“Yo hago películas, no pedagogía”

Santiago Segura

Con 12 años descubrió el placer de filmar, con su cámara de super 8. Ahora, a sus 51, Santiago Segura recibe la Medalla de Oro de la Academia de Cine por su aportación como actor, director, productor y guionista. El padre del fenómeno Torrente reivindica la cultura popular y se explica más allá de su ocurrente verborrea.

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La conversación con Santiago Segura parte del Carabanchel de su infancia y viaja hasta Hollywood, brevemente, para hablar de su participación en algunos filmes de allí. Entre tanto, se detiene en los molestos acúfenos que afectan a sus oídos y, con más detalle, en la maqueta de un galeón, construida por su padre, que preside su despacho. Allí conviven los documentos del Segura ejecutivo, el avispado hacedor, y los referentes del Segura creador: portadas de cómics añejos, figuras de héroes y villanos icónicos de la literatura fantástica, bolígrafos de colores, libros y novelas gráficas. Incluso alguno de sus tres premios Goya. Tras la puerta cuelgan los mimbres del showman: el de los “amiguetes”, chistes y bromas. Y los disfraces con que alegra sus frecuentes apariciones televisivas. Parece desnudo sin todo esto, pero en realidad no lo está.

¿Qué ha hecho usted para merecer esto, diría Almodóvar?

Mi único mérito es por acumulación: porque, en el cine, trabajo hasta como cartelista, pero claro, siempre que dan un premio así, alguien se indigna. Con lo justificado que está que le den el Goya de Honor a Mariano Ozores, que ha llevado a millones de espectadores al cine, hubo protestas porque eran películas malas y cutres. ¿Y aunque así fueran? Reflejaron unas circunstancias sociales y políticas de nuestro país y eso les añade un valor. Bueno, pues además de esto, siempre piensas que te quieren retirar ya (risas).

¿Esa crispación es lo peor del momento actual? No ha encontrado nada positivo en el premio...

Es un tremendo honor. Yo de entrada veo lo malo porque luego llueven las hostias. En este momento hay que ser muy cuidadoso porque está todo el mundo bastante irritable y a poco que hagas alguien se molesta y la arma en las redes sociales. Todo parece mal, todos entienden que se hace por meter el dedo en el ojo. Y no es así. Me refiero a cosas de trabajo. En mi vida personal no soy así; sería muy injusto. Soy una persona extraordinariamente afortunada.

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De lo peor, después de la necesidad y el desarraigo. Pero, ojo, la gente está enfadada con razón. Estamos viendo cómo se derrumba nuestro sistema. Es terrible que quienes deben dar ejemplo, los que se supone que tienen la vocación de hacer la vida mejor a sus conciudadanos, estén demostrando que eso es completamente falso. Si eres un anormal o un desgraciado, como yo, te conviertes en showman o en un vividor, pero eso, en un cargo público, es inadmisible. Lo bueno de la democracia es que están saliendo a la luz. Los Torrentes están llenos de referencias a la corrupción. Me hubiera gustado equivocarme un poquito más.

¿Se puede tratar con humor casi cualquier tema, por espinoso que resulte?

Lo importante es el “casi”, pero sí. En principio, sí. La mejor comedia es aquella que consigue que te rías de lo que no te hace ninguna gracia. Pero hay gente que eso lo entiende justo al revés y confunde cachondeo y crítica irónica con apología. Me he pasado años justificándome por esto. A mí, el cine con mensaje siempre me ha tirado para atrás. Eso, con vaselina, porque si no es así parece que te están predicando. El que no vea que Torrente es una crítica al machismo, al racismo, a la corrupción y a tantas y tantas otras cosas desagradables con las que convivimos a diario, es que tiene el sentido del humor un poquito mermado.

Lo han llegado a tachar de fascista…

Eso fue un periodista y no le dejé salir de la sala hasta que le convencí de que no era así. Me decía que yo era responsable de que Torrente le cayera bien a la gente, que empatizara con el público. Y yo le explicaba que si no es así, la gente se va del cine a los cinco minutos y entonces... ¿para qué sirve lo que hemos trabajado? ¿Cómo llega al espectador lo que quieres expresar? Yo me río con Homer Simpson, pero ni quiero que se case con mi hija ni le dejaría a cargo de una central nuclear. Pero vamos, yo hago películas, no pedagogía.

Como tantas otras comedias, ¿se entenderán mejor las suyas cuando el tiempo las enfríe?

No lo sé. Muchas de las cosas que Charles Schulz dibujó durante 50 años en la tira de Carlitos y Snoopy, de la que soy fan, se comprenden mejor ahora. Hay una, en concreto, que me llama la atención, en la que tiene un examen y decide meter el libro debajo de la almohada y así, explica, “todos los conocimientos fluirán hacia mi cabeza” y remata diciendo: “Espero”. Ahí entiendes esa fe que tenemos todos que hará que las cosas vayan bien, aunque, en realidad, estemos acojonados.

“El premio es un tremendo honor. Pero en este momento hay que ser muy cuidadoso porque la gente está irritable y a poco que hagas, alguiense molesta y la arma en las redes sociales”

Apostar por lo positivo mirando de reojo lo negativo…

Pero, sin esa fe, ¿qué haríamos? Me da mucha envidia el creyente. Es un tío que piensa “aunque todo me vaya mal, aunque me puteen en el trabajo, mi mujer me haya dejado por otro y mis hijos sean drogatas, soy muy buena persona y en la próxima vida me van a premiar”. Eso es un bálsamo que me gustaría compartir. Compraría píldoras para creer. Sería maravilloso. Pero me puede la razón. Siempre he creído que la única forma de vivir en este caos es abrazado a la lógica. Soy un tipo raro, la verdad.

¿También de chaval?

Totalmente. Yo no era callejero, bien es verdad que mi barrio, Carabanchel, invitaba poco a jugar en la calle. Iba a las discotecas y me quedaba en la puerta porque no me gusta el ruido ni el humo del tabaco. Prefería cosas de las que los demás pasaban. Me pasaba el día cambiando cómics en el mercado de La Laguna. Llegabas, dabas uno y unos céntimos y te llevabas otro. Me iba al rastro a vender algunos y volvía con el doble, y mi madre se cabreaba porque tenía el dormitorio, que en realidad era un armario empotrado, lleno de ellos. Y, claro, estaban los Vengadores, pero también Flash Gordon, El Príncipe Valiente, Astérix, que me lo regalaba mi abuela...Ahí había referencias a la Biblia, a los clásicos, a Sherlock Holmes, a Asimov… No hay que tomarse a coña la cultura popular. Y, luego, también veía mucha televisión.

¿El cine no está en esas primeras referencias?

No. Siempre me gustó, pero ni se me pasaba por la imaginación que pudiera llegar a formar parte de mi vida. Y de pronto un día, ya estudiando en el San Isidro, un compañero que hacía cortos con una cámara de súper 8 me fichó para hacer un papel, y ahí me entró el gusanillo, pero por dirigir, no por interpretar, la verdad. Y me volví loco. Hice uno donde veraneaba en el que los mutantes eran tíos en bañador; El despertar se llamaba… Aunque no lo sabía, ya entonces la barrera entre hacer cortos frikis y profesionalizarse no era tan enorme. Gané algunos premios y con eso financiaba los siguientes. Ahora, cada chaval con su móvil es un cineasta en potencia. La distancia es menor todavía.

¿Está en buenas relaciones con estas modernidades?

No del todo. Me molesta lo que tienen de adictivo; lo de recibir tantísimos estímulos por minuto nos pone demasiado cachondos. No me gusto a mí mismo cuando me descubro mirando el móvil cada cinco minutos. Si estoy con los amigos, el primero que lo hace paga la cena. Lo hacemos en el cine o mientras vemos una serie. No se puede ir contra el progreso. Prefiero tener 18.000 canciones en un mp3 que la casa llena de vinilos aunque digan que el sonido es mejor. La primera película la monté en moviola tan contento; me creía Chaplin, pero desde que descubrí que se podía hacer por ordenador es que no hay comparación. La pólvora sirve para mover piedras y para cargarte al enemigo. No es algo bueno o malo en sí mismo, pero su uso sí que lo es. Y con los móviles y las redes sociales nos estamos pasando un montón.

Ahora que es padre, ¿qué mundo le gustaría para sus hijas?

Pues uno en el que nadie esté peor que yo. Que vayas a Rumanía y no veas las caras de tristeza que ves por la calle. He estado en Brasil y al lado de las favelas hay unas tiendas de lujo que parece que quieren darles en los morros a los que no tienen que comer. Yo quiero que el camarero tenga el mismo coche que yo y una tele de plasma como la mía. Eso era lo que teníamos en España y por eso era un país feliz. No me gusta vivir en un mundo donde hay gente pasándolo mal. Pero no sé cómo cambiar eso y probablemente ni siquiera dedico tiempo suficiente a reflexionar sobre ello.

“Me gustaría un mundo en el que nadie esté peor que yo. Que el camarero tenga un coche como el mío. Eso era lo que teníamos en España y por eso era un país feliz. Pero no sé cómo cambiar eso”

Todavía no ha representado el drama en la ficción…

Y no lo busco. No me llama la atención. Lo más que me he acercado fue cuando interpreté al dibujante Vázquez, el creador de Anacleto, un personaje aparentemente cómico, con una amargura interior muy grande. Pero tampoco digo que no. Que llegue lo que tenga que venir.

¿Ha pensado cómo habría sido su vida si hubiese aceptado aquel empleo de juventud como profesor de instituto?

¡Cómo no! Mi madre se encargó de recordármelo durante mucho tiempo. No entendía que dijera que no a un trabajo serio y fijo que, encima, me dejaba tiempo para dedicarme al cine como afición. Y claro, mientras tanto me veía publicar relatos cutres en revistas como Culos Calientes. Y en El Víbora, que era otra cosa, pero no para ella. Y se enteró de que doblaba películas porno y de dibujos animados… Después trabajé en figuración y de vez en cuando me pasaba como a Fernán Gómez en El viaje a ninguna parte, que me decían: “¡El gordo ese que diga buenos días!”, y a mí todo me parecía bien. La del personaje de Fernán Gómez en esa película es una escena terrible para un actor. Hace de un cómico que lleva haciendo teatro por esos caminos toda la vida y está de figurante por casualidad y no puede ni decir una frase en el cine porque les parece impostado y antiguo. Te pone las cosas en su sitio, vaya.

El tiempo pasa para todos…

A una velocidad insultante. Y, de pronto estás vigente y al rato te has pasado de moda sin enterarte. Las últimas obras de los grandes no suelen ser las mejores, la verdad. Pero el impulso y la inquietud siguen estando ahí. No llevo bien el paso del tiempo, haber cumplido ya 51, ni tampoco lo del pelo. Me quedé calvo a los 20 años y estaba jodidísimo, pero nada podía hacer. Pues con lo de la muerte, lo mismo. Si es inevitable, para qué me voy a preocupar por algo que va a pasar por cojones. Sería de tontos.

¿Le gustaría que le considerasen sabio o espabilado?

Las dos cosas son importantes. Pero puedes saber mucho de la vida, que si le hablas a un obrero como lo harías en el Congreso, lo estás haciendo fatal. El espabilado se adapta antes a las situaciones; sabe hacer las cosas y dónde hacerlas. Yo me veo más espabilado que otra cosa, pero igual dentro de treinta años alguno piensa: “Este era un sabio”. La diferencia entre lo uno y lo otro está en cómo te perciben los demás y en el tiempo trascurrido desde que dijiste o hiciste algo inteligente.

“No llevo bien el paso del tiempo. Me quedé calvo a los 20 años y estaba jodidísimo, pero al final nada podía hacer. Pues con lo de la muerte, lo mismo. Si es inevitable, para qué preocuparme”

¿Tiene algún amigo que se lo dirá cuando pierda el norte?

Creo que me lo dirá el público antes que los amigos, porque para mí la amistad es básica. La familia es importante, pero a los amigos los aguantas porque quieres. Soy muy fiel en ese sentido, pero vamos, me ha pasado el ir a ver un trabajo de alguien querido y pensar: “Le ha salido como el culo y el tío está tan contento. ¿Cómo no se da cuenta?”. Ojo, que seguramente a mí me pasará lo mismo. La realidad es que no siempre queremos que nos digan la verdad. Yo no tengo problema para hacerlo, pero procuro buscar el momento y ser lo menos hiriente posible.

Y llegado el momento, ¿desa­parecerá?

No lo creo. Siempre crees que es un error aislado que arreglarás en la siguiente. El actor está hecho para morir con las botas puestas en la mayoría de los casos. Arturo Fernández no encuentra una obra nueva que estrenar porque dice que no hay buenos textos. Tiene 85 años. Si le falta el trabajo, se acaba su vida. Tuve la idea de convencer a Tony Leblanc para que volviera al cine en el primer Torrente. Hizo un trabajo estupendo, ganó el Goya y se levantó de la silla de ruedas y se vino arriba, y aún hicimos tres entregas más. Le encantaba su trabajo y le daba la vida. Espero que a mí me pase lo mismo.

O sea que nunca se está preparado para el fracaso…

Dicen que es más fácil asumir eso que un éxito y que se aprende mucho más. Muy bien, pero puedo vivir perfectamente sin conocer esto del fracaso. Es como los que dicen que el dinero no da la felicidad. Vale, pero quiero probarlo en mis carnes. Estoy dispuesto a morir de éxito; de lo otro prefiero ni hablar.

Su padre trabajaba en una fábrica de tuercas y a ratos libres construía miniaturas de barcos. ¿Cuántas vocaciones se quedaron en el pozo de la necesidad en los difíciles años sesenta?

No se pueden contar. Mi padre era muy mañoso; tiene 84 años ya. Podía haber sido inventor: hizo una fuente, diseñó un pupitre… La generación de nuestros padres no trabajó en lo que quería, pero nos enseñó muchas otras cosas y, de algún modo, nos transmitió su arte. Esto lo comentó el otro día Edu Soto, que le ha dado un papel a su padre en su nueva obra, porque el hombre siempre quiso ser actor, pero trabajaba en el textil. Es la vida al revés. Es el hijo el que ayuda al padre a cumplir su sueño. Me parece muy bonito, la verdad.

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