Armenia intenta olvidar

Cada abril se conmemora en Ereván la deportación y la muerte de alrededor de millón y medio de armenios en territorio turco en 1915, un capítulo de la historia del que aún queda algún superviviente y que ha marcado a muchísimas familias emigradas.

Movses Haneshanyan, de 104 años y que sobrevivió a la deportación, junto a su mujer Iskuhi, de 99, en Voskehat (Armenia), disfrutan hoy de sus dos nietos, Nectariuse y Narek

Cuando en 1939, poco antes de invadir Polonia, Hitler expuso su plan para exterminar a los judíos, alguien de su Estado Mayor objetó que el mundo no lo perdonaría. A lo que el dictador respondió: “¿Y quién se acuerda hoy del genocidio armenio?”.

El tiempo pasa, pero la memoria de los armenios es tozuda. Cien años después de aquella matanza que costó la vida a millón y medio de personas, el 24 de abril volverá a conmemorarse en Ereván, la capital de Armenia, el día del Genocidio. Cientos de miles de personas desfilarán ante el monumento que recuerda aquel horror para dejar claro que no olvidan y para pedir que los países que aún hoy niegan el genocidio –una gran mayoría, entre ellos España e Israel–, lo reconozcan.

“El shock de la matanza pasa de padres a hijos, y todos asumen el trauma del genocidio”, apunta Hayk Demoyan, director del Museo del Genocidio. “Debemos superarlo, pero no es fácil –añade–. Cien años después seguimos esperando que Turquía pida perdón. Sería un gran paso hacia la reconciliación, pero por desgracia no llega”.

La manifestación, que se repite cada año, transcurre en medio de un silencio atronador, con el simbólico monte Ararat como testigo y armenios de toda edad y condición. Muchos viajan desde la diáspora para asistir a la reivindicación, con lágrimas en los ojos y flores en la mano. Haig Messerlian, un armenio de Líbano, comenta junto al monumento: “Por desgracia son pocas las familias armenias que no han sufrido el genocidio. Es el culpable de la diáspora. El 80% de mi familia emigró a Argentina, pero mi padre fue a Líbano, y mi madre, a Italia. En Líbano nací yo, pero me siento armenio”.

Aunque antes de 1915 los armenios ya habían sufrido persecuciones, el 24 de abril ha quedado instituido como el día del Genocidio. Aquel día de 1915 las autoridades otomanas ordenaron la detención de cientos de intelectuales armenios, entre ellos el poeta Daniel Varujan, que murió asesinado. Uno de los más destacados músicos armenios, Komitás, enloqueció al ver a tantos compatriotas torturados, asesinados, obligados a caminar por el desierto sin víveres ni agua. La versión turca de la matanza apunta que temían que los armenios se rebelaran y se aliaran con los rusos para apoderarse del imperio otomano. Niegan que fuera un genocidio, aunque murieron millón y medio de armenios por el mero hecho de serlo.

Charles Aznavour, el armenio más universal, compuso para denunciar el genocidio la canción Ils sont tombés: “Cayeron sin saber muy bien por qué / mujeres, hombres y niños que sólo querían vivir…”. La banda de metal System of a Down, formada por norteamericanos de origen armenio, también ha alzado su voz para denunciar el genocidio en canciones como Holy Mountains o P.L.U.C.K.

La primera referencia escrita sobre los armenios data del siglo IV a.C., pero fue en el reinado de Tigrán el Grande, del 95 al 66 a.C., cuando el reino de Armenia llegó a su máxima extensión, desde el mar Negro hasta el Caspio y del Cáucaso a Palestina. Las invasiones de sus vecinos, sin embargo, complicaron la supervivencia de Armenia.

El periodista Ryszard Kapuscinki resumió así el drama de esta nación situada entre Europa y Asia: “El mapa, visto desde el sur de Asia, explica el drama de los armenios. Al sur, limita con los dos imperios más poderosos de la época: Irán y Turquía. Agreguemos el Califato Árabe y Bizancio. Cuatro colosos políticos, ambiciosos, tremendamente expansivos, fanáticos, ávidos y codiciosos”.

“Los abuelos siempre decían que el genocidio los marcó de por vida. Tuvieron que abandonar su país para no regresar jamás”, cuenta Shushan Sirouyan

En el año 301 Armenia se convirtió en el primer país que adoptó el cristianismo, y todavía hoy sus bellos monasterios milenarios, como Khor Virap o Tatev, retienen el esplendor de la antigua Iglesia armenia. La historia del país es rica, pero desde 1991, tras la proclamación de independencia, Armenia se ve obligada a reivindicarse desde un pequeño territorio, con sólo tres millones de habitantes, sin salida al mar y con el Ararat en territorio turco. Armenia avanza, aunque todavía hoy la disputa con Azerbaiyán por el territorio de Nagorno-Karabaj dificulta la paz. Los diez millones de armenios de la diáspora contribuyen, sin embargo, a mantener viva la llama de la identidad armenia.

La familia Sirouyan es un ejemplo de supervivencia de esa identidad en la diáspora. El abuelo materno logró huir del genocidio, de niño, gracias a unos beduinos que le ayudaron a cruzar el desierto. En Líbano se casó con una armenia de un orfanato y ambos emigraron a Argentina. El abuelo paterno, que con el seudónimo Ashot Artzruní escribió Historia del pueblo armenio, huyó de Ereván en 1917 y vivió un tiempo en París. Tras casarse, también emigró a Argentina.

Aunque nacidos en Buenos Aires, los cuatro hermanos Sirouyan de la generación actual se sienten armenios. Dos de ellos siguen viviendo en Argentina, mientras que otro, Armen, emigró a España, donde ejerce de arquitecto, y la cuarta, Shushan, vive en Ereván. “Llegué a Armenia con 18 años, en octubre de 1986, con una beca para estudiar Filología Armenia”, cuenta Shushan. “Aquí viví momentos emocionantes, como el hundimiento de la Unión Soviética y, en 1991, la llegada de la independencia. También conocí a Hovig, un armenio del Líbano con el que me casé y tuve dos hijos. Sin haberlo planeado, me quedé a vivir en Armenia”.

“Los abuelos siempre decían que el genocidio los marcó de por vida –añade–. Tuvieron que abandonar su país para no regresar jamás. No contaban detalles, pero el abuelo escribió un diario donde explica cómo se salvó de la matanza. Fue terrible. De niño pasó más de una semana escondido en la panza de un caballo muerto. La abuela contaba que degollaron a toda su familia…”.

Hovig Stepanian, el esposo de Shushan, cuenta una historia parecida mientras se esfuerza, en su casa de Ereván, en encajar viejas fotos para recomponer un puzle familiar roto por el genocidio y la diáspora.

Armen Vadanyan, un ingeniero de 68 años hijo de una superviviente del genocidio fallecida hace sólo un año, ilustra un dolor más cercano. Lo primero que hace cuando le visitan los autores de este reportaje en su apartamento de las afueras de Ereván es mostrar la foto de su madre, fallecida a los 104 años, y un libro que reúne testimonios del genocidio. “Aquí están las palabras de mi madre –proclama con orgullo–. Se llamaba Maria Vardanyan y nació en 1905 en Malatya, en la parte armenia de Turquía. Tenía siete años cuando empezó a sufrir el genocidio. Los turcos se llevaron a los armenios del pueblo, entre ellos a su padre, y los mataron”.

“Los armenios somos trabajadores y honestos, pero hemos sufrido mucho; necesitamos buenos dirigentes para sacar el país adelante”, dice Movses, un superviviente de 104 años

“Mi madre no quería contar nada, no quería recordar”, cuenta Armen tras una pausa, interrumpido por la emoción. “Cuando lo hacía, se echaba a llorar”. Maria Vardanyan logró huir caminando hasta Siria y rehízo su vida en Alepo. En 1946, cuando Armen sólo tenía un mes, emigraron a Ereván. “Mi madre nunca quiso regresar al pueblo donde nació”, recuerda su hijo. “Después de la independencia, le propuse ir y me dijo: ‘No pienso volver a este país que nos maltrató tanto’”.

Cuando ya casi parecía imposible encontrar a un superviviente del genocidio, una fotógrafa amiga, Nazik, avisa de la existencia de Movses Haneshanyan, un armenio de 104 años que lo sufrió de niño y que, a pesar de su avanzada edad, mantiene la cabeza clara. Vive con su esposa, Iskuhi, de 99, cerca de Echmiadzin, el Vaticano armenio.

“En 1915, en Musa Dagh –recuerda Movses con los ojos empañados–, los turcos reunieron a todos los armenios, entre ellos a mi padre, para obligarles a cavar un canal de riego. Una vez terminado el canal, les hicieron caminar por el desierto hacia Siria. A los que no querían, les golpeaban con las culatas de sus armas o les disparaban. Fue horrible. Mataban incluso a mujeres embarazadas”.

El padre de Movses se salvó porque un árabe al que conocía pagó dinero para liberarlo. Se lo llevó a trabajar con él, hasta que Turquía perdió la guerra y pudo regresar a Musa Dagh. Años después Movses emigró al Líbano y, en 1939, a Armenia. “Los armenios somos trabajadores y honestos –suspira–, pero hemos sufrido mucho. Necesitamos buenos dirigentes para sacar el país adelante. Nuestros hijos y nuestros nietos se merecen una vida mejor”.