25 años de la URSS. ¿Qué fue de la esperanza?

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El declive de la Unión Soviética terminó hace un cuarto de siglo y el mundo, tal como lo habíamos conocido tras la Segunda Guerra Mundial, cambió por completo. Para quienes vivieron los años de la 'perestroika' de Gorbachov y la desintegración final del imperio soviético, en 1991 llegó la libertad, no exenta sin embargo de pérdidas y dolorosos sacrificios.

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[[{'type':'media','view_mode':'media_large','fid':'11767','attributes':{'alt':'','class':'media-image','height':'480','style':'width: 200px; height: 200px;','typeof':'foaf:Image','width':'480'}}]] “Sólo fue el primer paso hacia la democracia” Ludmila Alexéieva, exdisidente, activista por los derechos humanos, presidenta de la oenegé del Grupo Helsinki-Moscú Para la más veterana activista pro derechos humanos de Rusia, la desintegración de la URSS fue “un paso completamente obligatorio” en un proceso largo que todavía no ha terminado. “Creo que los mejores años de este periodo de 25 años de crecimiento del país fueron los primeros noventa. Justo después del fin de la URSS logramos un deseado avance hacia la democracia. Fue una verdadera revolución, pero como demuestra la historia mundial, después de una revolución siempre hay un paso atrás. En nuestro país este retroceso ha durado mucho y ha sido muy profundo, de hecho todavía continúa”, sostiene Alexéieva, quien fue obligada a marchar al exilio en 1977 y regresó a Rusia en 1993. “Según muestra nuestra historia, el camino hacia la democracia no puede ser ni fácil ni corto, pero en ese camino era necesario dar ese primer paso: renunciar al imperialismo”, y añade que todavía será largo para los países que formaban la URSS. Alexéieva, hoy y en 1978 en Munich, con otros disidentes: (de izquierda a derecha) Yulia Vishniévskaya, ella, Dina Kamínskaya y Kronid Liubarski. Fotos Yulia Vishniévskaya

Una nueva vida, en todos los sentidos, comenzó en algún momento de 1991. “Recuerdo ese tiempo con la sonrisa feliz del idiota. Parecido a las travesuras de la escuela”, describe gráficamente la inocencia con la que vivió el fin de la URSS (Unión Soviética o Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas) el escritor y director de cine Alexéi Símonov, un histórico de los derechos humanos que desde ese año ha presidido la oenegé Fundación en Defensa de la Glasnost. “Estábamos participando en unos acontecimientos históricos y sentíamos algo así como lo que escribió el poeta Yevtushenko: ‘Se va mi amada, como el aire sale de los pulmones’”, rememora.

Como él, millones de exciudadanos soviéticos recuerdan estos días el 25.º aniversario de la desintegración de la Unión Soviética, del fin de la guerra fría y del comienzo de una nueva esperanza. Los dirigentes de las federaciones soviéticas de Rusia, Bielorrusia y Ucrania que, como casi todas las otras regiones del país, desde hacía meses funcionaban al margen del Krem­lin y su líder, Mijaíl Gorbachov, se reunieron a principios de diciembre (de 1991) en Bielorrusia. Tras varios días de discusión, Borís Yeltsin, Stanislav Shuskévich y Leonid Kuchma firmaron el 8 de diciembre el pacto de Belovezha, en el que acordaron la disolución del imperio comunista.

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“El sistema siempre había estado condenado. La URSS no podía competir con la economía moderna y no podía motivar a la gente con talento para que desarrollara sus ideas y su iniciativa”, explica en una entrevista con Magazine Vladislav Inozémtsev, profesor de Economía de la Escuela Superior de Economía de Moscú y director del Centro de Estudios Postindustriales.

Para este experto, que entonces trabajaba como consultor de problemas económicos para la fracción Svobódnaya Rossiya (Rusia Libre) en el Sóviet Supremo de Rusia, que actuaba como Parlamento, “el punto de no retorno en lo económico y lo social fue 1968, cuando en Europa se comenzaba a formar una nueva sociedad, a lo que la URSS sólo pudo responder con tanques en Praga y con el giro final del ‘deshielo’ de Jruschov”. “En lo político, la democratización de los años ochenta fue el réquiem de un régimen que nunca tuvo opción de unir el comunismo y el poder del pueblo”, dice.

Símonov, que hoy tiene 77 años y vivió los acontecimientos en Moscú, explica esa diferencia: “Desde los tiempos de Stalin mi generación sólo creía en personas elegidas, especiales, que de una u otra forma se encontraban en el poder. Frente a eso, la relación europea con el poder se basa en el procedimiento por el que ese poder es elegido. En cuanto me di cuenta de esa diferencia, cambió mi concepción de todo lo que estaba pasando”.

El 8 de diciembre es la fecha de referencia. Pero ese año ya se habían producido tantos acontecimientos que impedían que todo siguiera igual. Las repúblicas bálticas de Estonia, Letonia y Lituana llevaban ya varios años levantadas para lograr la independencia.

“En marzo de 1991 Gorbachov ganó el referéndum para mantener unida la URSS, pero repúblicas como las bálticas o Georgia no votaron. Gorbachov pasó la primavera intentando salvar la unión. Una forma era dar libertad a las bálticas y buscar alguna solución con Georgia. Si lo hubiera intentado, a lo mejor se habría salvado una parte importante del territorio”, cree el historiador y periodista italiano Giuseppe D’Amato, especializado en Rusia y autor de La disUnione soviética. La llegada al poder de Yeltsin, que ganó las elecciones a la presidencia de Rusia el 12 de junio, creó también cierta confusión. “Se superpusieron dos poderes, y era difícil comprender quién gobernaba en realidad”, recuerda D’Amato.

El politólogo y publicista de izquierdas Borís Kagarlitski también cree que la oportunidad se perdió mucho antes, “tal vez en las décadas de 1960 y 1970”, en los años de Jrushov o Brézhnev. “Pero desde 1973, cuando la URSS se convierte en un exportador de petróleo, se inicia un proceso desastroso. La gente quería un cambio a cualquier precio. No quería capitalismo, sino optimizar el sistema soviético”, añade.

“Había una enorme emoción. Todo el mundo estaba cansado del estancamiento”, dice Irina Jakamada, candidata a la presidencia en el 2004

“Había una enorme emoción. Todo el mundo estaba cansado del estancamiento, de que a pesar de la profesionalidad no había resultados, cansados de la imposición ideológica y de una envejecida gerontocracia”, opina la política liberal Irina Jakamada, candidata a la presi­dencia de Rusia en el 2004. “Pero esa sensación luego empeoró. Llegó la decepción con tres momentos: el ataque a la Casa Blanca (el edificio del Parlamento ruso) en 1993; las elecciones de 1996, cuando los oligarcas se mezclaron con la élite política de Yeltsin; y la crisis de 1998, que afectó a la clase media en ascenso y a la fe en una política de mercado civilizado”.

Es opinión muy extendida que la puntilla a la URSS se la pusieron en agosto de 1991 los golpistas que frenaron el último asomo de la perestroika de Gorbachov. El 20 de agosto se iba a firmar el nuevo tratado de la Unión para evitar el proceso de desintegración del Estado, pero el día 19 altos funcionarios de la URSS, incluido el vicepresidente Guennadi Yanáyev y el jefe del KGB, Vladímir Kriuchkov, organizaron un golpe de Estado y formaron un Comité Estatal de Situaciones de Emergencia (GKCHP, en sus siglas en ruso). En tres días la asonada fracasó, pero precipitó el fin de la Unión Soviética tras siete décadas de existencia. Con una metáfora propia de esa época, Guennadi Búrbulis, mano derecha del entonces presidente ruso, Yeltsin, calificó el golpe como “un Chernóbil político del sistema totalitario soviético”.

El nuevo tratado podría haberse retomado, pero ya era demasiado tarde. “Ya habían surgido intereses nacionalistas, y cada república había decidido liberarse de la presión del imperio soviético, aprovechándose de las circunstancias. No se podía parar”, señala Jakamada.

“La única alternativa habría sido si antes con Gorbachov se hubieran aplicado profundas reformas políticas y económicas. Si, por ejemplo, se hubiera creado una verdadera federación. Pero esa ‘unión de repúblicas soviéticas’ en realidad nunca existió. La URSS era una ficción condenada a desaparecer”, apunta por correo electrónico el historiador y activista social Leonid Batkin, uno de los fundadores junto a, entre otros, el disidente Andréi Sájarov, de la Tribuna de Moscú, un club de debate político que funcionó entre 1988 y 1991.

La generación post-URSS asocia la desintegración a libertad. “Siempre percibí el fin de la URSS como una bendición”, sostiene Yulia Zhuchkova

El actual presidente ruso, Vladímir Putin, ha dicho en varias ocasiones que el fin de la URSS fue “el mayor desastre geopolítico” del siglo XX, lo que, según él mismo ha intentado aclarar, no significa que el Krem­lin de hoy quiera volver a aquellos tiempos.

La mayoría de los entrevistados para este reportaje valora lo ocurrido desde otro punto de vista: el fin de una dictadura y el comienzo de una época de libertad. Ella Poliakova, que hoy dirige el Comité de Madres de Soldados de San Petersburgo, vivió esa época en la segunda ciudad del país, participando en la organización de las manifestaciones que pedían cambios. “La mayoría de la gente sentía una gran esperanza en el futuro. Eso sucedía en las grandes ciudades, como Tallin, Riga o Vilna. Pero hay que reconocer que en las ciudades pequeñas, provinciales, la gente no participaba de ese impulso”, explica.

Representante de otra generación, la de los nacidos después de la URSS, Yulia Zhuchkova coincide con los anteriores en el término “libertad”, “al que la gente de mi generación asocia la desintegración de la URSS”. Según esta graduada en Historia por la Universidad Estatal de Tomsk e investigadora júnior en el Instituto de Humanidades de Viena (Austria), no tuvo que “vivir en un país donde había que unirse a un partido cuyos ideales económicos, políticos y culturales no compartes, o donde me podrían amenazar con una amonestación pública o un castigo severo por leer a grandes escritores y poetas como Pasternak, Mandelshtam, Ajmátova o Brodski”. “Siempre percibí el fin de la URSS como una bendición”, asegura ­Zhuchkova.

Borís Kagarlitski, que dirige el Instituto para la Globalización y los Movimientos Sociales, apunta que “lo mejor que podría haber ocurrido, y no ocurrió, habría sido establecer un sistema de economía mixta. La unión de todas maneras se habría disuelto, pero no de forma tan dramática. Se podría haber parado esa fuerza centrífuga y que no se hubiese dividido en 15 trozos”, las 15 repúblicas soviéticas que ese año fueron proclamando de una manera u otra su independencia. Pero señala que el sistema soviético, “no durante el estalinismo, sino en su forma más civilizada”, tenía ventajas que hoy han desaparecido. “La sociedad actual es libre, pero no es humana.

“La sociedad actual es libre, pero no humana. La sociedad soviética era humana, pero no libre. Rusia no se ha convertido en un país democrático, sino libre”, analiza Borís Kagarlitski

La sociedad soviética era humana, pero no libre. Pongo un ejemplo. Mi padre era miembro de la Unión de Escritores. Podían no escribir, pero nadie les iba a quitar la casa de la cultura, nadie le iba a echar de su piso. El Estado te garantizaba tu sostenimiento”, reflexiona. Admite que “la vida ahora es fantástica, porque podemos viajar al extranjero, ir a las tiendas y encontrar (aunque caros) todo tipo de productos. Y en general hay un nivel de libertad suficiente: nadie se fija en lo que dices, y el poder lo ignora. Rusia no se ha convertido en un país democrático, sino en un país libre”.

En 1991, de repente o no, toda esa vida terminó. Mijaíl Gor­bachov dimitió el 25 de diciembre, y un día después se disolvió el Sóviet Supremo de la Unión Soviética. Como todos subrayan, este proceso fue pacífico. “Fue lo mejor que pudo ocurrir, ya que no hubo sangre”, apunta Batkin. “En vez de una revolución, tuvimos una restauración. Los procesos dirigidos desde arriba siempre son más suaves”, coincide Kagarlitski. “Se produjo la amenaza del golpe de Estado de agosto, en el que desgraciadamente murieron tres chavales, que fue por supuesto una tragedia. Todo fue muy difícil, pero tranquilo, y eso fue muy bueno para el país”, concluye Poliakova.

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[[{'type':'media','view_mode':'media_large','fid':'11769','attributes':{'alt':'','class':'media-image','height':'480','style':'width: 200px; height: 200px;','typeof':'foaf:Image','width':'480'}}]] “El fin de la URSS dio al pueblo la posibilidad de crear su futuro” Giuseppe D’Amato, periodista e historiador italiano, autor de 'La disUnione Sovietica' (Greco&Greco Editori, 2012) “El año 1992 fue terrible. La gente perdió todos los ahorros de su vida con la hiperinflación. Sin embargo, esta hiperinflación era como la fiebre, una consecuencia. Y es que había una infección: el sistema económico había estado estancado durante veinte años y ya no funcionaba”, explica el periodista e historiador italiano. “Hoy en Rusia hay un consumismo pleno. Durante la Unión Soviética, entrabas en una tienda y podías comprar un par de quesos y un poco de jamón de calidad pésima. Yo llegué a estudiar a Moscú en 1988. Lo primero que hicimos los estudiantes italianos fue ir a la calle Arbat, donde sabíamos de una tienda, y llenar las maletas con papel higiénico para los siguientes seis meses. Nadie puede decir ahora que tiene nostalgia de aquellos tiempos. Pero es cierto que la gente tenía la vida resuelta, estaba acostumbrada a que el jefe, el partido, los dirigentes, lo decidiesen todo. La oleada de libertad de los primeros años noventa dio la oportunidad al pueblo de decidir qué hacer, de labrarse un futuro. Aunque es verdad que hubo tragedias terribles, como Chechenia o el terrorismo”. D’Amato, hoy y en octubre de 1993 en Moscú, ante un Parlamento quemado y dañado tras una rebelión de diputados contra Yeltsin y el posterior asalto militar del edificio . FOTOS: Archivo personal de G. D’Amato

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[[{'type':'media','view_mode':'media_large','fid':'11771','attributes':{'alt':'','class':'media-image','height':'480','style':'width: 200px; height: 200px;','typeof':'foaf:Image','width':'480'}}]] Tragedia humana, pero oportunidad económica Andréi Necháev, ministro de Economía de Rusia (1992-93) y viceministro de la Federación Rusa (1991-92) Después de 1991 apareció “un país completamente distinto, con una economía de mercado, con muchos más derechos para los consumidores, que a partir de entonces podían comprar y consumir, y no entrar en tiendas completamente vacías”, señala Necháev, que formó parte del gobierno de Borís Yeltsin en ese tiempo de transición. “Por supuesto, la disolución de la URSS supuso una tragedia humana, en lo que se refiere a la separación de familias, al comienzo de conflictos, incluidos algunos sangrientos que se justificaban en intereses nacionales y que rompieron lazos económicos o provocaron profundas crisis. Pero desde un punto de vista económico, para Rusia era mejor salir de la crisis que sufría la Unión Soviética en solitario, era más suave. También se libraba una lucha por el poder, y en las otras repúblicas, las élites locales hacían la propaganda de que con la independencia y la disolución les iba a ir mejor”. Necháev hoy y (a la izquierda) junto a Yegor Gaidar (ministro de Economía de la Federación Rusa en 1991, primer ministro en 1992, impulsor de la “terapia de choque”) y Anatoli Chubáis (viceprimer ministro de Yeltsin y quien pilotó las privatizaciones)

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[[{'type':'media','view_mode':'media_large','fid':'11773','attributes':{'alt':'','class':'media-image','height':'480','style':'width: 200px; height: 200px;','typeof':'foaf:Image','width':'480'}}]] “El primer golpe contra la democracia rusa lo dio Yeltsin al bombardear el Parlamento” Oleg Orlov, activista por los derechos humanos, presidente de Memorial “El primer golpe contra la esperanza” que nació de la perestroika y del año 1991 “lo dio Yeltsin en otoño de 1993, al atacar el Parlamento para consolidarse en el poder”, asegura Orlov, presidente del consejo de dirección de la organización de derechos humanos Memorial. Con esa acción, señala, terminó la mejor época del último cuarto de siglo, “el periodo 1991-1993, que fue difícil, con una crisis económica que golpeó a muchos ciudadanos, pero llenó de esperanza por moverse hacia al democracia e iniciar las reformas económicas necesarias”. Los conflictos de estos años son para él los peores momentos que ha pasado Rusia desde 1991. “Durante la primera guerra de Chechenia (1994-1996), el sistema democrático ruso derivó a un poder autoritario y un mayor papel de los servicios de seguridad y los militares. La segunda guerra de Chechenia (1999-2000) se usó para establecer el régimen de Putin. Y desde marzo del 2014 se han violado los derechos humanos en el interior y se ha cometido una agresión exterior”, apunta refiriéndose a la anexión de la península de Crimea y el conflicto con Ucrania. Primera conferencia de Memorial, el 1 de diciembre de 1989. A la izquierda, el más conocido de los disidentes soviéticos, Andréi Sájarov; en el centro, Orlov (abajo, hoy); habla el director de cine Andréi Smirnov

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[[{'type':'media','view_mode':'media_large','fid':'11775','attributes':{'alt':'','class':'media-image','height':'480','style':'width: 200px; height: 200px;','typeof':'foaf:Image','width':'480'}}]] Nostalgia de un líder inteligente como Václav Havel Alexánder Politkovski, periodista, presentó el programa televisivo 'Vzgliad' “El nivel intelectual de los participantes en el acuerdo de Belovezha no era mayor que los estándares comunistas. Lo que se hizo fue escapar de un agradable y conocido pantano y llegar a otro pantano. Salvando a las repúblicas bálticas, todo está dirigido por una torpeza que es difícil quitarse de encima porque una corrupción de dimensiones sin precedentes ha invadido todo el espacio postsoviético”, sostiene Politkovski, que fue presentador del programa de televisión Vzgliad, que cambió la opinión pública rusa en esa época de transición. “Lo mejor de entonces fue Václav Havel”, añade, refiriéndose al líder de Checoslovaquia durante su pacífica revolución de terciopelo. “Fue la tradición de la disidencia que se convierte en un director inteligente en el poder. Para las élites del Partido Comunista de la URSS esto no era posible, y tampoco lo es ahora”. Politkovski, hoy, y cuando presentaba Vzgliad (es el de la izquierda). Con gafas, el periodista Vladislav Lístiev, cuyo asesinato en 1995 marcó esa época

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[[{'type':'media','view_mode':'media_large','fid':'11777','attributes':{'alt':'','class':'media-image','height':'480','style':'width: 200px; height: 200px;','typeof':'foaf:Image','width':'480'}}]] “Los pasos políticos de Gorbachov permitieron la aparición de nuevas fuerzas y el movimiento de los disidentes” Serguéi Kovaliov, exdisidente, primer Responsable de Derechos Humanos de Rusia (defensor del pueblo) El exdisidente apunta que con la perestroika Gorbachov no pudo reformar un Partido Comunista que, “fundado en la violencia, la extensión del miedo y las mentiras, era incapaz de aceptar las reformas”. Pero señala, sin embargo, que “Gorbachov logró dar una serie de brillantes pasos políticos, como la asociación con Occidente, la renuncia a la expansión, con la unión de Alemania y la liberación de Europa del Este, el retorno de Andréi Sájarov del exilio (en 1989) o la liberación de los presos políticos”. Eso permitió que entrara “un soplo de libertad, la aparición de fuerzas políticas nuevas y la rebelión de los intelectuales, lo que a menudo se conoce como el movimiento de los disidentes, que a principios de los ochenta parecía aplastado”. Lo peor de estos 25 años “fueron las dos guerras de Chechenia y el periodo entre 1999 y el 2016 –refiriéndose a la etapa de Vladímir Putin–, con una nueva vuelta atrás y el crecimiento del poder arbitrario”. Serguéi Kovaliov (hoy y arriba a la derecha, con Oleg Orlov, izquierda), en un viaje a Chechenia durante la primera guerra (1994). En la página siguiente, Yuri Voronézhtsev (primero a la izquierda), con otros diputados de la primera oposición parlamentaria legal . Foto: Ivan Kovaliov

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