Cómplices tras la pantalla

Trueba - Sardá

Son dos grandes de la escena, dos maestros de la ficción que acumulan premios y éxitos de taquilla. Pero más allá de su pulsión por el cine, el director Fernando Trueba y la actriz Rosa María Sardá comparten amistad, espíritu crítico y una cercana ideología que alimenta sus largas charlas. 'La reina de España', su nuevo filme, les reúne y recupera el reparto y la historia de 'La niña de tus ojos', 18 años después.

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Se conocieron en el rodaje de La niña de tus ojos, hace dos décadas, y recuerdan que conectaron al instante. Además del oficio, a Fernando Trueba (Madrid, 1955) y a Rosa María Sardá (Barcelona, 1941) les une una similar concepción del mundo, su compulsiva adicción a la lectura y el gusto por las charlas de sobremesa, sin prisas, a las que se abandonan cuando pueden. En esta ocasión, la cita es breve, en un hotel barcelonés, y responde al estreno de La reina de España, el reencuentro con los personajes de aquella taquillera cinta que arrasó con siete Goya en 1998.

Es también el retorno de Trueba a la comedia, su esencia. De nuevo una historia de cine dentro del cine, aunque si aquel primer filme narraba la peripecia de un rodaje español en la Alemania nazi, con una Penélope Cruz a lo Imperio Argentina, esta segunda entrega viaja a la España de 1956 y recrea, con humor, uno de los primeros rodajes americanos en el país tras el fin del bloqueo internacional a la dictadura franquista. Ahora su protagonista encarna a Isabel la Católica, y Sardá repite como la sarcástica Rosa Rosales, actriz veterana “que no come entre bebidas”, junto al reparto de La niña y fichajes como Javier Cámara y Ana Belén.

Sardá: “Todos somos como matrioskas, pasan los años, pero nuestra esencia sigue ahí dentro. Penélope es la misma niña, a Jorge lo adoro... No los he visto distintos”

Trueba: “Me sigue preocupando cada plano, me asusta la responsabilidad. No hay que perder esa tensión, ese respeto. Creo que quien no duda es un necio”

Trueba llega al encuentro con aire relajado. Ha aprovechado el viaje desde Madrid para echarse un sueñecito y viene conectado al iPod –no tiene móvil–, con el que disfruta lo nuevo de Leonard Cohen, Norah Jones y Wilco, “una delicia”. Sardá aparece con aspecto saludable. Hace dos años saltó la alarma sobre su salud, y el rumor creció al no recoger el premio Gaudí de Honor. Ha estado “pachucha”, reconoce, pero en activo, en cine (Ocho apellidos catalanes) y en teatro (un monólogo sobre Gaza). Así que zanja el asunto con un: “La salud, bien, gracias”.

¿Cómo ha ido el reencuentro?

Rosa M.ª Sardá: Estupendo. Penélope es la misma niña, ­ahora con hijos, a Jorge Sanz lo adoro... Yo no he notado un gran cambio en ninguno de ellos. En realidad todos somos como matrioskas, nuestra esencia sigue ahí dentro.

Fernando Trueba: Reunir a todo el reparto ha sido casi un milagro. Hemos vivido muchas cosas en 18 años, pero han surgido las mismas risas, la misma conexión.

R.S.: Yo no pude disfrutar tanto el rodaje de Budapest, tuve un resfriado complicado con otras cosas. Pero fue entrañable. La última noche insistían en que fuera con ellos a una cena. Les dije que no, tenía fiebre y prefería tomar un bocadillo en el hotel. A los diez minutos veo que Fernando regresa y me dice: “Me quedo a cenar contigo”. Detalles como este lo dicen todo.

¿Cómo dirige Trueba?

R.S.: Me cuesta disociar el amigo del director. Es un hombre que está siempre creando. Como el gran melómano que es, todo lo ve como si fueran partituras. Escucha los instrumentos (los actores), deja que suenen y si aportan algo inesperado, lo acepta. Para este filme, un año antes de rodar nos reunió a todos en su casa. Quería oír cómo sonaba el guión. Eso es un privilegio.

¿Y Sardá es de las que aportan?

F.T.: Siempre. Y desde mucho antes de llegar. Cuando escribo en casa me la imagino y ya me ayuda. Es mágico. Luego, su ironía y precisión al rodar es un lujo. Es perfeccionista, obsesiva. Y también ha dirigido, así que el diálogo es más de colega; ella piensa más allá de su papel.

En una entrevista, Sardá decía que su éxito es más fruto del trabajo que del talento.

R.S.: ¿Yo dije eso?

F. T.: ¡Eso era cuando bebías!

R. S.: Ja, ja, sí, a veces digo cosas raras. No, en serio, soy una persona insegura. Aunque me digan: has estado estupenda, yo no soy consciente, sigo dudando.

¿Todavía sienten dudas?

F. T. : Quien no duda es un necio. Te la juegas en cada plano. Me asusta la responsabilidad. Y no hay que perder esa tensión.

¿Y la motivación, sigue intacta?

R.S.: Claro, cuando tienes una escena, te vuelcas. Y a veces te hunden. Como el día que llegué al rodaje y me pintaron la cara de negro. ¡Un horror! Parecía El cantor de jazz.

¿Lo mejor de su trabajo?

R.S.: Como decía Chus Lampreave: lo mejor del rodaje es cuando paramos a tomar el bocadillo y hablamos de nuestras cosas, ja, ja.

F.T.: Qué grande, Chus. Yo disfruto todo el proceso, y en este filme me ha encantado recrear aquel cine tan artesanal. Quizás lo que más me cuesta es escribir. Soy lento. Por eso dejo que el guión se vaya creando en mi cabeza. Ahora me espera el de mi nuevo filme de animación, con Mariscal, sobre música y política en los años sesenta y setenta.

Sus carreras en el cine despegaron en los ochenta. Trueba renovó la comedia del país con Ópera prima, más tarde cruzó fronteras con su Oscar a Belle époque y, entre un extenso currículum de éxito, rozó la estatuilla con Chico y Rita. En el 2015 recibió el premio Nacional de Cinematografía. Sardá, por su parte, ha recibido dos Goya y la Medalla de Oro de la Academia del Cine desde que dio el salto a la gran pantalla, tras triunfar en teatro y televisión. Juntos hicieron El embrujo de Shangai, en el 2002, y Wit, obra producida por Trueba y su esposa, Cristina Huete, que hizo a la actriz acreedora del Max.

Sardá: “No puedo desencantarme. Soy de izquierdas y republicana. ¿Independentista? ¡Por favor! No entiendo que estar mejor dependa de que estemos solos”

Trueba: “Hoy no se estudia filosofía ni humanidades. Se estudia para convertirse en esclavo y en consumidor. Es la finalidad actual de la universidad”

¿Qué han aportado al oficio?F.T.: Suena pretencioso, pero al hacer una película intentas contribuir con tu granito de arena a un edificio que mucha gente ha ido construyendo antes que tú, con piezas que forman nuestra memoria sentimental.

R.S.: Yo soy un peón, no un creador. No tengo ninguna importancia. Aún estoy asombrada de haber sido aceptada y valorada por la tribu del cine. Debuté en él a una edad en la que ya no hay papeles para las actrices y sigo aquí, 30 años después.

La reina viaja a una España gris, pero la envuelve en ironía. ¿La risa como vía de escape?

R.S.: Me repugna pensar en aquella época. Afortunadamente, Fernando tiene el don de otorgar un tono de comedia a una historia que tratada de otro modo sería una tragedia.

F..T.: Es que mi cine no refleja la desgracia, prefiero apuntar hacia un lugar más noble, a cómo me gustaría que fuera la realidad.

Comparten orígenes humildes. ¿Ese entorno les encaminó a la cultura como evasión y a una ideología de izquierdas?

F.T.: Éramos ocho hermanos, había pocos medios, pero mis padres nunca nos negaron dinero para un libro. En cuanto a la política, mi padre era muy de derechas y religioso, y de adolescente me rebelé. Como era una sociedad autoritaria, me convertí en desobediente.

R.S.: Te podría explicar dramas de la época, pero prefiero recordar cómo me encerraba a leer, horas y horas con poca luz: les preocupaba que me aislara.

F.T.: Mi deseo era salir de un entorno de gran fealdad, estética y moral, e ir hacia otro mundo más bello. Tenía que existir otro modo de ver el mundo, de ser libre y que lo fueran los demás. Yo tenía 20 años cuando murió Franco. Soy un privilegiado, porque conocí aquella realidad, pero no me partió la vida como a tantos otros.

¿Detectan algún tic de aquella España hoy en día ?

F.T.: Sí, la vuelta de un cierto espíritu inquisitorial. No se admite que se piense diferente. A la gente se le olvida eso de “vive y deja vivir”. Es lamentable.

A ambos les gusta hablar claro. Sardá regaló a los gobernantes un buen corte de mangas al recoger su Max de Honor, Trueba fue blanco de duras críti­cas por sincerarse sobre su nulo sentimiento nacional; las redes sociales fueron ahí un vehículo “ideal para los intolerantes”.

Sus placeres cotidianos pasan por la lectura. Se recomiendan y regalan libros a menudo. Ella es seguidora de Paul Auster, Thomas Bernhard y estos días revisa a Aldous Huxley, “que ya avanzó el mundo actual”. Trueba alterna siempre ficción y ensayo, ahora devora libros de filosofía –historia, biografías...– y novela policiaca, últimamente obras de Elmore Leonard.

¿Su prioridad en la vida?

F.T.: Estar lo mejor posible allí donde esté en cada momento y mientras dure. Uno debe ser consciente de su pequeñez y de la del hombre en general. Si lo pensáramos más, no habría gente que putea a los demás.

R.S.: Sobrevivir. Y seguir disfrutando de esta maravilla del cine y del teatro, que nos mantiene con vida y con fe. Y nos aparta a ratos del horror de este triste planeta donde unos mueren de hambre, otros ahogados. Y la mayoría, impasibles. ¿Cómo podemos hallar el embrión de tanta locura y sabotearlo?

F.T.: En cualquier época ha habido motivos para la queja; piensa en los años cuarenta. Pero hay un fenómeno ahora que me fascina negativamente: el prestigio del mal. Si alguien es un completo hijo de puta, se dice: qué tipo más listo. Si es bueno, es tonto. Se menosprecia la virtud más importante, la bondad. Y hay que recuperarla.

R.S.: Es algo de va de padres a hijos… Desde esos hooligans que se matan por un partido de fútbol, por ejemplo. ¡Esa gente tiene derecho al voto!

F. T.: Hay que luchar por defender a la gente decente. No ­perder la esperanza aunque la realidad te conduce hacia ello. El otro día en Ginebra fui a visitar a un director muy querido e inspira­dor para mí, Alain Tanner. Al despedirme me agarró el brazo y me dijo: “Fernando, no dejéis de luchar”. Soy optimista, aunque ver cómo va el mundo te aboque a lo contrario. Pero, hecha esa reflexión, toca arremangarse y venirse para arriba.

R.S.: Hay una frase de Arnold Wesker, en su obra Sopa de pollo con cebada, en la que una madre comunista dice a su hijo, desengañado: “Si renuncias a luchar, morirás”. ¡Pero es que vivimos cada disparate! Ya no te digo aquí, en esta península insignificante, sino más allá… ¡Que alguien como Trump haya optado a la Casa Blanca! (esta entrevista tuvo lugar antes de las elecciones americanas).

F.T.: Pues como Hitler en la carrera al Reichstag, y además ganó. Por eso me encantó el otro día ver a De Niro llamando fascista y racista a Trump.

R.S.: ¿Y no parece increíble cómo se sigue votando en este país, cuando más corrupción sale a flote? La democracia permite saber. Y opinar, eso sí, antes por eso te cortaban la cabeza, ahora sólo te defenestran. Pero no hay castigo en las urnas.

F.T.: La ignorancia es el caldo de cultivo para la maldad y el error. Sólo la educación, los valores reconducirán la situación.

R.S.: Cualquier cosa que deseas saber la encuentras en Wikipedia, Wikimedia o como se llame, pero no puedes discernir entre la buena y la mala información.

¿Desencantados con la izquierda de este país?

R.S.: No puedo desencantarme. Soy de izquierdas, republicana, federalista y no creo en las fronteras. No pienso que haya que luchar por el bienestar de unos pocos sino por el de todos. Y esta es una empresa muy gorda para alguien mayor como yo. Intento ayudar, con mi forma de vivir, de comportarme y de compartir lo que tengo.

F.T.: La izquierda de este país está deshecha. Nunca ha estado peor. La tradicional y la nueva, demasiado llena de vieja izquierda. Yo ahora no me reconozco en ninguna de las dos. Hay gente válida en ambas, pero deben recomponer la situación. Yo estoy en el lado de la humanidad. ¿La izquierda de Maduro? No, gracias. ¿La de Fidel? Tampoco. Para mí eso no es izquierda. Cualquiera que limite las libertades de un país es un facha.

¿Les ilusiona la nueva política?

R.S.: A mí, no, de momento.

F.T.: Ilusionarme, ni los nuevos ni los viejos. La prueba es que nunca he sido militante. Son herramientas necesarias si no hay otras mejores. Pero la democracia hay que reinventarla cada día. Es como un coche que debes ir revisando y reparando. O como la amistad. Si no la practicas, se diluye.

Dario Fo decía que al poder no le gusta la risa. ¿Qué aporta el humor a sus vidas?

R.S.: Yo no me fío de alguien que no tenga sentido del humor.

F.T.: Es la única forma de relacionarse con la realidad, la otra es la desesperación. O borrarse del mapa. Si uno ­decide seguir aquí, más te vale recurrir al humor. Es tolerancia, modestia, es la conciencia de lo que pequeños que somos. El poderoso, en cambio, se cree importante y eterno.

¿Qué les da miedo?

F.T.: Yo el miedo lo pospongo. Más que miedo, hay cosas que me entristecen: que no hayamos aprendido nada.

R.S.: Que sigamos en la edad de piedra frente al sufrimiento de tanta gente. Estoy leyendo Arenas movedizas, de Henning Mankell. Y me impresiona que él, que se moría de cáncer, se preocupara por los residuos radiactivos y cómo avisar a las generaciones venideras. Pensar más allá de nosotros: admirable.

¿Viven la vida que deseaban?

F.T.: Hombre, por ser de extracción humilde, lo que siempre deseé es el confort, estar a gusto, dormir en una cama cómoda. No he tenido mayores sueños.

R.S.: Coincido totalmente. Tener mi casa, la cocina que me gusta, mis libros, ya es un éxito para mí. Algo de lo que carecen ­tantos millones de personas. Siempre pienso: ¿de qué puedo ­prescindir para que alguien mejore su vida?

¿Cuál es el mejor consejo que han dado a sus hijos?

R.S.: No creo en los consejos. Alguien decía que es inmoral aconsejar. En mi casa no se ha dicho: esto no se hace, esto no se toca; se ha respirado libertad, cariño y respeto a los demás.

F.T.: Me da más consejos él a mí. Se aprende mucho de los hijos.

¿Qué opinan sobre el conflicto catalán? ¿Cómo se ve desde Madrid?

F.T.: Es que yo no miro desde Madrid, yo miro desde mí mismo. En este tema me repele una cosa y la contraria. Es una batalla sin ningún interés con la que se distrae a la gente de las batallas de verdad. Jean Renoir, el cineasta, decía algo muy interesante: que se han inventado las fronteras verticales, que separan los países y son ficticias, para que la gente no vea las reales, que son las horizontales, las que separan a la gente que está abajo de la que está arriba.

R.S.: ¿Que si soy independentista? ¡Por favor! No entiendo que estar mejor dependa de que estemos solos. Algunos buscan ser mártires, yo no les daría el gusto.

¿Qué hacer con el drama de los refugiados?

R.S.: Esos sí son mártires, ¡mira si no el programa de Évole!

F.T.: Todo pasa por ponerse en la piel del otro, imaginar que sois tú y tu hijos los que vais a la deriva en una barca en el Mediterráneo. No sé si como país o como Unión Europea, pero hagamos algo ya.

¿Les preocupa el futuro de la cultura ante el poder de las redes sociales?

R. S.: Es triste que se enganchen a los youtubers con tantas cosas maravillosas para leer. Pero es la novedad, ha ocurrido siempre. Cuando llegó el cine se dijo que se acabaría el teatro. Y lo mismo con la televisión. Hay cosas que no se perderán nunca. La cultura es de primera necesidad.

F.T.: Cuando mi hijo era niño lo que me obsesionaba es que ­fuese una persona que leyera. No pensa­ba si sería heterosexual o gay, de derechas o izquierdas, sino en que amara los libros. A mis hermanos, a los 14 años les regalaba El gran Meaulnes de Alain Fournier, y a los 15, El guardián entre el centeno. ­Ahora veo a mis sobrinos devorando libros y pienso: no todo está perdido.

¿Hay alguna actitud que los propios profesionales del cine y la cultura deberían modificar?

F. T.: Hay que normalizar la relación de la cultura con la clase política. En otros países, como Francia, la cultura no depende del gobierno de turno. Es sagrada. Aquí esto debe lograrse también. Pero es que ahora ya no se estudia nada, ni filosofía, ni humanidades. Se estudia para convertirse en esclavo y en consumidor. Es la finalidad actual de la universidad. ¡En algún momento habrá que replantearse las cosas! Nuestro deber es intentar saber más, para entender el mundo.

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