"Perdí parte de mi juventud entregada a la angustia"

El último día de Elvira Lindo

Vertical

30 maneras de quitarse el sombrero (Seix Barral) es el título de su último libro. Veintinueve ensayos que analizan la obra y el tiempo en que vivieron creadoras que han desarrollado su obra al margen del canon masculino y un autorretrato de ella, Elvira Lindo (Cádiz, 1962).

–¿Qué nos enseñan estas mujeres?

–Que hay que luchar siempre, que la vida es acción, pasión, compromiso, que no se puede ser pasiva. Que es preferible equivocarse a pasar inadvertida.

–¿Y cómo es Elvira Lindo?

–Creo que soy ahora como cuando era niña: tan inocente como perspicaz. Una mezcla rara, pero posible.

Madre de Manolito Gafotas, que “sería hoy un autónomo con cinco trabajillos de mierda, pero no desgraciado”, tiene muchos libros que han marcado su vida, pero elije tres: “Nueve cuentos, de J.D. Salinger, porque era como si se me revelara de pronto una manera nueva de escribir, basada más en lo que se ocultaba que en lo que se contaba; Tristana, de Galdós, porque a pesar de que se la suele contemplar sólo en su condición de víctima, para mí es un espíritu libre, una defensora del amor sin ataduras; y, El corazón es un cazador solitario, de Carson McCullers, porque late en sus páginas todo el espíritu, la sinrazón, el racismo, la violencia y la pasión del sur de Estados Unidos”.

Su madre falleció cuando Elvira Lindo tenía 16 años, después de una larga enfermedad y estando ella sola en casa.

–Cambió mi vida, pero mi vida ya había cambiado desde los nueve años, cuando empezó a estar enferma. Cuando enfermó, yo creía que estaba en mi mano salvarle la vida. La cuidaba mucho. Eso provocaba en mí una responsabilidad desproporcionada. También esta experiencia me condenó a saber lo que era la enfermedad y la muerte desde muy pronto. Siempre he temido perder lo que más quiero o que la vida dé un vuelco brutal e inesperado.

A Elvira Lindo le quedaron “muchas conversaciones pendientes” con su madre, que estaba aterrada por lo que pudiera ocurrirle a su niña en la vida. “Yo era la pequeña y era espontánea, muy inocente e influenciable. Ella temía que me dejara llevar por cualquiera, que me hicieran daño, que fuera por el mal camino; así que me reñía con frecuencia, me advertía, reprimía mi forma de ser, sobre todo antes de morir. Como si tuviera prisa por avisarme de los peligros. Ahora lo entiendo, pero entonces no, porque la niña dulce y cariñosa se convirtió en una adolescente”, explica. Ha visto morir a tres personas queridas y en las tres “experimenté un frío helador que me llevaba a temblar desconsoladamente. Noté la ausencia de vida en sus cuerpos de manera física. También creía escuchar a mi madre por los pasillos de casa al año después de su muerte. Me aterraba quedarme sola”.

–¿Le da miedo la muerte?

–Me da miedo el padecimiento previo a la muerte, el dolor físico. Pero más que en ese miedo pienso en qué será de los que se quedan. Tal vez soy patológicamente protectora y creo que cuando yo no esté andarán más desamparados. Se me da mejor cuidar que ser cuidada.

Antes creía que había algo más allá, y le da pena haber perdido esa fe, pero “me ha aliviado de la presencia de los fantasmas de los muertos que me atormentaron hasta muy mayor. Quisiera llegar a vieja con un sentimiento de aceptación, para no estar malhumorada o furiosa con un destino que es inevitable y dejar un buen recuerdo”.

–¿Qué es la vida para usted?

–Yo sigo la máxima de Federico García Lorca, “tenemos el deber de ser alegres”. Y sí, siento ese deber. Alegre no significa banal ni superficial, sino alguien que entiende que la vida es fugaz y trata de disfrutarla. Esa alegría no es incompatible con el sentirse afectado por la desgracia ajena, al contrario, siempre he tratado de mejorar la vida de los que me rodean. No sé permanecer al margen de lo que ocurre, me implico casi siempre.

Y no duda. Se reencarnaría en Elvira Lindo para volver a empezar y no cometer los mismos errores.

“Quiero una segunda oportunidad”.

–Si supiera que mañana es el último día de su vida, ¿qué haría? ¿Cómo lo pasaría?

–Procuraría entregarme a placeres sencillos que no me recordaran la trascendencia del momento. Invitaría a cenar a mis seres queridos y trataría de que fuera algo íntimo y armonioso. Luego les daría a cada uno una carta para contarles por escrito todo lo que han supuesto para mí. Repartiría mis objetos personales pensando muy bien aquello que dejo a cada uno. Soy muy de dejar las cosas por escrito, claras y arregladas. Es el mejor modo de que no haya malentendidos.

–¿Qué le hubiera gustado hacer y ya no podrá porque no tendrá tiempo?

–Me hubiera gustado aprender a cantar, ser actriz, aprender a bailar. Cualquier cosa con tal de estar preparada para la vida cómica.

–¿Qué aconsejaría a los que se quedan?

–Que eviten los pensamientos negativos que les roban el tiempo.

–¿Cómo diría que fue su vida?

–Muy intensa, original, digna de ser contada. Hay veces que me pasan tantas cosas que no sé si mis memorias serían creíbles.

–¿De qué está más orgullosa?

–De mi capacidad para relacionarme con cualquiera, de saber escuchar, de que los demás aprecian que la atención que presto es verdadera.

–¿Se arrepiente de algo?

–Sí, de muchas cosas. Sobre todo, de haber perdido parte de mi juventud entregada a la angustia. Podía haber sido más feliz, pero me costó madurar.

–¿El mejor recuerdo de su vida?

–Cuando le cantaba a mi hijo de niño canciones antes de dormir. Cuando mi entonces novio me dijo que quería vivir conmigo. Cada vez que mi hijastra ha confiado en mí.

–¿Cuál sería el menú de su última cena?

–La prepararía yo. Por ejemplo: una buena pasta con salmón y chalotas, que me encanta y no me queda nada mal. Un gran vino. Una New York Cheesecake con un vino de Madeira de postre.

–¿Se iría a dormir?

–No, me quedaría de charla hasta que se me acabara la cuerda.

–¿Cuál sería su epitafio?

–Se me ha hecho corto.

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