“Necesitamos al diferente para culparlo de todo”

Michael Robinson

El exfutbolista Michael Robinson (o Robin) se ha convertido con los años en un seguido comentarista deportivo, identificable por el acento que delata su origen inglés, pero también porque intenta mostrar el lado más humano del deporte que, para él, refleja muy bien la sociedad.

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Sus fotos añejas reflejan a un chaval de simpática apostura y gran sonrisa, orgulloso de las camisetas del Brighton, el Liverpool –con el que disfrutó de la alegría y el triunfo de ganar la Premier League o la Copa de Europa en los años ochenta– o del Osasuna, que le fichó, le ubicó en España y marcó su destino. Michael Robinson (Leicester, 1958), de notable estatura y expresión quizás algo menos entregada que en aquellas instantáneas de juventud (los de casi 60 años saben lo que significa lo de “una de cal y otra de arena”), parece mantener el tipo en modo campeón. Luce impecable enfundado en ese traje oscuro y esa camisa azul marino que le caracterizan y que, explica, no es uniforme de presentador, “porque en la vida normal visto igual”.

“Nadie puede considerar un fallo lo de la alpinista que, después de intentarlo durante años, se quedó a cien metros de la cima; Lance Armstrong convivió con el éxito y sabía que no lo merecía. Usamos éxito y fracaso con demasiada ligereza”

Hace diez años, tras un periodo en el que las idas y venidas del inestable panorama televisivo le sumieron en la tristeza tras la cancelación de El día después, se puso al frente de Informe Robinson (Movistar Plus), que narra lo que él denomina "la cara humana del deporte" “y en el que, cuantos lo hacemos, pretendemos mostrar cómo cada uno de los protagonistas, del icónico al desconocido, se enfrentan a esos dos grandes impostores que nos invaden la vida que son el fracaso y el éxito”. Un especial, a modo de película divulgativa de reciente estreno en la pequeña pantalla, repasa la trayectoria del programa, ganador del Ondas y de dos premios de la Academia de Televisión al mejor espacio documental.

O sea que, al final, su Informe es una excusa para reflexionar sobre otras cosas…

Lo que contamos se desarrolla en lo deportivo, pero es fácilmente extrapolable. Creo que el fracaso, que tan importante nos parece, no existe si das lo mejor de ti, si haces las cosas lo mejor que puedes. La persona que es así es grande. Fracaso es hacer trampa y buscar atajos, que es algo que, desgraciadamente, está a la orden del día. Nadie puede considerar un fallo lo de aquella alpinista que, después de intentarlo durante años, se quedó a cien metros de coronar el Nanga Parbat; que veía con lágrimas en los ojos la cumbre, pero ya no podía dar un paso más, si hubiera avanzado, ya no habría podido bajar. Es para abrazarla, admirarla y ponerla como ejemplo. Lance Armstrong convivió con el éxito toda su vida y sabía que no lo merecía. Son dos conceptos (éxito y fracaso) que usamos con demasiada ligereza.

¿Por qué es tan importante para tantas personas ser el primero en lo suyo?

Esto demuestra lo mucho que nos estamos equivocando como sociedad. En Estados Unidos, Donald Trump repite frases como “sólo se recuerda al ganador” e insulta y considera losers a los que no llegan ahí y no se da cuenta de que de esa manera convierte el sueño americano en una pesadilla. Aunque sea simplemente por razones matemáticas, sólo puede haber un número uno; luego, según él, son perdedores todos los demás, lo que genera una enorme frustración y fomenta la corrupción, las mentiras y las trampas.

¿Alguno vez quiso ser ese número uno en lo suyo? En el fútbol, que fue su pasión…

No sé valorarlo bien porque ha sido omnipresente en mi vida. Me entusiasmaba de niño y ahora también. Me crié en un pequeño hotel que mi familia tenía al lado de la playa. Mi padre y mi hermano mayor jugaban al fútbol muy bien, y no hacíamos otra cosa que darle a la pelota. Según mi padre, la primera vez que me llevó a ver al Liverpool, antes de que los jugadores salieran del túnel, ya le dije: “Papá, quiero ser futbolista”, y todavía no había visto el balón rodar. Me debió de envolver aquella atmósfera tan excitante que se palpaba en Anfield. Supongo que me enamoré de esa sensación.

¿Ha conocido a algún padre que no haya visto con buenos ojos que sus hijos quieran ser futbolistas?

Supongo que los habrá, pero yo no los conozco. En mi caso, si creces en el noroeste de Inglaterra, cerca de Manchester, eso es prácticamente imposible porque el fútbol forma parte de nuestras vidas como una religión. Pero entiendo que haya familias que piensen que es mucho más importante estudiar y prepararse para la vida que andar dando patadas a un balón. Con mi hijo ocurrió algo así. Se le daban muy bien el fútbol y el rugby, y yo quería “lo que él quisiera”, pero también que tuviera una educación. Estuvo en un internado en Escocia, luego en Oxford y finalmente no se decidió por el deporte. Creo que lo mejor que se puede hacer por los hijos es abrirles caminos para que puedan elegir.

“Era maravilloso ver a la selección que ganó el Mundial festejar que eran los mejores del mundo sin convertirse en unos chulos o unos hijos de puta”

¿Cómo fue su gol perfecto?

Sensacional. Estaba en el Brighton, un equipo humilde, y marqué el que nos colocó en la semifinal de la liga, lo que suponía jugar en Wembley. Y ya se sabe que no eres un futbolista de verdad hasta que has jugado ahí. Hubo otros goles, en finales de liga y de copa, que quizá parezcan más importantes, pero para mí, ese fue el mejor momento de mi carrera, el más mágico. De todos modos, soy un tanto inusual. En mi casa no cuelgan fotos mías como futbolista, ni camisetas, ni medallas, y no guardo vídeos con los momentos estelares. Es el pasado. Siento placer cuando algo importan­te se da, pero no me quedo ahí. Los elogios me resultan muy embarazosos, y las críticas, muy dolorosas; no me regodeo ni cuando las cosas van muy bien, ni muy mal.

Convendrá en que resulta curiosa la historia del futbolista estrella con una segunda vida notable como comunicador.

No me he parado mucho a pensarlo. Soy consciente del privilegio que supone que alguien te deje invadir el salón de su casa y de la responsabilidad que conlleva. Hay multitud de personas que no tienen esa posibilidad. Me esfuerzo en estar a la altura de ese regalo.

¿Cuando su primer programa de éxito (El día después) finalizó abruptamente se sintió fracasado?

¿Fracasado? Sí, supongo que mucha gente lo debió de considerar así. Fue un enorme disgusto. Es lo peor que me ha pasado laboralmente; mucho más que cuando me liquidaron del fútbol. Me sentí injustamente tratado y me puse muy triste. Me ofrecieron participar en un programa que se llamaba Maracaná y duré un día. Abandoné porque no me sentía yo y pensé que si mi padre viera como me estaba ganando el dinero en ese momento, me mandaría a la cama sin cenar. Costó animarme a volver.

Los diez años de su programa coinciden con los que han puesto el mundo patas arriba…

Y que, al final, sólo han servido para sacar lo peor de nosotros, en todos los campos. Mi padre me cuenta que cuando acabó la guerra mundial hubo una enorme oleada de solidaridad en toda Europa, menos en España por la dictadura. Se estrecharon lazos para que eso no volviera a suceder. Todos habían sufrido, y eso les unió e hizo salir lo mejor de cada uno. Ahora no todo el mundo lo ha pasado mal; mucha gente ha aprovechado para enriquecerse a costa de los otros, y la gente se ha cabreado y se siente engañada mientras las políticas de austeridad tremendamente injustas se la llevan por delante. La desigualdad es tremenda. Para los gobiernos sólo somos números, y según sus cálculos, muchos estamos de sobra. Han sido años en los que no me ha gustado el semblante del mundo.

En su programa se habla constantemente de esfuerzo, de voluntad y de sacrificio. ¿Ya no estábamos acostumbrados a eso y por eso las consecuencias personales son especialmente dolorosas?

Probablemente nos habíamos acomodado, pero ya nos han dejado claro que no nos podemos despistar ni un segundo. El dinero nos anestesia. Si lo tenemos, nada duele tanto. Nos dan igual los problemas sociales y no nos sentimos vulnerables porque estamos de puta madre. Ya lo dijo aquel: “España va bien”. Y al venir mal dadas, nos pillaron con el paso cambiado.

En estos años, el papel de la mujer en el deporte se ha mostrado con rotundidad…

Es que el deporte refleja muy bien la sociedad. Antes ellas no estaban porque a la mujer se le negaba la igualdad de oportunidades en todas partes, que es algo que han venido soportando desde siempre. Y ahora están porque ya no es así de un modo tan flagrante, lo que no quiere decir que no quede mucho, muchísimo, por hacer.

Mientras en otros ámbitos esto ha ­avanzado, han sido pocos los deportistas que han asumido públicamente su opción sexual si no era la esperada.

Eso está aún muy enquistado. En del depor­te individual, creo que resulta más sencillo, pero cuando hay un vestuario por medio… Y luego están los ­patrocinadores, que ­ejercen una gran presión. Hace poco entrevistamos a un chaval de un equipo de rugby de Getxo que ha hecho pública su homo­sexualidad. Contaba que en su ciudad, un entorno ­protegido, no le importó, pero si fuera futbolista de un equipo importante se lo hubiera pensado antes de salir al gran estadio sabiendo que todo el mundo tiene esa información sobre él. Seguramente no habría tenido valor.

¿Por qué cree que asumir la diferencia como algo natural cuesta tanto?

Porque necesitamos al diferente para echarle la culpa de todo lo negativo que ocurra. Como al árbitro. Tenemos un radar cojonudo para identificar al que no es como la mayoría desde que somos niños y estamos en el patio del colegio. Y hay un elemento morboso. Un chaval que jugaba casi siempre de suplente en el United convocó una rueda de prensa para decir que se retiraba a los 25 años y fueron tres periodistas. Cuando dijo que se iba porque no quería ser una carga para sus compañeros y perjudicar al equipo por su homosexualidad, la sala se llenó de reporteros en cinco minutos.

¿Son los futbolistas un buen modelo para los jóvenes?

Sin entrar en las estratosféricas cifras que les rodean y que pueden dar que pensar, yo diría que según cuales. Los de la selección que ganó el Mundial, sin duda. Les decía de broma a Xavi y a Iniesta que eran como la familia Trapp, la de Sonrisas y lágrimas. Son los yernos perfectos, cualquiera compraría un coche de segunda mano a tipos como estos. Era maravilloso verles festejar que eran los mejores del mundo sin convertirse en unos chulos o unos hijos de puta. Si cualquier padre, viendo a la roja jugando en el Camp Nou, escuchó a su hijo decir “quiero ser como ellos”, es imposible que no se sintiera feliz. Hay otros que no son tan admirables, pero son minoría.

¿Se imagina la Liga sin el Barça?

No puedo. Sería un suicidio económico y un drama en lo deportivo. Mire, conozco bien Catalunya, y todo lo que ocurre me entristece profundamente. Hace años que hay un elefante en el salón, y nadie ha hecho nada hasta que es tan enorme que no nos deja ni ver la tele. El Gobierno ha desatendido a los catalanes, y sus dirigentes se han metido un autogol declarando la independencia de modo unilateral. Por ir a lo deportivo, me imagino a los dos presidentes como ajedrecistas malos, que ni juegan bien ni se saben las reglas. Cada vez que uno mueve pieza, la caga, y el siguiente lo hace todavía peor. Y su torpeza la pagan los peones. Hace 30 años que estoy aquí; conozco cada rincón de España y no sé con cuál quedarme, la diversidad es alucinante. Tenemos una riqueza como pueblo fantástica y hemos convertido nuestra principal virtud en nuestro mayor problema.

Cuenta el lado humano del deporte. ¿Y el inhumano?

Hay comunicadores mucho mejores que yo a la hora de enseñar los granos en el culo del deporte. Eso sí, no ­tengo problema en fruncir el ceño si hace falta. En el programa contamos la historia de David Millar, el ciclista que cuando recibió la medalla de oro en contrarreloj, lo hizo con lágrimas. No de alegría, como se pensó entonces, sino de vergüenza, porque sabía que se había dopado. Se arrepintió y escribió un libro como terapia contra la culpabilidad.

¿Destaparía el secreto mejor guardado? ¿Es usted del Barça o del Madrid?

En Catalunya piensan que soy merengue, y en Madrid, culé. El otro día paro en una gasolinera y me comenta un grupo de jardineros que estaba tomando café: “Robin, a ver cuando hablas bien del Madrid”, y les contesto: “A ver si me echa una mano y lo puedo hacer”. “Claro, es que estamos jugando fatal”, me reconocen. Y les digo, “O sea, granujas, que queréis que mienta. Vosotros podéis decir que vuestro hijo es feo, pero os enfada que lo diga yo” (risas). Lo del fútbol es así…

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