Adiós a los hombrecillos verdes

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¿Hay alguien ahí afuera? Cuesta pensar que la Tierra sea un mero accidente, fruto de una casualidad única. Ahora parece que la respuesta a esta pregunta recurrente podría estar más cerca que nunca en la historia de la humanidad, porque en ningún momento antes se había dispuesto de recursos tecnológicos tan potentes para observar y explorar el espacio. La ciencia ha reformulado su enfoque y hoy busca moléculas y microorganismos, no marcianos ni aliens.

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FOTO: GETTY IMAGES

"Existen dos posibilidades: que estemos solos en el universo o que no lo estemos. Las dos son igual de aterradoras”, resolvía el escritor de ciencia ficción Arthur C. Clarke, autor de la conocida novela y luego película, dirigida por Stanley Kubrick, 2001: una odisea del espacio.

Desde la época de los filósofos griegos, o quizás antes, cada vez que al caer la noche un manto de bellos puntos titilantes arropaba la Tierra, los seres humanos nos hemos preguntado si nuestro planeta es el único mundo de todos los mundos posibles. Y quizás ahora, tras décadas espiando a nuestros vecinos de galaxia, estemos cerca por primera vez en la historia de la humanidad de averiguar la respuesta a esa cuestión.

En la exploración del universo, una de las incógnitas es si sabríamos reconocer un organismo como vida si no se parece a nada de lo que conocemos

“La exploración espacial y las observaciones realizadas desde la Tierra han enseñado que en las regiones donde nacen las estrellas hay una gran riqueza de moléculas orgánicas y de astroquímica, de la que se conocen muchos detalles. Y ahora es el momento de aplicar todos esos conocimientos y los que proporciona la astronomía para buscar trazas de vida en otros lugares”, considera Benjamín Montesinos, uno de los investigadores del Centro de Astrobiología (CAB, CSIC-INTA).

Aunque esta vida, para desilusión de muchos, no es del tipo que la ciencia ficción lleva décadas presentándonos –nada de humanoides verdes ni de seres cabezudos de ojos saltones que llegan a la Tierra a bordo de platillos volantes–, sino microscópica, bacteriana, de microorganismos invisibles al ojo humano, adaptados a vivir en condiciones extremas. Hallarlos permitiría demostrar que otros mundos son posibles. Y esa sería una enorme noticia.

¿Qué es vida?

Resulta difícil establecer con claridad el momento en que este ámbito dejó de ser propio de la ciencia ficción y se convirtió en una cuestión de estudio científico. Seguramente, un episodio crucial en ese proceso fue la reunión que en 1961 mantuvieron un grupo de astrónomos, químicos, biólogos e ingenieros, entre los que figuraba el joven cosmólogo Carl Sagan. El encuentro, convocado por un radioastrónomo estadounidense llamado Frank Drake, llevaba por título “Búsqueda de vida extraterrestre”, un tema tabú entonces en la ciencia. Aquellos investigadores comenzaron ese día a discutir y a sentar las bases de lo que hoy se denomina astrobiología, la disciplina científica que estudia la vida más allá de la Tierra.

Desde entonces, existen numerosos programas de investigación centrados en este ámbito. La Agencia Espacial Europea (ESA), por ejemplo, sólo en la primera década de este siglo ha enviado diversas misiones de exploración del sistema solar, como la Mars Express o la Venus Express, que han ayudado a determinar las condiciones de habitabilidad, pasadas, presentes e incluso futuras de los planetas vecinos.

Las exploraciones apuntan que en nuestra galaxia existen al menos 20.000 millones de planetas de tipo terrestre que orbitan ni muy lejos ni demasiado cerca de su sol y que hay algunas probabilidades de que tengan agua

“Y la archipopular sonda espacial Rosetta ha permitido esclarecer si los océanos terrestres pudieron ser alimentados por impactos de cometas en la superficie del planeta. O en qué medida los materiales orgánicos que encontramos en esos cometas se parecen a los constituyentes básicos de la vida tal y como la conocemos aquí en la Tierra”, señala Pedro García-Lario, director del Observatorio Espacial Herschel de la ESA.

Y aunque parece un sinsentido, el primer problema con que deben lidiar esas y otras misiones es con algo tan básico como la propia definición de vida. ¿Qué quiere decir que algo está vivo? ¿Sabremos reconocer un organismo si no se parece a nada de lo que conocemos? ¿Se atreve usted, lector, lectora, a intentar definirla?

“Hace un tiempo, la agencia espacial norteamericana (NASA) propuso una lista de características para considerar que algo tenía vida: debía ser un sistema químico autosuficiente, capaz de replicarse y de llevar a cabo evolución darwiniana, esto es que debe evolucionar y adaptarse, reproducirse y transmitir herencia genética”, explica Ignasi Ribas, investigador del Instituto de Ciencias del Espacio (CSIC-IEEC), que apostilla: “Ahora bien, a veces doy charlas en colegios y con los chavales hacemos broma porque, según esta definición, una mula no es un ser vivo mientras que una llama de fuego, sí”.

No sólo la definición es controvertida, también los ingredientes básicos generan debate. Los biólogos parecen estar de acuerdo en que el carbono y el agua son los dos componentes indispensables. Sin ellos, aseguran, no hay vida. O al menos no como la conocemos en la Tierra. Esos elementos son también los más abundantes en el universo, por lo que parece lógico que si hay vida más allá de la Tierra también esté basada en una química similar a la nuestra.

Extremófilos

Ahora bien, ¿y si hay más posibilidades? El estudio de algunos microorganismos terrícolas que consiguen sobrevivir en condiciones sumamente extremas, los llamados extremófilos, también podría aportar muchas pistas. Se descubrieron en la década de los años 70, en los chorros de agua hirviendo que brotan de las dorsales oceánicas (elevaciones submarinas situadas en la parte central de los océanos). Desde entonces se han descubierto más en lugares tan inhóspitos como salinas, desiertos, lagos helados o cuevas con gases tóxicos.

“Un ejemplo es la bacteria Deinococcus radiodurans: puede sobrevivir en ambientes fríos, a la deshidratación, en el vacío, en un medio ácido, y aguantar sin inmutarse dosis de radiación 1.000 veces mayores de las que matarían a un humano, por lo que se la conoce como un ser poliextremófilo y ha sido catalogada como la bacteria más resistente conocida”, comenta Montesinos, quien explica que desde hace años, astrobiólogos del CAB investigan este tipo de extremófilos en un río costero de Huelva, llamado Tinto.

Sus aguas son rojizas y muy ácidas, con un alto contenido en metales pesados como cobre o cadmio y en cambio un contenido bajo en oxígeno. Y sin embargo, existen microorganismos que subsisten alimentándose de esos minerales y generando, como producto de desecho, ácido sulfúrico y hierro oxidado. Y lo más sorprendente es que no están solos, también se han hallado algunas especies de algas y hongos.

Ahora bien, en la Tierra se pueden tomar muestras y analizarlas para rastrear señales de vida, pero ¿y en otros planetas? Víctor Parro, microbiólogo investigador del CAB, trabaja desde el 2001 en el desarrollo de un instrumento al que han llamado Signs Of Life Detector o detector de signos de vida (Solid) que pretende resolver justamente esa cuestión. Ha de servir para detectar microorganismos y compuestos bioquímicos analizando muestras del suelo, rocas, hielo molido o incluso líquidos extraterrestres en otros cuerpos celestes.

“El corazón de Solid es un biochip que contiene más de 300 anticuerpos y que llamamos Life Chip Detector (chip detector de vida)”, explica este científico. Este instrumento toma una muestra de un gramo de la que extrae el material biológico y orgánico mediante ultrasonidos. Y lo enfrenta al panel de anticuerpos que tiene el biochip capaces de detectar restos de vida.

¿Algún candidato?

No todos los cuerpos celestes son habitables, sino que deben cumplir una serie de requisitos: orbitar alrededor de su estrella, como la Tierra hace con el Sol. Y contener agua líquida. Y para que eso ocurra es imprescindible que estén ubicados en la llamada “zona habitable”, esto es ni muy lejos de su estrella, puesto que se helarían, ni tampoco muy cerca, porque se abrasarían y el agua se evaporaría y disiparía en el espacio. “A partir de los descubrimientos realizados hasta el momento, creemos que en nuestra galaxia existen al menos 20.000 millones de planetas de tipo terrestre que orbitan en la zona adecuada y es probable que tengan agua”, afirma Ribas, del IEEC-CSIC.

La ESA explorará en los próximos años las condiciones de habitabilidad en tres satélites de Júpiter y buscará exoplanetas que orbiten alrededor de estrellas cercanas a nuestro Sol

En nuestro sistema solar, de hecho, hay varios objetos en los que se ha encontrado indicios de agua, como Europa, una de las lunas de Júpiter, o Marte, en donde varias misiones de la NASA y de la ESA han hallado pruebas concluyentes de que es probable que el agua fluyera por el planeta rojo, lo que hace plausible que en algún momento de su historia hubiera hospedado vida microbiana. También en Encélado, la luna de Saturno, se han observado chorros de agua.

El tamaño del planeta es también importante. Cuando es demasiado pequeño, no tiene gravedad suficiente para mantener su atmósfera. Pero si es demasiado grande, más de 10 veces la masa de la Tierra, deja de ser rocoso para ser gaseoso. Y que sea rocoso es otro de los requisitos imprescindibles.

Ahora bien, ¿cómo saber de entre los cientos de miles de millones de cuerpos celestes que existen en nuestro universo cuáles reúnen las condiciones adecuadas para ser candidatos a albergar vida? Y para empezar, ¿cómo verlos?

En 1995 científicos de la Universidad de Ginebra detectaron el primer exoplaneta (planetas que orbitan alrededor de una estrella que no es el Sol, o sea, que pertenecen a otro sistema solar), que bautizaron como 51 Pegasi b y que estaba a unos 50 años luz de la Tierra. Se trataba de una masa amorfa gaseosa enorme con una órbita que hacía que su año durara tan sólo cuatro días y que la temperatura de su superficie ascendiera a 1.100ºC. En esas condiciones infernales, la vida era impensable. Pero el descubrimiento era muy relevante; por primera vez se había podido observar un planeta más allá de nuestro Sistema Solar.

Al año siguiente se encontró el segundo, luego el tercero y desde entonces los astrónomos han encontrado miles de estos exoplanetas. Algunos orbitan dos estrellas, por lo que de poder visitarlos, contemplaríamos dos puestas de sol –¿recuerdan Tatooine, de La guerra de las galaxias?–. Por el momento ninguno parece ser idéntico a la Tierra, pero los científicos se muestran convencidos de que darán con uno a no tardar. Y es que calculan que más de una quinta parte de las estrellas como el Sol albergan planetas habitables similares al nuestro. Y eso implica que, estadísticamente hablando, el más cercano podría estar a tan sólo 12 años luz, un vecino, vamos, en términos cósmicos.

El problema es que, a diferencia de la nave Enterprise, de Star Trek, capaz de atravesar enormes distancias a velocidades increíbles para que Spock, el oficial científico, pueda analizar las atmósferas de planetas lejanos y ver si son habitables, los astrónomos no pueden hacer eso y deben resolverlo de otra forma. “Llegar en un cohete a la estrella más próxima a nuestro sistema solar, viajando a 100.000 kilómetros por hora, nos costaría 50.000 años, de modo que es impensable analizar los exoplanetas in situ. Pero podemos hacerlo utilizando la luz como vehículo de transmisión de información, que es lo que nos diferencia a los astrónomos de otros científicos: conocemos el universo sólo a través de la luz que emiten las estrellas, las galaxias”, explica Benjamín Montesinos.

Por el momento, ni los más potentes telescopios disponibles en la Tierra y en el espacio tienen la capacidad de detectar directamente los exoplanetas. Los astrónomos aprovechan cuando estos pasan por delante de su estrella y disminuye el brillo de esta. “Tenemos instrumentos que nos permiten medir variaciones en el brillo de las estrellas con altísima precisión y para un número enorme de ellas”, explica Ribas. Son los denominados tránsitos.

“Cuando el planeta tiene tránsito, la luz de la estrella pasa a través del anillo de atmósfera de dicho planeta. Ese anillo puede ser más o menos opaco, según su composición química. Y nosotros podemos hacer un espectro de la luz que absorbe el planeta, lo que nos da información sobre la composición de su atmósfera”, explica Ribas. Como si se tratara de un eclipse, en que la Luna se sitúa por delante del Sol, parte de los rayos de luz nos llegarían atravesando la capa gaseosa –si la tuviera, que no, es sólo un símil– de nuestro satélite. Esa capa de gases actuaría como una especie de prisma. Y al analizar el espectro de colores resultante, se obtiene información sobre qué elementos la componen.

El plan es entonces intentar analizar con los telescopios que tenemos en tierra o en el espacio las atmósferas de esos exoplanetas para ver si los gases que contienen están producidos por la vida. Explica Pilar Montañés, investigadora del programa Severo Ochoa del Instituto de Astrofísica de Canarias (IAC) que, “por el momento, no disponemos de instrumentos que nos permitan detectar señales biológicas de forma remota, así que nos las tenemos que ingeniar de otras maneras”.

En el IAC, Montañés y su equipo trabajan generando modelos artificiales de señales. “Tratamos de simular las señales que esperamos detectar y para ello usamos una alternativa un tanto ingeniosa, que nos permite observar la Tierra como si fuera un planeta distante, para poder aprender qué señales detectamos en su atmósfera y distinguir así qué se debe a fenómenos atmosféricos, geológicos y cuáles a la vida”, explica.

Y ¿cómo observar la Tierra desde la Tierra? En el IAC usan la Luna como si fuera un espejo. Se fijan en el lado oscuro cuando el satélite está en posición menguante. La iluminación de esa parte procede de la Tierra, que refleja la luz del Sol pero tamizada por la atmósfera. Y los astrofísicos miden así los diferentes gases y sus concentraciones. Una vez obtienen esos datos, los usan para ver cómo sería la atmósfera en otros planetas con condiciones ligeramente diferentes a las del nuestro.

“Eso sí, las señales que encontramos no nos dicen si lo que hay ahí arriba es vida bacteriana o más compleja, mucho menos si inteligente. Lo que por el momento podemos plantearnos es la detección de cosas como plantas, que tienen una señal de clorofila detectable”, explica esta investigadora del IAC.

¿Qué es lo que tratan de detectar los astrofísicos en la composición de la atmósfera? Biomarcadores. Huellas de la vida. “Se buscaría agua y además la coexistencia de componentes oxidantes y reductores, como oxígeno, ozono, metano. Esta coexistencia conlleva desequilibrio químico, que sólo es explicable si existe vida”, explica Montañés.

Sin noticias

Y si embargo, por el momento la vida se resiste a mostrarse. Las estrellas siguen silenciosas. Y las misiones que hasta ahora se han enviado al espacio, las sondas robóticas que durante las últimas décadas han visitado planetas y sus satélites, no han enviado la esperada noticia. Quizás con las próximas empresas espaciales la cosa cambie. Recientemente, por ejemplo, la ESA ha aprobado dos misiones que, en opinión de Pedro García-Lario, podrían ser fundamentales en el marco de la astrobiología.

“Una de ellas es Juice, con lanzamiento previsto en el 2022, que tiene la intención de explorar las condiciones de habitabilidad de Ganímedes, Calixto y Europa, tres de los satélites en órbita alrededor de Júpiter. Los tres podrían contener océanos de agua líquida escondidos en el subsuelo por debajo de una costra rocosa. Y la otra es Plato, que se lanzará en el 2024 y cuyo objetivo es la búsqueda de exoplanetas alrededor de estrellas cercanas a nuestro Sol, con la intención de dilucidar cuáles son las condiciones que determinan la formación o no de planetas alrededor de otras estrellas y la posible emergencia de vida en estos planetas”, explica el director del Observatorio Espacial Herschel.

Es una búsqueda con cuenta atrás. Porque a medida que nuestro Sol cumple años, cada vez fusiona más hidrógeno, está más caliente y luminoso. El final de la Tierra podría estar, dicen los astrónomos, más cerca de lo que esperamos. “Entraremos en un efecto invernadero descontrolado, se evaporará mucha agua de los océanos, que se acumulará en forma de vapor de agua en la atmósfera, que se condensará tanto que se irá todo al garete. Ese será el final trágico de la Tierra, tal vez dentro de unos 500 millones de años. Y aunque parece mucho tiempo, si se piensa que la vida sólo lleva en la Tierra 3.500 millones de años, queda una séptima parte del tiempo vivido”, señala Ribas, del Instituto de Ciencias del Espacio. Más vale que para entonces se hayan encontrado otros mundos habitables.

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Benjamín Montesinos (izquierda) y Víctor Parro, fotografiados en el Centro de Astrobiología. En este centro se estudia cómo detectar microorganismos, simular ambientes interestelares y ver qué condiciones se dan, entre otros aspectos. FOTO: EMILIA GUTIÉRREZ

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Pruebas en el río Tinto, lo más parecido a Marte que hay en la Tierra, de un rover y prototipos de traje espacial y sistema de soporte vital. FOTO: ESA/ÖWF/P. Santek

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Antenas de radiotelescopio para rastrear señales en el espacio en San Agustín, Nuevo México (EE.UU.) FOTO: GETTY

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En el universo existen millones de galaxias con billones de estrellas en torno a las que orbitan planetas. FOTO: GETTY

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