Amberes, la meca de los diamantes

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La ciudad belga oficia desde el siglo XV como uno de los epicentros mundiales de los diamantes. En su barrio judío se negocia con más del 80% de los diamantes en bruto del planeta y cerca de la mitad de los tallados siempre buscando la piedra perfecta.

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Compraventa de diamantes en Ideal Diamonds

Con pocas excepciones, casi cada diamante que circula por el planeta habrá pasado al menos una vez por Amberes. En concreto por su Diamantkwartier, la meca de, como cantaba Marilyn (hay que situarse en los primeros años 50), el mejor amigo de una chica. Casi 200 millones de euros en piedras se mueven a diario por el escaso kilómetro cuadrado de este barrio. Su aspecto, sin embargo, dista mucho del romanticismo de las joyerías de la place Vendôme de París o el Ponte Vecchio de Florencia. Porque tras la austeridad de sus edificios se cuece un negocio que mueve fortunas tanto en su versión más glamurosa como en los múltiples usos industriales del mineral más duro de la Tierra: se cierran contratos con inversores y comerciantes ya sea para complacer los caprichos de un jeque o para importar diamantes destinados al torno de un dentista; se reciben y clasifican ejemplares de todo pelaje, a menudo se tallan –aunque muchos han deslocalizado esta labor a países más baratos de Asia– y, una vez pulidos, cerca de la mitad de la producción mundial se reintroduce desde Amberes en el mercado internacional.

Para evaluar un diamante es fundamental medir su peso, el color, la pureza y el tallado, única característica en la que no influye la naturaleza

Ante mil y una cámaras de vigilancia (que no lograron evitar el robo de película que perpetró en el 2003 la banda apodada la Escuela de Turín), patrulla la policía codo con codo con compradores, curiosos y judíos de tirabuzón y negro riguroso rumbo al taller, a la oficina, al laboratorio o a la tienda. Desde 1447 ellos fueron los motores del filón hasta que, hace pocas décadas, los indios irrumpieron con tal fuerza que hoy manejan tres cuartas partes de esta industria en la ciudad.

Recién descubierta la ruta marítima a la India –el único productor mundial de diamantes hasta 1720–, los judíos trajeron las primeras gemas al puerto de Amberes seguro que sin sospechar que, casi seis siglos más tarde, en la muy barroca ciudad de Rubens y Van Dyck funcionarían cuatro bolsas para transar con ellas, y más de 1.500 empresas vinculadas al sector. Entre sus 30.000 empleados, desde brokers hasta artesanos consagrados a transformar una piedra en bruto en una joya única. Las literalmente tres calles del corazón del barrio –las peatonales Rijfstraat, Hoveniersstraat y Schupstraat– concentran lo más profesional del gremio, mientras las de alrededor parecen más orientadas al turismo.

Dado que la orgía de brillos de sus escaparates no se ve todos los días, antes de pecar convendría pasearse por el recién inaugurado Museo del Diamante (divaantwerp.be) para empaparse de la mística de sus piezas de colección y, de paso, aprender sobre cómo se elaboran. El proceso puede verse en directo durante los recorridos por la firma DiamondLand, con sus pulidores y orfebres en acción tras las cristaleras. Aquí y allá se corean como un mantra las consabidas cuatro C que determinarán el precio de un diamante: carat weight o quilates, es decir, su peso; colour, el color, cuanto más transparente o más raro, mejor; clarity o pureza, en función de las imperfecciones que pueda tener, y cut, tallado, el único valor donde la que manda no es la naturaleza sino la maestría a la hora de darle forma a sus facetas, capaces, en un trabajo fino, de convertir el reflejo de la luz en puro fuego.

Para el ojo de un profesional, la combinación idónea de estos parámetros es el primer bocado a su pan nuestro de cada día. El neófito a la caza de su diamante, amén de decidirse por aquel que parezca centellear sólo para uno y además de quedarle perfecto le encaje, claro, en el presupuesto, haría bien en familiarizarse con el galimatías de escalas de cada C. Sólo así podrá entender por qué la pieza que le ha hipnotizado cuesta lo que dicen que cuesta. Tampoco en estos asuntos el más grande será necesariamente el mejor si los demás atributos no están a la altura, y ni siquiera en la civilizada Amberes se ve uno libre de que le den gato por liebre.

Desde 1447, los judíos fueron los motores del filón hasta que, hace pocas décadas, los indios irrumpieron y hoy dominan tres cuartas partes de la industria en la ciudad

Aunque la ciudad presume de ser uno de los mejores lugares donde comprar diamantes y miles de extranjeros la visitan ex profeso, las gangas rara vez existen para los naturales –los hay tratados y hasta sintéticos– con calidad aceptable. Menos arriesgado que caer en la trampa de unos descuentos demasiado buenos para ser verdad resultará enfilar hacia joyerías de prestigio reconocido o algunas de las 25 que reúne el sello Antwerp’s Most Brilliant. Las más rumbosas incluso se descuelgan con una noche de hotel para las parejas que desembolsen 1.500 € por su anillo de compromiso, si bien los tienen por tres veces menos o, a gusto del consumidor, por cifras exorbitantes.

Para cualquier diamante de al menos unos 0,30 quilates habrá de exigirse, eso sí, un certificado emitido por algún laboratorio gemológico de la reputación de GIA, HRD o IGI. De no proporcionarlo u ofrecer otro de cosecha propia, mejor salir por piernas o sospechar que quizá no sea oro todo lo que reluce. Esta es la quinta C, de confianza, que los expertos recomiendan tener en cuenta para ahorrarse disgustos. La misma palabra anda tratando de imponerse ante el rechazo de la sociedad a los diamantes de sangre que en la pasada década de los 90, a raíz de conflictos como los de Sierra Leona o Angola, llegó a rondar, según las fuentes, entre el 4% y el 15% de la producción mundial. En el 2003 nacía el sistema de certificación del Proceso Kimberley, hoy rubricado por 81 Estados, con el objetivo de cerrar el mercado a las piedras en bruto que financiaban a los guerrilleros. Parece que hoy su comercio se ha reducido a un testimonial 0,2%, sin embargo Amnistía Internacional y Global Witness han denunciado que bajo este barniz de aparente respetabilidad se obvian vulneraciones, como el trabajo infantil o la explotación laboral, en la cadena de suministro de diamantes. Una cadena más fácil de rastrear en países productores como Australia o Canadá, pero difícilmente en tantos de África o América Latina donde la pobreza se alía con gobernantes corruptos e intereses extranjeros.

Entre otras iniciativas como las del Responsible Jewellery Council, la organización sin ánimo de lucro Diamond Development Initiative daba un paso más allá certificando la minería a pequeña escala como motor de desarrollo para las comunidades locales. Fiel a estos objetivos, una empresa belga especializada en responsabilidad social le proponía al World Diamond Centre de Amberes un proyecto de joyería ético de principio a fin. El año pasado veía la luz su primera colección, My Fair Diamond, con piedras de una mina artesanal nada menos que en Sierra Leona.

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Bolsa de diamantes de Amberes

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Estudiando las características de un diamante en bruto

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