El hombre que todo lo explora

Simon Garfield

En sus libros, Simon Garfield ha cartografiado el mundo de los mapas o, en plena era del e-mail, ha escrito un réquiem por el correo postal. Su último proyecto ha sido remontar 200 años el río de la historia para comprender por qué vivimos cronometrados, siempre pendientes del reloj y de no llegar tarde.

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El autor, paseando a Ludo cerca de su casa y del gran bosque urbano de Hampstead Heath, en Londres

Sobre la mesa y el banco de la cocina del autor inglés Simon Garfield (Londres, 1960) hay tres jarrones con tulipanes morados y dos con tulipanes amarillos, dos cajitas de tomates cherry, dos paquetes de mantequilla salada marca Président, cilantro en polvo en un bote de salsa de tomate marca Jamie Oliver, dos libros de cocina, un aguacate, una radio antigua, un exprimidor de naranjas de émbolo, un temporizador de riego de jardín roto, el diario The Observer del domingo anterior y la última edición de la revista de su club de fútbol preferido, el Chelsea. Colgados, tres cuadros y unas cuantas fotos familiares, pero ni un solo reloj a la vista, ni en la pared, ni en los estantes, ni siquiera en la puerta del horno. Ni uno. Es como si el hombre que durante dos años ha investigado hasta qué punto nos esclavizan los relojes, los cronómetros y los horarios hubiera visto la luz y renunciado a seguir el dictado del minutero.

Ningún reloj en el jardín, ni tampoco en la sala de estar donde ya está bien colocada la edición en español de su último libro, Cronometrados. Cómo el mundo se obsesionó con el tiempo (Taurus), y en el que da cuerda a los últimos 200 años para descubrir por qué ese pequeño artefacto con esfera y agujas que llevamos en la muñeca rige nuestras vidas como ese perro enorme que, con su fuerza y empuje, pasea a su amo, y no al revés.

“Con el tiempo, estoy como casi todo el mundo, atrapado entre dos estadios de confusión, el de estar corriendo siempre y el de la calma total. Me encanta no saber la hora que es”

Garfield es un autor de no ficción que ha explorado aspectos cotidianos y a veces invisibles que configuran los trazos esenciales de nuestra civilización. Su primer éxito en España fue recopilar un puñado de grandes anécdotas sobre el arte de la tipografía (Es mi tipo). Luego delineó la historia de los cartógrafos y de cómo los mapas han moldeado nuestra forma de ser, de movernos y orientarnos… y de pelearnos con el copiloto del coche (En el mapa). Más tarde se atrevió a poner lacre al universo del correo postal (Postdata). En Cronometrados, el autor acomete una autopsia pormenorizada de la medición del tiempo, algo que le ha llevado a vivir sus propias aventuras, como viajar a una slow city, intentar ensamblar un reloj de precisión, conocer a un atleta atrapado en su récord de velocidad o indagar por qué es tan universal y vigente esa imagen del actor Harold Lloyd a punto de caer al vacío desde lo alto de un edificio aferrado a las manecillas de reloj.

Un día, volviendo de un partido del Chelsea, tuvo un accidente de bici. El tiempo se volvió muy lento. ¿Fue entonces cuando vio la idea del libro?

La idea estaba sobre la mesa, un libro sobre el tiempo. Siempre me gustaron estos temas tan amplios porque puedo llevarlos al terreno que prefiero, más o menos periodístico, histórico. Para mí eso es genial, mejor que escribir una biografía de un político o un deportista, porque ahí te tienes que ceñir a los hechos, a la línea temporal, como en las películas biográficas. Incluso si empiezas a la manera moderna, es decir, no desde el nacimiento y la escuela, el trabajo y la muerte, todavía estás atado a un línea temporal.

Algunas de las historias que cuenta son personales.

Sí, y también de reportajes periodísticos que hice en el pasado. Es curioso, porque siempre empiezo un libro pensando “esto no es personal, no tiene nada que ver conmigo”, pero al cabo de un tiempo veo que por supuesto es personal. Un día, mi editor me sugirió la idea de escribir sobre mapas, y entonces pensé: “Pero si yo colecciono mapas del metro de Londres…”; los tenía aquí todos colgados hasta que hicimos una pequeña reforma. No soy geógrafo, experto en hacer relojes ni cartógrafo, pero sí puedo hablar de mapas y relojes de una manera personal que pueda interesar al lector, es un puzzle entre lo personal y lo histórico.

Usted es un hombre que se ha especializado en medirlo todo, un heraldo de aquello que nos rodea pero no vemos o no le damos importancia, de hábitos que van desapareciendo lentamente o muy rápido.

No quiero ser alguien que se aferre al tiempo pretérito ni pasar por ejemplo de hombre analógico que se niega a reconocer los avances. Pero lo cierto es que esas cuatro cuestiones, la de los mapas, la tipografía, el correo y el tiempo, se han visto afectadas de manera radical por la era digital en los últimos 20 años. El correo es el e-mail, el mapa es Google Maps en el móvil, el tiempo es en parte digital, ya no necesitamos un reloj,

¿No le mueve la nostalgia?

Yo no soy ese viejito que se niega a cualquier avance, estoy rodeado de aparatos…, pero creo que soy lo suficientemente mayor ya para darme cuenta de lo que estamos perdiendo, lo que estamos a punto de abandonar si nos olvidamos de ello. Las cosas, con todo, regresan si tienen un valor especial, regresan de manera natural. El renacimiento del vinilo está sucediendo en todos lados. Los LP vuelven como los libros bonitos, cuya muerte parecía anunciada con la llegada del Kindle. En el Reino Unido se venden en el 2017 tantos libros como en el 2009, a la gente le gusta tocarlo, ver el lomo, el libro es una tecnología que funciona.

“Mapas, tipografía, relojes... soy lo suficientemente mayor para darme cuenta de lo que estamos perdiendo o a punto de abandonar si lo olvidamos”

En el libro se marca dos objetivos, explicar buenas historias y averiguar por qué no hemos vuelto tan locos perseguidos por o persiguiendo al tiempo. ¿Cómo es su relación con él?

Estoy como casi todo el mundo, creo, atrapado entre dos estadios de confusión, el de estar corriendo siempre y el de la calma total, como la del pescador egipcio que cito que no tiene ninguna prisas ni obligaciones. Lo que sí me gusta es pensar que dentro de un rato, o ­mañana, o cuando sea, tendré dos horas para sentarme, leer un libro, huir un poco de los e-mails, de las llamadas, aunque sepa que luego tendré que hacer un montón de cosas. Tengo la sensación que mi tiempo es muy limitado, soy consciente de ello.

Y sin embargo, durante la visita, Garfield habla y actúa con una parsimonia que se agradece. Lejos de despachar a la visita lo antes posible, se está un cuarto de hora preparando un café de filtro a la colombiana. Y luego habla de muchas otras cosas que nada tienen que ver con sus libros. Qué suerte, un entrevistado que no tiene prisa.

Es curioso, cuantos más avances tecnológico y más progreso, más presión, más atados a la ley del tictac.

En los últimos 200 años eso ha cambiado de manera clarísima, sin duda. Pero incluso entonces, los agricultores, por ejemplo, también tenían esa idea de que el tiempo se les escapaba de las manos, de que no llegaban a recoger toda la cosecha, o de acabar la labranza… Tal vez el tiempo siempre nos ha metido prisa, pero es ahora cuando somos más conscientes de ello porque todo se ha acelerado. Y si somos más conscientes es porque se nos ofrece mucho por hacer, por ver, y también nos muestran cómo ganar tiempo al tiempo, con apps que dicen ahorra diez minutos en esto o aquello. No tengo respuestas, no soy un gurú que te dice: “Puedo lograr que ganes una hora al día o a la semana haciendo…”, pero es interesante ser consciente de ello.

¿Ha habido, en comparación, algún tiempo tan rápido como el actual, tal vez el inicio del siglo XX?

Si uno se fija en los movimientos artísticos y ve las grandes obras que aparecieron, como el futurismo... pero fue la Primera Guerra Mundial la que aceleró nuestra vida, también la Segunda. Fue un catalizador, había un sentimiento de que para acabar el conflicto tenías que matar a más gente lo más rápido posible. Era una cuestión de que tus armas llegaran más lejos más rápidos y tu aviones fueran más veloces para alcanzar antes el objetivo.

“El reloj se acelera y entra en nuestras vidas cronometrándonos a partir de 1810, con la llegada de los ferrocarriles y las fábricas, sus horarios, pausas para comer o para tomar el té de las 4”

Dicho así suena demoledor. Con todo, usted inicia su investigación a inicios del XIX.

Sí, porque el tiempo se acelera y entra en nuestras vidas en forma de relojes y cronometraje con los ferrocarriles y las fábricas. La gente tuvo que aprender a leer la hora, ser capaz de decirla. Ya no se trataba sólo del sol o la luna o de comer cuando sentías que tenías el estómago vacío, sino de comer a unas horas concretas, la pausa del almuerzo, la pausa del té, que en Inglaterra era a las 4. Así empezó a condicionarnos el tiempo. Estamos hablando de 1810 para adelante

Garfield explica en Cronometrados que en la Inglaterra de inicios del 1800 no había una hora oficial. Las localidades se guiaban por la que marcaba el campanario, que podía coincidir o no con la de Londres. Tampoco había una coordinación de horarios entre las incipientes líneas férreas por una simple razón: no estaban unidas entre sí, y el tren salía y llegaba cuando podía. Sucedió que, cuando empezaron a conectarse unas compañías con otras, la coordinación de horarios fue necesaria para que los pasajeros pudieran transbordar de tren sin quedarse tirados o tener que esperar horas a coger el siguiente. Ese es, en suma, el germen de nuestro ajetreo actual. Y a la vez, menuda paradoja, el tren se ha convertido hoy en un antídoto a la velocidad del tiempo, una cápsula de relax (dentro de lo que cabe). “Existe ese sentimiento que es universal, viajas en tren, no conduces, alguien te lleva, flotas y vas dulcemente a la deriva. El paisaje se mueve y tú pareces estar en un estadio temporal distinto al del paisaje que se mueve”, cuenta Garfield. Es lo que le sucede cuando viaja a St. Yves, en Cornualles, su refugio creativo y de descanso. “Allí desconecto mi vida online y todo sucede más lento. Estás en el fin del mundo, las mareas son las que mueven el reloj si se quiere, y te das cuenta de que en realidad no tienes ningún poder, de que el tiempo pasa con o sin ti”.

En el libro habla de un reloj, uno de la marca Smith, al que le tiene mucho aprecio.

(Levanta la manga de la camisa). Es este. Es la marca que llevaba Edmund Hillary cuando coronó el Everest. Es curioso porque lo vi en una vieja relojería en el barrio de Blackfriars y el propietario, un tipo muy peculiar, no me lo quería vender porque decía que se retrasaba mucho. Curiosamente perteneció a un ferroviario, fue un regalo que le hicieron cuando se jubiló en los años cincuenta…

Suena a aquel relato breve de Cortázar que dice: “Cuando te regalan un reloj, te regalan un pequeño infierno florido”.

Lo del tiempo es raro, en efecto, yo llevo mi Smith, y sí, no es un regalo que te hacen, porque tienes que estar pendiente de él, darle cuerda todos los días al menos una vez. Lo compré cuando empecé a escribir el libro, me gusta su historia. No sé, inevitablemente piensas cuantos años me quedan con energía para escribir, tres, cinco, diez. O te preguntas, ¿de verdad quiero pasarme dos años de mi vida trabajando en esta historia? Mi hijo mayor tiene 29, y es una idea extraordinaria, porque yo a veces siento que tengo 17 años. Yo tenía la edad exacta para el punk cuando este emergió: 17 en 1977. Ya dejé de jugar a fútbol por mis rodillas. No he llegado al punto de que no me puedo poner los calcetines… espero que aún falte para eso (risas).

Para entender mejor la complejidad de los relojes actuales, acudió a Suiza a hacer un cursillo.

Fue una experiencia, me interesaba mucho el proceso, es admirable lo que los relojeros hacen, su artesanía. Es un mundo obsesivo en el que no te puedes equivocar ni lo más mínimo. En realidad hay dos obsesiones, la del maestro relojero y la de la persona que se gasta 50.000 euros en uno, y no es de los más caros, porque pueden alcanzar los 500.000. Es un universo más loco todavía, donde la gente lucha por conseguir una edición limitada.

El reloj es un mensaje para quien lo quiera ver y un espejito-espejito que nos diga cada día lo guapos que somos.

Con estos relojes, el mensaje del que los lleva es “yo domino el tiempo” y “tengo mucho dinero”. Y al final esa gente será polvo como el resto del mundo, pero mientras vivan se sentirán con los másters del universo. Los relojes ya no están aquí para que le des la hora a alguien, sino para mostrar, para demostrar de una manera natural y razonablemente discreta. Si fardas con un coche, es muy diferente, es algo muy grande, muy aparatoso en comparación con un reloj, que es mucho más sutil.

Después de la tipografía, los mapas, el correo y el tiempo, ¿en qué está trabajando?

En el concepto de la miniatura. No va de cosas pequeñas, sino de aquellas que hemos empequeñecido, como un souvenir, un tren de juguete, casas de muñecas, maquetas de arquitectura...

Perdone, pero… ¿no es raro que no haya ningún reloj en la casa?

En realidad había uno. Lo quitamos hace poco. Me he pasado casi un mes mirando a la pared buscando la hora, sin recordar, una y otra vez, que el reloj ya no estaba ahí. Por una lado me gustaría tener uno aunque sin segundero, pero me tendría que gustar mucho, y por otro lado, está bien no tenerlo. Me encanta no saber qué hora es aunque tenga cosas que hacer. Esta tarde debo enviar unos correos, arreglar un poco las plantas del patio y también el temporizador de riego del jardín, que es otro tipo de reloj (risas). ¡Uf, tengo que leer las instrucciones!

Arqueologías alternativas 

Cronometrados. Cómo el mundo se obsesionó con el tiempo es el cuarto libro que Garfield publica en España después de Es mi tipo, En el mapa y Posdata, todos editados por Taurus, y todos unidos por el ansia de excavar en aquellos campos de la ciencia que han regido la humanidad en los últimos siglos y que los avances de la tecnología están modificando o haciendo desaparecer.

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