Aral, esperanza en el desierto helado

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El mar de Aral es testigo de una de las mayores derrotas medioambientales del planeta. En el 2003, la NASA certificó que el que fuera el cuarto mar interior más grande se había reducido en un 90%. En un lugar donde la vida es muy dura, en invierno se torna casi imposible con temperaturas de –20ºC. Pese a ello, los habitantes de Tatusbek resisten con la fe de que las aguas regresen. Sus deseos podrían cumplirse.

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Eibozat y Serzhan pescan bajo el hielo en una zona lejos de la costa, donde hay más peces.

Un precioso poema de la Nobel de Literatura Wislawa Szymborska explica que tres pescadores sacaron una botella con mensaje del fondo del agua. “¡Socorro, estoy aquí. El océano me arrojó a una isla desierta. Estoy en la orilla esperando ayuda. ¡Dense prisa, estoy aquí!”.

Los dos primeros pescadores escurrieron el bulto argumentando que “o hacía muchos años de la botella” o que “era imposible saber dónde estaba la isla”. El tercero protestó: “Ni demasiado tarde ni demasiado lejos. La isla ‘Aquí’ está en todas partes”, el ambiente se volvió incómodo. Las verdades tienen este problema. Son incómodas.

Gracias a la construcción de un gran dique en el 2005, la parte del mar en Kazajistán se recupera. “En el 2010 la orilla estaba a 100 km del pueblo. Ahora, a 20”, cuenta Nurzhan, pescador

Igual de incómodo ha sido hablar del mar de Aral hasta hace bien poco, cuando se ha sabido que la parte kazaja del mar se está recuperando. Incluso así, hay lugares de la tierra donde uno desearía no haber estado en su vida. Sitios remotos y olvidados donde no hay turistas ni gente de paso, sólo nativos. Y por supuesto no existe garantía alguna de superar el trayecto exigido. Tatusbek (Kazajistán) es uno de ellos.

En invierno, para llegar a este pequeño pueblo de pescadores, hay que salir desde Aral (capital de la zona, 30.000 habitantes) con dos 4x4 VAZ soviéticos para salvar 90 km de pista sobre hielo durante 10 u 11 horas (tres en primavera). Los trayectos se hacen de día y en caravana, ya que si el coche se avería no habrá asistencia en carretera. Tampoco hay cobertura telefónica. Muerte por congelación.

Una vez en Tatusbek, el ambiente que se respira es mejor de lo que se puede imaginar. Las 20 casuchas albergan a una comunidad de unos 100 habitantes bien avenidos. Por supuesto no hay bares ni restaurantes. Tampoco hay hoteles. Porque nadie visita Tatusbek. Los mochileros que vienen a Aral atraídos para fotografiarse con los esqueletos de los barcos pesqueros varados se quedan en Uzbekistán. Es lo que llaman el “turismo negro”, compuesto por curiosos que gustan de hacerse la foto con los vestigios de una masacre no sólo medio­ambiental sino también ­humana.

En 1960, el mar de Aral tenía tanta superficie de agua como la actual Sri Lanka o el estado de Virginia. Era uno de los cuatro lagos o mares interiores más grandes del mundo. Pero la entonces Unión Soviética decidió canalizar sus cuencas para regar los campos de algodón de Uzbekistán, y desde entonces ha perdió un alarmante 90% del área y el 92% de su volumen. La salinidad aumentó a casi el triple de la mayoría de los océanos, y la pesca dejó de existir. De las 43.000 toneladas capturadas en 1960 (esturión, carpas, lucios…) se pasó a menos de 600 en 1996, y la mayoría estaban contaminadas por pesticidas.

No hay bares, restaurantes ni hoteles: nadie visita Tatusbek. Los mochileros atraídos para fotografiarse con los esqueletos de los barcos se quedan en Uzbekistán

La toxicidad de la arena combinada con la contaminación por ensayos armamentísticos de la extinta central Vozrozhdenya (renacimiento, en ruso) hacían irrespirable el ambiente. Hoy en día, el viento que azota esta gran estepa levanta nubes tóxicas que contaminan una superficie equivalente a toda Holanda, afectando a países vecinos. Muchos habitantes de la zona sufren de cáncer linfático y dolencias pulmonares.

Sin trabajo (las factorías de peces cerraron), salud ni acceso a agua para uso doméstico (la salinidad es de 110 g/l, cuando la del mar es de 35 g/l), casi toda la población abandonó Aral. Casi. No es el caso de Nurzhan (29 años), que cada día se levanta temprano para salir a pescar porque gracias a la construcción de un gran dique en el 2005, la vertiente de Kazajistán del mar se está recuperando. “En el 2010 la orilla estaba a cien kilómetros del pueblo. Ahora está a 20 km”, asegura Nurzhan. Y la salinidad está bajando, y la pesca, recuperándose (unas 6.000 toneladas pescadas) y podría triplicarse.

Sin embargo, durante el invierno apenas pescan, ya que las aguas más cálidas están lejos. Igual que otros vecinos, Nurzhan se dedica a criar camellos que mata cuando llegan las primeras heladas para así poder vender su carne. Cuando no trabaja, pasa el día en casa con su mujer, Akerke (30 años), y su hija, Dilmaz (4 años), que todavía no va a la escuela porque los niños se escolarizan a partir de los siete.

No hay bares, restaurantes ni hoteles: nadie visita Tatusbek. Los mochileros atraídos para fotografiarse

con los esqueletos de los barcos se quedan en Uzbekistán

En las casas no hay vodka: emborracharse puede tener un precio muy alto: el año pasado, dos hombres no supieron encontrar el camino de vuelta a casa por haber bebido más de la cuenta; murieron

Aparte de la escuela y la mezquita (la religión oficial es la musulmana), en el pueblo no hay espacios de socialización. El vacío y la oquedad de este inmenso espacio solitario relativizan la percepción de todo lo poco que sucede. Nunca hay nadie en las calles. Un solitario abeto, que aún conserva los ornamentos de la pasada Navidad, nos recuerda que los vivos no son fantasmas. Los vecinos van de una casa a la otra para compartir una sopa caliente o carne de camello. En las viviendas no hay vodka: emborracharse puede tener un precio muy alto: el año pasado, dos hombres no supieron encontrar el camino de vuelta a casa por haber bebido más de la cuenta; murieron.

En el cementerio de Tastubek, la última tumba corresponde al padre de Sezhan (30 años) y Eilobat (28). Eilobat ayuda a su hermano durante el invierno. Pescan perforando el hielo y esperando, días enteros, en una especie de cabañas esparcidas en medio de este desierto helado. En el extremo del extremo del mundo, sorprende encontrar a gente con una fe a prueba de bomba: “Una leyenda asegura que el mar de Aral se ha secado tres veces. Y siempre ha vuelto”, explica Eliobat.

Mientras esperan que la primavera traiga el deshielo y con ello se recupere la pesca, la factoría de Tatusbek apila el pesca­do seco que le queda para enviarlo a Aral. El pueblo duerme o ve la televisión vía satélite. Desde que ha ­llegado internet, la aldea vive con la virtual ilusión de estar conecta­da al mundo. A los hermanos Eliobat y Sezhan, con todo, ni la tele ni las redes sociales les interesan. Ellos sólo piensan en pescar o cazar. La caza está prohibida, aunque las autoridades hacen la vista gorda. Y si un zorro se cruza en su camino, tiene los días contados. A nadie le importa.

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En la fábrica de Tatsubek, el pescado se lava y almacena. Luego se envía a Rusia.

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Algunos pescadores se establecen en Tatsubek para la temporada de invierno.

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Hay poco niños. Hoy la escuela está cerrada, el maestro tuvo que ausentarse.

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La mezquita de Tatsubek. La mayoría de los kazajos son musulmanes

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El clima tan frío hace que las averías sean casi diarias. Siempre se conduce en caravana.

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Nueve de la mañana, -15 oC. Eibolat se encarga del heno antes de irse a pescar.

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Tras ordeñarlos, los camellos se dejan en la estepa. Por la tarde, regresan solos a casa.

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