Alsacia, en las trincheras de la memoria

Viaje

Alsacia es un buen resumen de la Europa de los últimos tres siglos, la de la concordia y la conquista, la de la paz y el conflicto, la de la muerte y el diálogo. Desde la anexión alemana de 1871 hasta la invasión y el exterminio nazis, pasando por las cruentas batallas de la Gran Guerra de la que en breve se cumplen cien años de su armisticio.

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Cien años después, ahí siguen los cráteres que los obuses abrieron en la tierra. Cráteres del tamaño de una piscina infantil inflable, de una redondez perfecta y adornados con flores silvestres y unas pocas malas hierbas. Cien años más tarde ahí continúan las trincheras erguidas, serpenteantes, piedra sobre piedra, formando un laberinto coronado por pinos y abetos que han tenido todo un siglo para volver a brotar ahí donde los bombardeos y posteriores incendios dejaron la cumbre como una calva gigante. Y sí, cien años después languidecen las estacas de hierro, oxidadas pero sólidas, que sirvieron para delimitar trincheras, para impedir el paso del enemigo con el alambre de espino que se enzarza con los helechos formando espirales y volutas. Refugios, pasadizos, parapetos... Las vistas al valle son sobrecogedoras, y sin embargo este es un paisaje moldeado a fuerza de obuses y regado con la muerte de miles de soldados en uno de los muchos episodios que configuraron la Primera Guerra Mundial, cuyo armisticio está a punto de cumplir su primer centenario.

Es en la cima del Vieil Armand (o Hartmannwillerskopf, HWK, en alemán) en la cordillera de los Vosgos, donde las tropas alemanas y francesas se mataron durante meses, a bombazos y con la bayoneta calada. Sin remordimientos. Los franceses lanzaron el primer ataque el día de Navidad de 1914 en medio de la sorpresa y la nieve. Durante más de un año, unos y otros avanzaron y retrocedieron decenas o como mucho unos pocos centenares de metros. Murieron cerca de 9.000 soldados, casi 3.000 fueron hechos prisioneros. Luego el foco del conflicto armado buscó otros frentes, pero los desechos de la guerra se quedaron como huellas de dinosaurio esculpidas en la piedra.

Sede de la Eurocámara y de la cadena franco-alemana ARTE, Alsacia quiere ser bandera de la entente, locomotora europea siempre sobre raíles y siempre a punto de descarrilar

Donde termina el campo de batalla, empieza el cementerio, centenares de cruces de piedra (y alguna estela funeraria musulmana) que van ascendiendo la colina de manera ordenada y simétrica entre setos bien cortados. Un grupo de excursionistas con la mochila a la espalda recorre parte del circuito señalizado, lado francés y alemán, y luego enfilan cementerio arriba. Cabellos cortos y rubicundos, espaldas fornidas, paso ligero. “Somos soldados alemanes, apostados en Francia, en Illkirch-Graffenstaden, al sur de Estrasburgo”, explica uno de los jóvenes, cauto y sin demasiadas ganas de hablar. ¿Perdón? Tropas alemanas en territorio francés… Sí, como en los últimos siglos, pero al revés. No como fuerza enemiga, sino aliada. El 291.º batallón de cazadores es el primer destacamento germano que se instala en Francia desde que los últimos regimientos del Tercer Reich fueron expulsados al final de la Segunda Guerra Mundial, en 1945. Hace unos años, con la rees­tructuración del ejército francés, la ­población se quedó sin uno de sus destacamentos, y al cabo de un tiempo llegaron los alemanes, que, con su presencia, ayudan a mantener la economía local. También hay soldados franceses en la otra orilla del Rin, donde las fronteras de ambos países se juntan con la Suiza a la altura de Basilea. Esta fuerza militar se conoce como Brigada Franco Alemana, una suerte de ejército binacional.

Alsacia es la región que representa las dos caras de la historia europea de los últimos tres siglos, la de la concordia y la de la conquista, la de la paz y la de la guerra cruenta, la del cañón y el diálogo. En esa partida, este territorio ha ido cruzando fronteras sin moverse del mapa. Ha sido la moneda de cambio conquistada por las armas en 1871 por Guillermo I de Alemania; perdida en 1918 tras la firma del armisticio; invadida por los nazis en 1939; recuperada por Francia en 1945…

Sede de la Eurocámara y de la cadena franco-alemana de televisión ARTE, Alsacia quiere ser hoy sinónimo de entente, vapor de la locomotora europea siempre a punto de descarrilar, siempre sobre raíles. ¿Y qué son los alsacianos? “El dicho cuenta que somos belgas que nos perdimos camino de Suiza. Para los franceses somos medio alemanes, y para los alemanes somos los primos perdidos”, cuenta Michel Wiederkehr, profesor en Mulhouse, la capital industrial de Alsacia, buen conocedor de la historia de la región. “Alsacia es de cultura germánica: hasta el fin de la Segunda Guerra Mundial apenas nadie hablaba francés excepto la burguesía, porque se convirtió en territorio alemán en 1871. A partir de 1945, la conversión al francés fue enorme por culpa del trauma de la ocupación nazi, muy violenta y cruel”, constata.

De paseo por el parque del Belvedere de la ciudad, Wiederkehr señala una escultura de un hombre desgarrado de dolor (El grito de Munch parece, en contraste, un postal divertida) y que representa a los 17.000 alsacianos que, siendo franceses, pero atrapados en territorio anexionado en 1939, tuvieron que luchar a la fuerza en los ejércitos de Hitler. Se les conoce como los malgré-nous (los “a nuestro pesar”). “Tuvieron que ser soldados del Reich alemán, la mayoría fueron al frente de Rusia, y los que no murieron fueron internados en el campo de prisioneros de Tambov. Los últimos regresaron a Francia a principio de los años sesenta. Fue algo muy trágico y se mantiene en la memoria”, resume Wiederkehr.

El Vieil Armand es un campo de batalla de la Primera Guerra Mundial cuyas trincheras, estacas con espino, refugios y cráteres de los obuses están intactos más de un siglo después

Cuando los alemanes perdieron la guerra se desentendieron de sus soldados ­alsacianos y pasaron la pelota a Francia. Los que se negaron a alistarse en el bando de Hitler al inicio del conflicto, fueron enviados al único campo de concentración nazi en suelo francés, el KL Struthof, sito en Natzwiller, en lo alto del monte Louise, a 60 kilómetros de Estrasburgo. Por allí pasaron 52.000 detenidos, de los que murieron 22.000 entre 1940 y 1945. Hoy en día recibe la visita de miles de escolares franceses, alemanes y suizos que confrontan la realidad de la persecución nazi con la de la Europa actual, la del racismo y la solidaridad, la de la acogida o el rechazo de los refugiados, la del populismo de extrema derecha.

El KL Struthof es un lugar terrorífico, que pone los pelos de punta por lo que se ve y, más todavía, por lo que uno no quiere ni imaginarse. Los barracones de prisioneros, los miradores de los vigilantes, las escaleras que tuvieron que construir los prisioneros con el granito rosa de una cantera vecina. El crematorio, las celdas y los cubículos de castigo, la sala de desinfección, el osario, la mesa de disección de los cadáveres... En Struthof había –sigue en pie– una cámara de gas que se sitúa junto a la que fue la casa del jefe de campo. No se usaba para eliminar en masa a prisioneros sino con el fin de llevar a cabo falsas pruebas médicas y experimentar la resistencia humana con gases mortales de todo tipo. En una ocasión murieron gaseados 86 judíos porque los nazis querían iniciar una colección de huesos humanos.

Muchos de los internados en el campo central (en el que no había mujeres) eran prisioneros políticos que llevaban el triángulo rojo. Todavía quedan supervivientes del KL Struthof, que tuvo, además, unos 70 anexos repartidos a lado y lado de la actual frontera francesa y alemana. Algunos exprisioneros todavía acuden a la ceremonia que se celebra cada mes de junio. El Kl Struthof está rodeado de una paradoja monumental: su entorno quita el hipo.

En sus escritos y memorias, varios prisioneros dejaron constancia de cuán extraño era convivir a diario con la humillación extrema y la muerte en un entorno tan hostil y un paisaje bellísimo, también en invierno, cuando se alcanzaban ­fácilmente los 30°C bajo cero. “La naturaleza es el único consuelo”, escribió Léon Boutbien, médico y militar, prisionero en Struthof, luego trasladado a Dachau, donde salvó muchas vidas de enfermos de tifus y de donde escapó. Boutbien recibiría todos los honores y llegaría a ser diputado en la Asamblea Nacional por el partido socialista SFIO.

“Nuestro trabajo aquí no sólo pasa por insistir en el ‘nunca más’ sino por preservar la historia común, luchar contra los extremismos y la discriminación y, sobre todo, preservar la memoria, fomentar el respeto por el otro, los derechos humanos”, afirma Audrey Studer, responsable del programa educativo del Centro Europeo del Resistente Deportado (CERD), que gestiona el antiguo campo.

Los prisioneros llegaban en tren, al pie de la montaña, y tenían que subir caminando un gran desnivel. “Luego llegaban a este edificio –señala Studer–, el mismo que servía de recepción y de crematorio, donde te desnudaban, desinfectaban y duchaban con agua hirviendo. Para calentarla se aprovechaba el calor del crematorio. Entraban por su propio pie y salían por la chimenea”.

Era en ese barracón, justo al lado del osario donde hay placas de recuerdo de varios países (por Struthof pasaron 80 españoles), donde los prisioneros perdían su nombre y se convertían en un número “que tenían que aprender en alemán”. Los nazis incluso consiguieron hacer de la muerte y la cremación de los prisioneros un negocio: en el barracón de la cárcel hay una sala con urnas funerarias de arcilla que parecen macetas para las plantas. Los responsables del campo ofrecían, por un precio desorbitado, enviar sus supuestas cenizas, pero sólo a familias de prisioneros alemanes (disidentes, pacifistas...).

Prácticamente todas las instalaciones son las originales, algunas están restauradas después de recibir ataques vandálicos por miembros de grupos negacionistas. En el lugar donde ya no quedan barracones se levanta estelas de piedra con tierra de los otros campos de concentración nazis. En lo alto de la colina, una horca ­recuerda la muerte de los prisioneros que eran ajusticiados por intentar escapar o amotinarse. En el cementerio adjunto al campo no hay restos de los que estuvieron cautivos, pero sí de deportados y muertos en otros campos de exterminio. Sus familiares quisieron que descansaran en Struthof para tenerlos más cerca. Todos los presidentes franceses han honrado con su presencia a los muertos de Struthof salvo Nicolas Sarkozy. En el CERD desconocen por qué.

Cuando los americanos llegaron el 23 de noviembre de 1944 al campo, el primero descubierto por los aliados en el frente occidental, encontraron zapatos y ropas, pero sin prisioneros, ya que habían sido evacuados al resto de los campos anexos, aún detrás de las líneas nazis. Los desplazaron en lo que se ha conocido como las marchas de la muerte, donde miles de prisioneros ­murieron de agotamiento o hambre por las inhumanas condiciones de las caminatas. Con la liberación del campo, centenares de familias acudieron a depositar restos de sus allegados o a conservar lo que habían encontrado para preservar la memoria, relata Audrey Studer. Esa es una de las razones por las que Struthof está tan bien conservado.

Más allá de los campos de concentración, la cotidianidad en Alsacia y en Mosela, capital Metz, la parte de la Lorena anexionada por los nazis, también era terrible: 600.000 personas fueron evacuadas al sur de Francia. “De ellas regresan medio millón, aunque sea bajo el mando alemán. Muchas familias aún recordaban que habían vivido bien con Guillermo II, pero ahora lo que descubren es una dictadura”, explica Sabine Bierry mientras recorre las salas y los pasillos del Memorial Alsace-Moselle, un museo que documenta las desgracias del pasado y reivindica las virtudes del europtimismo. El proyecto, reabierto en el 2017, se halla en Schirmeck, un cruce de caminos entre el Alto y el Bajo Rin y los Vosgos.

Bierry relata que existe una diferencia abismal entre la anexión acorde a ley de 1871 y la del III Reich. En la primera, Guillermo I y luego su nieto Guillermo II quieren hacer de Estrasburgo y Alsacia una capital con todas las de la ley, crean nuevos y elegantes barrios, distritos para obreros con viviendas aceptables, fomentan la música y las artes… Con los nazis se queman todas las banderas ajenas, se prohíbe llevar boina (símbolo francés por excelencia), los habitantes tienen que tener nombre y apellidos germánicos, la cultura se nazifica… En el memorial se escenifican episodios de la vida cotidiana, los despachos de los invasores, las estaciones y los trenes desde donde huyen miles de personas, y se reproducen tanto las caras de las víctimas como las placas de las calles que cambian de nombre radicalmente. También hay un pasillo que no lleva a ningún lado. “Es una metáfora del discurso de la raza pura”, esgrime Sabine Bierry. El memorial es un canto a Europa, no en vano su última sección se llama EUphoria. Es un discurso que no cesa, lo enarbolan los soldados alemanes que pasean por Hartmannwillerskopf, los guías del antiguo campo de Struthof, las placas del memorial, los tranvías de Estrasburgo con sus mensajes de “europtimism”, aunque Europa tenga sus días pesimistas. Si se coge la línea D, se cruza de Francia a Alemania como si nada. El Rin divide a los dos países y los une. Unidos y divididos. En esencia, Europa.

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