10.000 millones de bocas que alimentar

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En el año 2050, habrá cerca de 3.000 millones de personas más en la Tierra. ¿Tendrá el planeta recursos suficientes para dar de comer a ese mundo creciente? Dependerá de nuestra capacidad para reinventar la agricultura, aplicando los conocimientos científicos y tecnológicos de que disponemos, aunque también tendremos que cambiar la forma de alimentarnos.

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Comer ya no es una preocupación para la mayoría de los habitan­tes de los países industrializados. Los supermercados están repletos de una cantidad y variedad ingente de alimentos procedentes de todos los continentes. Y eso hace que demos por sentado algo que resulta, en realidad, insólito en la historia de la humanidad, y es que, por primera vez, no tenemos que preocuparnos –ni luchar– por comer hoy. Ni mañana. Ni pasado. Ni el otro.

Hace aproximadamente 12.000 años nuestros ancestros aprendieron a domesticar plantas y animales para alimentarse, lo que les permitió dejar de ir de un sitio a otro, acuciados por el hambre, para asentarse en poblados y luego en ciudades. Comenzaron a producir alimentos, cada vez más elaborados, y descubrieron cómo tratarlos para almacenarlos en buenas condiciones y así abastecerse durante el año.

Y a base de prueba y error, durante miles de años hemos ido acumulando conocimiento tecnológico con el que hasta el momento hemos logrado hacer frente al aumento constante de población en el planeta y a sus necesidades. Sólo por poner un ejemplo: el rendimiento del trigo se incrementó en un 400% entre 1930 y el 2002.

Ahora bien, esa situación que hasta el momento hemos dominado podría cambiar o, cuanto menos, complicarse sobremanera. Porque la humanidad sigue multiplicándose sin cesar, a un ritmo inusitado. Se estima que para el año 2050 se alcanzarán los 10.000 millones de habitantes, una cifra que implica un 30% más de humanos que en la actualidad.

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¿Se dispondrá de recursos suficientes para dar de comer a todas esas nuevas bocas? ¿Podrá la Tierra, colapsada ya en muchas regiones, acuciada por el cambio climático, soportar la producción de más carne, pescado, huevos, leche y vegetales?

Según un informe publicado en el 2009 por la Organización de las Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO), se estima que necesitaremos generar un 70% más de alimentos para satisfacer la demanda de ese mundo creciente. Eso plantea un dilema, puesto que los recursos naturales, como el agua dulce o la tierra fértil cultivable, son cada vez más y más escasos. Y, además, remarcan los expertos, no se trata solamente de llenar el estómago de esos 10.000 millones de bocas, sino también de proporcionarles una alimentación sana, a la vez que se reduce el impacto que la actividad humana tiene sobre el planeta. ¿Es posible resolver esta ecuación o estamos abocados a la hambruna?

“Durante toda la historia de la humanidad hemos ido mejorando las plantas y los animales de que nos alimentamos para así obtener productos de mayor calidad de forma más eficiente”, explica Josep Casacuberta, investigador del CSIC en el Centro de Investigación en Agrigenómica (CRAG) y vicepresidente del grupo de Organismos Genéticamente Modificados de la Autoridad Europea de Seguridad Alimentaria (EFSA).

“Y eso –prosigue este experto– es lo que deberemos seguir haciendo de forma más intensa en los próximos años, pero produciendo de forma más eficaz y sostenible, usando menos agua y productos fitosanitarios, sin aumentar la superficie de cultivo y, sobre todo, usando plantas más eficientes y mejor adaptadas a las condiciones medioambientales, que serán cambiantes y cada vez más complejas”. Para ello, la ciencia y la tecnología desempeñarán un papel fundamental, considera. Pero también la política.

“Vivimos en un mundo perverso en el que ya se produce la cantidad necesaria de comida para alimentar a sus habitantes, y sin embargo unos 1.000 millones de personas sufren hambruna y malnutrición, mientras que otros 1.500 millones padecen obesidad y sobrepeso. Si no cambiamos la manera en la que nos repartimos los alimentos, será muy complicado poder solucionar este tema”, se lamenta Mark Driscoll, de la entidad internacional sin ánimo de lucro Forum for the Future, con sede en ­Londres.

Los desafíos del futuro

Hace 200 años, el economista y demógrafo británico Thomas Malthus advertía que la población humana estaba abocada sin remedio a la pobreza y a la extinción. Consideraba que llegaría un momento en que el planeta no dispondría de los recursos necesarios para una población que seguiría un crecimiento incesante. La situación actual de la Tierra podría parecer que nos empuja irremediablemente hacia ese destino.

Para empezar, no podemos dedicar más tierra a cultivos. Se estima que hemos talado bosques y arado prados para destinarlos a la agricultura equivalentes a la superficie de América del Sur, mientras que para criar ganado se ocupa un área del tamaño de África. Aumentar la superficie destinada a la producción de alimentos pasa por seguir perdiendo ecosistemas enteros en todo el planeta, y “eso es, simplemente, inviable”, considera Pere Puigdomènech, profesor de Investigación del Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC)

El aumento de temperaturas debido al cambio climático provocará que algunas zonas dejen de ser cultivables, dificultará cada vez más el acceso al agua, multiplicará la cifra de desastres naturales, como inundaciones, sequías o tornados, y eso pondrá contra las cuerdas a la agricultura, que paradójicamente, junto con la ganadería, es una de las principales actividades que contribuyen a las emisiones de gases de efecto invernadero: representan el 30% de estos contaminantes, como apunta Puigdomènech en el ensayo Desafíos del futuro (Editorial Crítica, 2016), que acaba de publicar.

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Ambas actividades consumen, además, una cantidad ingente de agua dulce, que apenas representa un 15% del total de este líquido en planeta, y los fertilizantes, herbicidas, pesticidas y estiércoles se cuelan en las reservas subterráneas y contaminan lagos, ríos y costas en todo el planeta.

“Está claro que no podemos usar más fertilizantes ni más pesticidas ni herbicidas, porque están dañando el medio ambiente y también nuestra salud. Y los países pobres, además, son los más vulnerables. Lo que tenemos que hacer es utilizar las herramientas que tenemos a nuestro alcance para pasar de un sistema de producción basado en la agricultura intensiva a otro de ‘conocimiento intensivo’”, considera el experto en biotecnología Chikelu Mba, al frente de la división de producción y protección vegetal de la FAO.

Aplicar el conocimiento

No se trata de reinventar la rueda, sino de aprovechar el conocimiento científico y técnico de que ya disponemos para aumentar el rendimiento de forma sostenible. Desde que en el 2001 se secuenció el primer genoma humano, se ha logrado leer el de muchas de las plantas que se cultivan para alimentación, lo que ha permitido desarrollar técnicas que han acelerado la obtención de vegetales y también mejorarlos para que sean más productivos y nutritivos.

“A veces tenemos la impresión de que la modificación genética de las plantas es algo muy reciente y que nuestros abuelos comían plantas silvestres. Pero es una idea equivocada, porque llevamos modificando plantas desde el neolítico”, defiende Casacuberta, y añade: “También es así como hemos aumentado la calidad de los productos que comemos; un tomate de una planta doméstica es mucho mejor que uno silvestre, que puede incluso ser tóxico”.

Y lo mismo ha ocurrido con los animales. En la década de los años cincuenta, pone como ejemplo Daniel Ramón, delegado de la comisión de agroalimentación de la Asociación Española de Bioempresas (Asebio) y director científico de Biopolis SL, las gallinas ponían unos 65 huevos al año; hoy, 300. “Eso ha sido gracias a la mejora de los tratamientos sanitarios en granja, de la nutrición y de la genética. Hemos ido buscando razas mediante cruces que fueran más productoras de huevos”, apunta.

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Ampliar la base genética de las cosechas es también una buena herramienta. Y para ello resultan muy útiles los parientes salvajes de los vegetales domesticados. También los bancos de semillas que existen en diversos países, como en Perú, que cuenta con el Centro Internacional de la Papa, donde almacenan más de 5.000 variedades de patata. Y en México está el del trigo. “Es importantísimo mantener esos bancos, por el valor que tienen en sí, pero también porque son la base de la mejora. Con animales resulta mucho más complicado de hacer, y ya se están perdiendo razas autóctonas”, comenta Puigdomènech.

Los marcadores genéticos para mejorar especies son otras de las herramientas que se emplean ya y que permiten predecir incluso cómo se comportará una semilla antes de sembrarla, saber si será resistente a una determinada enfermedad o condición medioambiental. En este sentido, en Asia ya se cultiva un arroz que aguanta sumergido en agua una quincena de días sin echarse a perder, esencial en países como India, Vietnam, Bangladesh, donde suele haber monzón y los campos pueden quedar inundados durante semanas. Otro ejemplo son los algodones transgénicos en China, resistentes a la plaga del gorgojo, que evitan la fumigación con pesticidas tóxicos para la salud humana.

La tecnología también desempeña un papel preponderante. Existen ya métodos de análisis en tiempo real de cultivos basados en drones y satélites que permiten al agricultor tomar decisiones más eficientes en cuanto a agua, abono, fitosanitarios e incluso decidir cuál es el momento más adecuado para recoger la cosecha. Hasta se puede aumentar la eficiencia aplicando fertilizantes y pesticidas mediante el uso de tractores equipados con ordenadores, sensores avanzados y GPS que esparzan las mezclas adecuadas de fertilizantes en función de las condiciones de cada metro cuadrado de los campos. De esta manera se reducen las sustancias químicas que pasan al subsuelo y a las reservas de agua dulce.

“Es importante que apostemos por una agricultura de precisión”, precisa Driscoll, del Forum for the Future. “Eso ahorra tiempo y dinero al agricultor y aumenta la productividad”, añade. Y ese conocimiento, claro, debe llegar también a África y Asia. “En la actualidad, la diferencia de rendimiento entre Estados Unidos y África es de ocho veces más por hectárea de trigo. Eso debe cambiar”, dice Puigdomènech.

Desperdiciar menos

No se trata sólo de producir más sino también de desperdiciar menos. La FAO calcula que un tercio de los alimentos que producimos se desperdicia. “Se pierde comida porque la echamos directamente a la basura”, subraya Daniel Ramón, de Asebio. “De lo que se produce a lo que se consume hay un abismo –añade–. Se desperdicia mucho en los hogares, en los restaurantes, en los supermercados”.

Numerosas empresas en todo el planeta, también en España, investigan cómo desarrollar productos que aguanten mejor la cadena de transporte y de almacenaje; un ejemplo es una patata desarrollada en Estados Unidos mediante ingeniería genética que tarda mucho más en pudrirse. También los métodos de preservación más eficaces, como los envases de cuarta y quinta gama, que permiten tener mucho más tiempo el alimento fresco en la nevera; un ejemplo son los films de plástico biodegradables, capaces de inhibir la aparición de microbios, “de esta forma conseguimos que los productos tengan una vida útil más larga sin estar trabajando sobre el alimento. Además, estos envases no son contaminantes”, señala Ramón.

Adaptar la dieta

La solución para poder alimentar a un mundo creciente también pasa por un cambio de dieta. Los países occidentales han incrementado considerablemente el consumo de productos de origen animal en las últimas décadas, lo que según la Organización Mundial de la Salud (OMS) no es ni beneficioso para la salud ni sostenible medioambientalmente. “Para producir un kilo de proteína animal se necesitan entre 8 y 10 kilos de vegetales. Cuanta más proteína animal demanda el planeta, más plantas hay que producir”, señala Daniel Ramón. “Y eso es insostenible. Tenemos que buscar nuevas fuentes de proteínas”, apostilla.

Esas nuevas fuentes a que se refiere pueden estar en los mares y los océanos que cubren el 70% de la superficie de la Tierra y que, sin embargo, apenas representan un 2% de la alimentación humana mundial. “La cuestión no es si podemos contar con el mar para alimentar a 10.000 millones de personas, sino tener claro que sólo podemos contar con el mar, porque en tierra ya no hay apenas capacidad de producir nada más”, sentencia Carlos Duarte, biólogo marino al frente del Centro de Investigación del Mar Rojo, de la Universidad de Ciencia y Tecnología Rey Abdulá, en Arabia Saudí.

“Durante toda la historia hemos mejorado las plantas y animales de que nos alimentamos y eso es lo que debemos seguir haciendo, y producir de forma más eficaz”, señala el investigador Josep Casacuberta

No se trata de seguir pescando indiscriminadamente y agotando la reserva natural de algunas especies, sino de apostar por la acuicultura, una actividad de explotación que cuenta apenas con tres décadas de historia, con una huella ecológica muy baja. “En tierra sólo una fracción del territorio es fértil para producir alimentos; en cambio, en los océanos es el 100% –insiste Duarte, una eminencia mundial en oceanografía–. La acuicultura será muy posiblemente el hito más importante de la historia de la humanidad del siglo XXI”.

Pero eso pasa por diversificar el tipo de alimentos que cultivamos en el mar. Hoy, la mayor producción se centra en grandes depredadores, como el atún, “que para conseguir un kilo de carne precisa miles de kilos de plantas”, señala Duarte. Según él, hay que optar por especies más pequeñas, o herbívoras, de manera que la acuicultura sea sostenible. Pone como ejemplo los abalones u orejas de mar, un molusco muy apreciado en países como China o Japón. O los pepinos de mar, que en España también se conocen como cohombros.

Las algas son otra fuente muy interesante de nutrientes de calidad. En la actualidad, China controla el 98% de la producción mundial de macroalgas y eso además genera beneficios medioambientales para ese país. Estas plantas absorben nutrientes como nitratos y fosfatos del agua y ayudan a limpiar la costa, devuelven oxígeno al agua y regeneran hábitats donde antes no había prácticamente nada.

“Tenemos un conocimiento extraordinario, que hemos ido acumulando a lo largo de miles de años y que nos puede ayudar a enfrentarnos con éxito a este desafío de alimentar a 10.000 millones de personas. Y aunque la ciencia y la tecnología no son soluciones milagrosas, está claro que sin ellas no lo conse­guiremos. Pero tampoco sin mejores herramientas políticas que garanticen sistemas más justos, en términos de igualdad, de distribución y reparto de alimentos”, señala Puigdomènech.

Soluciones milagrosas no hay. Se tratará de ver en cada región del planeta qué problema hay y cómo resulta más eficiente resolverlo. En unos lugares, seguramente la solución pasará por los transgénicos; en otros, por la agricultura orgánica o una mezcla de tradicional, orgánica e ingeniería genética. “Lo que está claro es que debemos volver a conectarnos con la comida, con cómo producimos y cómo consumimos –opina Driscoll–. Volver a valorar que es un recurso importante, apreciarlo y compartirlo. Porque si no, no lo conseguiremos”.

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