"Estamos en manos de lobos sanguinarios”

Svetlana Alexiévich

Toda una tarde con la flamante premio Nobel de Literatura, Svetlana Alexiévich, da para mucho. Para hablar de guerras, de amor, de política... Por esta casa de la periodista y escritora en Minsk han pasado personas de todo tipo que le cuentan sus tremendas historias. Ella dice que no le hace falta inventarse personajes, sólo descubrirlos.

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Svetlana Alexiévich, en la cocina de su piso de Minsk, un escenario habitual en sus libros, con el río Svisloch al otro lado de la ventana

En la cocina de Svetlana Alexiévich pasan cosas terribles. En la misma mesa de madera donde sirve un té a sus invitados, al lado de una nevera roja, han tenido lugar conversaciones conmovedoras. Aquí han llorado mujeres y hombres que creyeron en la Unión Soviética, han gritado viudas y hasta mutantes de Chernóbil o incluso se han sentado a charlar apacibles abuelitas que preparaban tartas, pero que fueron, en su día, sanguinarias guerreras que les sacaban los ojos a los alemanes con sus propias manos. Por la cocina de Svetlana Alexiévich han desfilado todos los horrores del siglo XX.

Alexiévich vive en un bloque de pisos típicamente soviético. Algunos buzones de la entrada están rotos, y la pintura de la pared se desconcha. Muchas cosas en su ciudad, Minsk, la capital de Bielorrusia, recuerdan a la película Good Bye, Lenin, comenzando por una monumental estatua del mismo Lenin frente al Palacio de Gobierno, al lado de la cárcel a la que van a parar algunos opositores; siguiendo por la omnipresente estrella roja de cinco puntas y acabando por la bandera del país, que desde 1995 es la misma que en los tiempos soviéticos, aunque sin la hoz y el martillo.

“Nunca nadie ha preguntado a la gente sencilla por su visión de los grandes acontecimientos de la historia, cómo les afectan en sus vidas”, dice. Ella lo hizo y a partir de ahí escribe sus obras

En la calle, en un determinado momento, los peatones se cuadran de repente, dejan lo que están haciendo y se ponen firmes. Pasan entonces, por la carretera, motoristas y coches de la policía y, unos metros detrás, un vehículo negro con los cristales opacos. “Es el coche del presidente Lukashenko”, aclara una mujer. Cuando el coche se ha ido, los paseantes reanudan sus movimientos anteriores. Recuerda a cuando en las escuelas antiguas entraba el maestro.

Y la decoración del piso de la premio Nobel de Literatura 2015 recuerda a las casas españolas de los años setenta, con mucha madera de color marrón. Desde las ventanas de su estudio y de la cocina se ve el imponente río Svisloch, “que me trae la inspiración para escribir; he pedido a una inmobiliaria que me busque otra casa más grande, pero solamente me cambiaré si se sigue viendo el río”, explica. Se queja de su resfriado, un mal que soporta con frecuencia “porque tengo un nervio muy sensible al frío”.

Un día, cuando era joven, Alexiévich tuvo una idea: “Me dije: ‘Voy a crear un gran lienzo épico de mi tiempo’”. Y, dicho y hecho, se puso a entrevistar a cientos de personas sobre los grandes acontecimientos que habían vivido: la Segunda Guerra Mundial, la guerra de Afganistán, la catástrofe de Chernóbil, la epidemia de suicidios en Rusia o la caída del imperio soviético.

“Nunca nadie ha preguntado a la gente sencilla por su visión acerca de los grandes acontecimientos de la historia, cómo les afectan en sus vidas cotidianas. Yo me he acercado a los que más han sufrido. No hago la distinción entre ser humano pequeño o grande, yo no los distingo, para mí, una persona es mucho, en su interior hay de todo, más que suficiente para perderme”.

“Estoy escribiendo un libro de amor, he entrevistado ya a gente que lo experimentó en el gueto de Minsk y en el de Kiev. También proyecto otro gran libro sobre la muerte”

¿No es, a veces, demasiado dura con el lector?

Lloro cuando escribo, a veces me detengo y no puedo seguir. Lloro cuando entrevisto a la gente, y me parece normal que el lector llore también. No es malo llorar. Pero no golpeo todo el tiempo, dejo descansar al lector de vez en cuando. En la guerra la gente mata y nadie es bueno. Si alguien coge un arma y mata a otra persona, nunca más será bueno.

Tal vez desde la antigua Grecia no se había renovado literariamente la figura del coro como lo ha hecho usted.

He creado algo que podríamos llamar la novela de voces. Cuando entras en la selva oyes cantar a todos los pájaros a la vez. No me gusta que haya un narrador dominante, que imponga su visión del mundo, haciendo callar a los demás. La verdad nace de escuchar a ­todos.

Hubiera estado bien tener una Alexiévich en la Revolución Francesa o en la rusa…

Eso tendría un gran interés, hoy leeríamos esos libros para conocer la verdad, lo que realmente pasó. Hay miles de libros que jamás fueron escritos y que se han perdido en la oscuridad de los tiempos. Tal vez el Nobel provoque que periodistas jóvenes intenten aplicar este método en África, en América Latina…

¿En qué trabaja ahora?

Estoy escribiendo un libro nuevo sobre el amor, he entrevistado ya a gente que lo experimentó en el gueto de Minsk y en el de Kiev. También proyecto otro gran libro sobre la muerte. El amor es un tema trágico, no es nada apacible.

Tampoco es como la guerra, ¿no?

Entre un hombre y una mujer hay una guerra. Me gustaría saber cómo es ahora entre los jóvenes. ¡Catarina! –exclama Alexiévich, dirigiéndose de repente a la intérprete–, tú que eres tan mona, ¿hablarías conmigo de tus amores? ¿Cómo te gustan los hombres? ¿Cómo te tratan? ¿Cómo te conquistan? Tengo muchas entrevistas de gente mayor, pero de la gente joven no sé casi nada.

“La Rusia de hoy es una amenaza para todo el mundo civilizado, están listos para entrar en cualquier conflicto armado a aplastar al otro”

Mientras la intérprete despotrica contra un novio andaluz que tuvo una vez en la etapa en que vivía en Málaga –los periodistas entienden palabras sueltas como “machista” o “no andar sola”–, Alexiévich sonríe y la emplaza a ampliar ese tema en próximos días. “Quiero que me hables también de los hombres bielorrusos, con todos los detalles, ¿lo harás?”. Se dan los teléfonos para continuar hablando de hombres otro día.

Ese es el método Alexiévich. En sus libros prácticamente desaparece, son los entrevistados los que hablan. ¿Se reprime para no expresar lo que piensa? “Bueno, soy yo quien elijo a los que hablan y los fragmentos que aparecen. Una opinión subjetiva mía lo estropearía todo”, dice.

Su gran maestro ha sido el bielorruso Ales Adamovich, de quien tomó “las grandes lecciones sobre la posición del narrador”. “Él narró el sitio de Leningrado a partir de escenas concretas, por ejemplo, cómo un chico se dejó morir de hambre por no aceptar unas croquetas de una prostituta a la que odiaba”.

La polémica la ha acompañado en su país cuando se ha declarado parte de la cultura rusa. Ella, en realidad, ¿qué se siente? “Nací en 1948 y, por tanto, he sido soviética, esa patria desaparecida está todavía en mí, como en millones de personas. Pero hoy tengo tres patrias. La primera es Bielorrusia, la tierra de mi padre. Soy bielorrusa. Después, soy ucraniana, como mi madre. Y también pertenezco a la grandeza de la cultura rusa, que es el idioma en el que escribo”.

Viendo cómo una colega suya, la periodista Anna Politkóvskaya, fue asesinada ¿no siente miedo?

Grupos afines a Putin colgaron en internet la lista de un centenar de demócratas a los que culpaban de la humillación de Rusia. Anna Politkóvskaya ocupaba el undécimo lugar en esa relación de candidatos al fusilamiento, y fue la primera en morir.

“Los años noventa fueron muy locos; mis amigos, que son muy inteligentes, dejaron de hablar de los poemas de Ajmátova y se apasionaban por una plancha o una lavadora, eufóricos por poder comprar”

¿De algún modo el premio Nobel es un escudo protector para usted?

En las dictaduras los dirigentes suelen ser poco instruidos. Y no asumen la responsabilidad de tener en su casa a un premio Nobel. No es un escudo protector al cien por cien. Antes no me publicaban y, cierto, ahora tengo derecho a decir lo que otros no pueden decir, pero en Bielorrusia no hay una situación de libertad. Se dan gestos de democratización porque Lukashenko necesita los créditos occidentales. Pero la dictadura ha detenido el tiempo, la sociedad está en decadencia y ha dejado de desarrollarse. Bielorrusia tiene políticos desaparecidos, otros han sido encarcelados. No es una dictadura atroz al cien por cien, como fueron las de Franco o Hitler, es una mezcla rara, a lo soviético, una especie de autocracia paternalista. Es socialismo y plutocracia todo mezclado, no se puede discernir cuál es su ideología, más allá de conservar el poder. En los países exsoviéticos no hay líneas claras, lo único que podemos decir con certeza es que no hay libertad y que esto que vivimos no es una democracia.

¿Rusia es más democrática que Bielorrusia?

Al principio de Borís Yeltsin sí lo fue, floreció la libertad de expresión, pero la Rusia de hoy es otra cosa, es una amenaza para todo el mundo civilizado, el triunfo de una filosofía incluso más peligrosa que la soviética, están listos para entrar en cualquier conflicto armado, a solucionarlo todo a través de la guerra, a aplastar al otro. Chechenia, Ucrania, Crimea, Turquía, Siria… no sabemos cuál será el próximo país al que Putin envíe el ejército. Incluso Lukashenko teme a Rusia.

Explica que, al caer el comunismo, “el descubrimiento del dinero fue como una bomba atómica”. “Durante el socialismo, no era importante cuánto dinero cobrabas, todos recibían el mismo salario, unos 120 rublos, todos llevábamos el mismo estilo de vida, menos algunos casos especiales, como los disidentes. Se vivía sin lujos, pero se tenía una vida normal, todo el mundo tenía vivienda, ropa y zapatos. Luego, de repente, en los años noventa, las tiendas se llenaron de cosas bonitas: muebles, ropa, electrónica… Y para comprar esas cosas había que ganar dinero, y la gente se puso a idear nuevos métodos de ganar más dinero, por eso lo comparo con la bomba. Los noventa fueron muy locos, mis amigos, que son muy inteligentes, dejaron de hablar de los poemas de Ajmátova y se apasionaban por una plancha o una lavadora, estaban eufóricos por poder comprar tantas cosas nuevas que nunca habían visto en su vida. Entras en una casa y aún te dicen: mira qué cafetera Nespresso me he comprado, tengo un televisor Siemens… ¡Como niños! ¡Increíble! Necesitábamos dinero y dinero, para poder probar todas esas cosas nuevas. Nosotros, que habíamos pasado horas y horas en las colas esperando para comprar naranjas”.

“El capitalismo ruso es de cueva de ladrones, salvaje, inhumano. Nuestros modelos son banqueros, hombres de negocios, modelos, prostitutas y mánagers”

¿No le gusta tampoco el capitalismo?

Tras la caída de la URSS, para escribir El fin del Homo sovieticus, viajé por toda Rusia y hablé con muchas personas, que se sentían engañadas, con sus esperanzas destrozadas: no podían enviar a sus hijos a la universidad, no tenían para comprar medicinas… antes estábamos mal, pero todos tenían un mínimo. El capitalismo ruso es de cueva de ladrones, salvaje, inhumano. Nuestros modelos sociales son banqueros, hombres de negocios, modelos, prostitutas y mánagers. Un millonario ruso me dijo: “Si no tienes un millón, no eres nadie, más vale que te vayas del país”. Es una metáfora del capitalismo ruso: sin dinero, no eres persona. Son magnates que presumen en la tele de que tienen un lavabo bañado en oro en su avión privado. Y el resto de la población se siente inútil.

Otra de sus voces dice: “Los rusos necesitan la libertad igual que un mono unas gafas”.

Eso es lo que muchos nos tememos, que nunca se va a poder instaurar una democracia, por nuestra naturaleza. Pienso que eso es verdad. Algo llevamos en los genes: Pedro el Grande, Stalin… mientras que Alejandro II el Libertador, que abolió la esclavitud y dio la libertad a Rusia, fue asesinado. Y a Gorbachov lo echamos. Los checos buscaron un Václav Havel, pero nosotros nunca dimos protagonismo político a Sájarov, nosotros queríamos un padre autoritario.

Sobre el atentado de París –ciudad en la que vivió tres años– afirma: “Lo que más miedo causa es que estamos en las manos de lobos sanguinarios, auténticos chiflados que actúan en solitario y que por tanto son incontrolables, y algunos países se enfrentan a ellos con métodos igualmente sanguinarios”.

Confiesa que uno de sus deseos, “algo que me gustaría hacer, es entrevistar a un ­yihadista”. “Ellos organizan su atentado de modo parecido a como se organiza un espectáculo, es impresionante. Nos hacen sentir como espectadores, cuidan incluso la ropa que se ponen, yo lo veo como un gran espectáculo macabro, les preguntaría sobre eso, como a un actor que prepara una función”.

Voces de Chernóbil, su libro más popular, explica los devastadores efectos de la catástrofe de la central en su país, Bielorrusia, aun no teniendo ninguna central nuclear en su territorio. “Uno de cada cinco bielorrusos ha vivido en un territorio contaminado, un total de 2.100.000 personas, de las cuales 700.000 son niños. La radiación es la primera causa del descenso demográfico, el número de personas con cáncer se ha multiplicado por 74 en comparación con antes del accidente”, señala.

Hay una de esas voces que se le ha quedado en el alma: “La de una mujer que amaba tanto a su marido contaminado… Él se convirtió en un monstruo, se le salían las entrañas en su cama del hospital, se retorcía de dolor y las únicas dos horas del día en que no gritaba era cuando hacían el amor, no se lo había contado a nadie más, y por eso cambié su apellido en el libro. Luego me llamó y me riñó: ‘¡No quites mi nombre, no me avergüenzo de amar a mi marido!’. Creo que es algo típicamente soviético, ¿podría una mujer española amar a un monstruo?”.

Es usted premio Nobel de Literatura, pero nunca ha escrito nada de ficción. ¿No tiene aunque sea un cuento escondido en un cajón?

¿Para qué? No necesito inventarme a las personas, mi objetivo es descubrirlas.

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