo serio. No pasa un día sin que me detenga un instante a preguntarme por qué demonios me dedico a esto, qué tipo de vida se supone que es esta”

Su detective accidental ha sido llevado a la televisión por la BBC en una serie con Gabriel Byrne en el papel protagonista, al tiempo que su creador le cogió tanto gusto al género que se atrevió a recuperar a Philip Marlowe, el mítico sabueso de Raymond Chandler, en la ficción La rubia de ojos negros (Alfaguara). Banville y Black, B&B, recibieron al Magazine en su estudio de la capital irlandesa, donde una colección de relojes antiguos y otra de postales de libros pulp venían a simbolizar las enfrentadas corrientes creativas en el aire.

¿Cómo fue crecer en un pueblo como Wexford?

Increíblemente aburrido, aunque, de hecho, cuando fui mayor descubrí que tenía mucha historia, al ser el primer lugar en el que desembarcaron los normandos y uno de los pueblos más antiguos de Irlanda. De pequeño no me interesaba nada de eso, por descontado, ni siquiera llegué a aprenderme el nombre de las calles. Mi mayor obsesión era abandonar aquel lugar y, a falta de la posibilidad física, lo hacía con la imaginación, es decir, leyendo y leyendo.

¿Había libros en su casa?

Mi padre, que trabajaba en un almacén de repuestos para el automóvil, leía novelas del Oeste, y mi madre, que era ama de casa, revistas, por lo que no había gran literatura. Me surtía en la biblioteca. Leer era para mí una forma de escapar. Aunque falta de alicientes, mi infancia fue feliz, lo que supone un desastre si luego te quieres dedicar a la escritura. W.H. Auden declaró que nada le sienta mejor a un futuro escritor que los traumas tempranos.

La cruda imagen que ofrece de la Iglesia católica en aquellos tiempos en sus novelas detectivescas induce a pensar que por ahí podría haber sufrido alguno.

Mi madre era muy devota; se pasaba el día intentando arrastrarme a misa, lo que me obligaba a improvisar continuos planes de fuga. Es cierto que fui educado por curas que nos pegaban, y me consta que hubo compañeros que sufrieron cosas peores, pero yo era un alumno aplicado y duro (en el sentido mental, no físico), por lo que no se metían mucho conmigo.

Por lo menos, la vivencia le ha servido para recrear hoy esa atmósfera tan asfixiante en sus novelas negras.

Claro. Resulta que la pobre, atrasada y reprimida Irlanda en la que nací conforma un marco excelente para la ficción policial: un lugar oscuro donde todo el mundo tiene un secreto u oculta algo, donde el crimen suele taparse, donde nadie responde ante la justicia, donde la Iglesia domina todas las áreas de la sociedad, donde abundan los pecados, la culpa, los secretos… Tiempos terribles en los que vivir, maravillosos sobre los que escribir. Excepto en la comida, el vino y el clima, me imagino que la España de los cincuenta se nos parecía en muchos ­aspectos.

¿Cuándo pudo al fin salir despavorido de Wexford?

Ocurrió a los 17 años. Mi madre quería que yo fuera arquitecto. Recuerdo que me dijo, “John, si tu deseo es dedicarte a algo ­artístico, por lo menos que ­puedas vivir de ello”. El pro­blema es que a mí la arquitectura no podría interesarme menos. Trabajé durante unos años para la aerolínea Air Lingus. Me limitaba a hacer las reservas de los clientes, era un cometido soporífero que odiaba con toda mi alma, pero conseguía billetes gratis de la compañía, o a precios de risa de otras, así como tres meses de vacaciones pagadas. Recuerdo volar de Londres a San Francisco con Lufthansa en primera clase por dos libras. Viajar era otra manera de escapar de la grisura de la oficina como la lectura lo fue de la de Wexford. ¡Ah! Y el trabajo también me permitió emplear el primer ordenador que se vio en Irlanda, que tenía el tamaño de un almacén.

¿No ir a la universidad fue una decisión voluntaria?

Sí. No quería depender de mi familia durante cuatro años más. Ansiaba contar con libertad o, por lo menos, con aquello que entonces pensaba que era la libertad. Ahora lamento no haber sido un estudiante. No creo que hubiera aprendido nada, pero sí hubiera gozado de un periodo de irresponsabilidad, de salir con chicas, emborracharme un poco, esas cosas. Por otro lado, del trabajo aprendí de forma temprana a ser disciplinado, a cumplir con un horario marcado, a trabajar… pautas, en definitiva, que me fueron de gran utilidad a la hora de escribir.

Antes de eso, ¿recuerda alguna novela que le cambiara la existencia?

Mis hermanos se disputan el hecho de haberme regalado un ejemplar de Dublineses de Joyce cuando era adolescente. Recuerdo la impresión que me causó. Con él descubrí que la literatura podía tratar de algo más que de policías y ladrones, de vaqueros e indios o de aventuras en el colegio, que estaba facultada para abarcar la vida ordinaria. Algo tan simple me abrió un mundo. De inmediato me puse a escribir imitaciones vergonzosamente malas que acabaron en una caja que, ya de adulto, tiré al contenedor de la basura. Hoy quizás tendrían algún valor para los coleccionistas, pero hay ciertos rituales de sacrificio que has de llevar a cabo forzosamente.

Durante 35 años compaginó sus novelas con su trabajo como editor en dos periódicos, The Irish Press y The Irish Times.

Trabajaba por las noches revisando y corrigiendo los textos ajenos y, durante el día, escribía los propios. Me permitía no tener que preocuparme de que mis libros no vendieran mucho, lo que era precisamente el caso. En el ámbito familiar era duro, pues veía poco a los míos. No es el trabajo con el que uno sueña de niño, uno acaba en él por accidente, pero nos divertíamos y me enseñó cómo se trabajan las frases de un modo claro y directo, lo que me ha resultado provechoso en mis novelas ­negras.

Los libros escritos bajo su nombre tienen un marcado acento melancólico, sus personajes tienden a darle vueltas a los buenos tiempos que se fueron, a las oportunidades perdidas, a los sueños no cumplidos, a las decisiones equivocadas… ¿Su mente suele funcionar así? ¿Se muestra muy prisionera del pasado?

¿Acaso no funciona así la de todos? Cualquiera que mire atrás en su vida va a sentir algo de melancolía. Aunque en ocasiones podamos olvidarlo, el pasado es la montaña sobre la que estamos sentados. Cuanto llevamos a cabo está moldeado por él. De hecho, ¿qué es el presente?, ¿existe siquiera? El presente… ya se ha ido... ya se ha ido… ya se ha ido... Lo de verdad interesante es saber cuándo el pasado se convierte en pasado. ¿Ayer? ¿El mes anterior? Probablemente no. ¿El año pasado? Quizás sí. ¿Diez años atrás? ¿Cincuenta? Sin duda.

La infinita capacidad para colorear a nuestro antojo lo que vamos dejando atrás lo tiene embrujado.

Ni por un segundo me imagino que soy capaz de recordar el pasado tal y como fue, lo inventamos por sistema. La memoria es una función más de la imaginación. Basta volver a un lugar del que llevamos tiempo apartados para descubrir que nunca es tal y como lo recordábamos. La puerta no está en su sitio, la ventana es más grande, esa persona tiene un aspecto diferente. Me fascina por qué el pasado es algo tan valioso, por qué, llegado un punto, nos parece tan luminoso cuando en tiempo real era tan apagado. ¿De dónde saca toda esa luz? Es el gran misterio y, cuanto mayor me hago, más embrujado me tiene.

“No habría manera de que trabajara en el sur de Europa, me pasaría el día en las terrazas de los cafés. Lo más probable es que acabara como uno de esos grotescos expatriados, modelo Lawrence Durrell o Paul Bowles”

“La vida no es una forma poética, sino algo ordinario, confuso, imprevisible y caótico”

“No vi a mis hijos lo suficiente, no fui un buen padre, pero creo que entendieron que para mí no había otro camino”

¿Ha llorado de satisfacción al dar con las palabras exactas?

Quizás me ha provocado una pequeña sonrisa. Estar aquí sentado día tras día boxeando con el lenguaje es algo serio. No pasa un día sin que me detenga un instante a preguntarme por qué demonios me dedico a esto, qué tipo de vida se supone que es esta. De tanto en tanto consigues que las palabras emitan una cierta música, ese ting de la uña del pulgar contra el borde de una copa de cristal, y es lo que te impulsa a continuar. El placer de la frase casi perfecta. Algo muy infrecuente, por supuesto, la mayor parte del trabajo es pura rutina.

Se ha declarado un poeta frustrado.

Sospecho que es el caso de la mayoría de los novelistas. La novela, incluso en sus enfoques más trágicos, es una forma burlesca. Mis novelas como Banville, sin ir más lejos, intentan ser poesía. No en el sentido de “cisnes” y “puestas de sol” sino de demandar una entrega del lector, que esté dentro de ellas, que se implique, que no pueda sacar la mente a pasear. Sin embargo, fracasan porque la vida no es una forma poética, sino algo ordinario, confuso, imprevisible y caótico. Incluso Marcel Proust con todo su refinamiento es capaz de reconocer en sus obras la vulgaridad de la vida. La poesía es capaz de aislar determinadas experiencias y sensaciones, a través de lo cual consigue expandirlas y arrojar luz sobre ellas. La fuerza de la novela radica, en cambio, en que sólo puede mostrarse lírica por momentos, pero, en contrapartida, permite combinar intensidad y tragedia, comicidad y vulgaridad.

Ha declarado que disfruta escribiendo sus novelas negras y que le salen de forma fluida. ¿Son como tomarse unas vacaciones de tanto anhelo poético?

Una de las grandes virtudes del género negro es que funciona enteramente por clichés y en torno a una serie de convenciones. Todo se ha dicho antes, y tú has de encontrar la manera de hallar algo fresco que contar sobre una base manida hasta la extenuación. La película policíaca estándar es aquella en la que vemos cómo Al Pacino es un detective al que acaban de llamar a la escena de un crimen horrendo, pero antes debe de dejar a su hija pequeña en casa de su madre, de la que está divorciado y, por el camino, la niña le pregunta “Papi, ¿cuándo vais a estar de nuevo juntos tú y mami?”. El sueño de todo escritor de género negro sería escribir una novela con un protagonista de mediana edad felizmente casado y con tres hijos, viviendo en un barrio humilde dentro de una ciudad sin muchos atractivos, agradecido de la vida que lleva. Aunque toleran muy mal el sentido del humor y obligan a componer personajes borrachos y solitarios, las novelas negras son muy divertidas de escribir.

¿Volverá a poner a Philip Marlowe tras un caso?

No. Implicaría repetirse. El personaje es muy fijo, no puede cambiar ni evolucionar. Con todo, me encantaba Marlowe, es un ser profundamente melancólico y solitario, ¡alguien que juega al ajedrez consigo mismo! Raymond Chandler tenía un gato, pero ni siquiera le brindó la compañía de uno a su personaje.

¿Qué le aporta Dublín?

Me resultaría imposible escribir en ninguna otra ciudad. Quizás sea por su luz. Además, todo el mundo echa pestes del clima irlandés, mientras que a mí me resulta maravilloso. Cielos tapados durante nueve meses al año: ¿pueden darse unas condiciones más adecuadas para escribir? Mi concepto de la felicidad es estar aquí, encerrado en mi estudio, escribiendo mientras la lluvia golpea en los cristales. No habría manera de que trabajara en el sur de Europa, me pasaría el día en las terrazas de los cafés observando a la gente y bebiendo. Lo más probable es que acabara como uno de esos grotescos expatriados, modelo Lawrence Durrell o Paul Bowles, con ojos de lagartija y piel de cuero.

¿Qué tipo de espécimen es un escritor?

Somos criaturas infinitamente tediosas. Sólo sabemos hablar de dinero –del porcentaje que se llevan nuestros agentes, por ejemplo–, de lo mal que nos tratan nuestros editores y de cuánto odiamos a nuestros rivales. La gente se imagina que al reunirnos, nos sumergimos en profundas conversaciones de cariz intelectual, pero nada más lejos de la realidad. Somos tirando a patéticos y mezquinos. Tal como suele decir mi mujer, “a los escritores se os debería leer, pero jamás conocer”. ¿Qué puedes esperar de unos tipos que se pasan día tras día frente a su escritorio juntando palabras? Casi no somos humanos, estamos más cerca de los caníbales, pues aprovecharíamos cualquier cosa que nos contara un amigo en la intimidad, somos seres capaces de vender a los hijos por una buena frase, que no se cansan nunca de espiar y hurgar en los secretos ajenos. Mala gente. Manténganse alejados de nosotros.

¿Resultó difícil para su familia entender su compromiso con la literatura?

Mi mujer sabía que ella formaba parte de mi proyecto, que, a grandes rasgos, consistía en llegar a escribir algo de relevancia. Estuvo dispuesta a hacer grandes sacrificios para ayudarme a conseguirlo, algo por lo que le estaré eternamente agradecido. No vi a mis hijos lo suficiente, no fui un buen padre, pero creo que entendieron que para mí no había otro camino. Llegar a ser un artista fue siempre más importante y nunca me escondí, por lo que no tengo un gran complejo de culpa al respecto. Miro atrás y sé que mereció la pena. Me consta que a mucha gente le parecerá terrible. A la madre de Gustave Flaubert, por ejemplo, ya que escribió en una carta: “Mi hijo ha desperdiciado su vida con su obsesión por las palabras”.

¿El arte lo justifica todo?

Cada obra de arte aspira a enriquecer a la humanidad, es un objeto moral, lo que no significa que al artista lo mueva ninguna moral, sino que se limita a querer hacer algo que antes no estaba ahí y, si lo consigue, su creación adquiere el valor de aquello a lo que el artista ha entregado lo mejor de sí mismo. Este esfuerzo por entregar a la comunidad lo más cercano a la perfección de lo que ha sido capaz sí que supone un ejemplo moral. Soy decimonónico al pensar que el artista continúa teniendo una tarea muy importante que, indefectiblemente, exige sacrificios, algunos de ellos de naturaleza cruel.

¿Recuerda su primera visita a España?

Viajé a principios de los años sesenta y lo primero que visité fue Ibiza, que me pareció un horror; luego fui a Barcelona, donde me quedé unos días, y de ahí cogí un Talgo hacia Madrid en lo que supuso un viaje mágico e inolvidable. A medio camino paramos en una estación dejada de la mano de Dios, y estaba mirando por la ventana estos campos de color amarillo y rodeados de colinas, cuando en la lejanía descubrí a un hombre montado a caballo. Me quedé sin aliento, pensando: “Esto es España”. Obviamente tenía en la cabeza esa ridícula imagen romántica e indómita del país. Lo más curioso es que no recuerdo si se trataba de un hombre vestido de blanco sobre un caballo negro o de un hombre vestido de negro sobre un caballo blanco. La imperfección de la memoria, una vez más... Luego me encontré con un Estado fuertemente policial que me deparó sensaciones por desgracia muy cercanas a las de casa.

Hablando de lo cual, ¿cómo ve a Irlanda en estos momentos?

Estamos pagando nuestras deudas, reconociendo al fin que fue culpa nuestra, que nos volvimos locos despilfarrando dinero que no teníamos. Disfrutamos de una fiesta durante diez años y ahora toca sufrir una resaca de otros diez. Estamos saliendo. Las personas somos extraordinariamente resistentes, hormigas que construyen sin descanso sobre las ruinas. Esto no quita que en Irlanda padezcamos una situación penosa en términos de pobreza, desempleo y drogas.

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Como John Banville

El escritor deja libre su vena poética y explora temas recurrentes: la memoria, el pasado...

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Como Benjamin Black

Dice que se trata de jugar con los clichés de la novela negra. Su última obra resucitaba al mítico inspector Philip Marlowe, creador por Raymond Chandler

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