Auschwitz, la cumbre de la barbarie

Historia

Cercano a Cracovia, en la entonces Polonia ocupada por los nazis, este campo de concentración fue durante casi cinco años un infierno en el que dejaron la vida más de un millón de personas. Todavía hoy, un paseo por sus instalaciones, convertidas en un museo para no olvidar el Holocausto, es un choque para las emociones y el raciocinio. El único alivio es pensar que este 27 de enero se cumplirán 70 años de la liberación del campo de prisioneros más terrible.

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Barracón del complejo Auschwitz II-Birkenau donde se hacinaban 400 o 500 prisioneros en condiciones execrables

Todo lo que se sabe, lo que se ha visto en imágenes, lo que se ha sufrido leyendo historias de terror y sadismo, no sirve de nada cuando entras en Auschwitz y te sientes despojado de los atributos que permiten enfrentarse éticamente al espanto y la consternación. Una pregunta inquietante atenaza desde el primer minuto: “¿Podemos seguir creyendo en el ser humano después de contemplar este lugar?”. Después de bregar con el estadio más racional de la conciencia, aparece la respuesta más clarividente y concisa: no.

Todo empieza con una frase sarcástica, “Arbeit macht frei” (“El trabajo os hará libres”), una cancela que se abre y una barrera que sube. Los prisioneros atravesaban cada día la gran puerta y se topaban con una orquesta que tocaba marchas para agilizar las salidas, las entradas y los recuentos.

Auschwitz se creó en abril de 1940 para albergar a los nuevos prisioneros que ya no cabían en los centros de reclusión cercanos. Su primer y único comandante fue Rudolf Höss, y los primeros reclusos fueron 728 polacos procedentes de una prisión cercana. El campo llegó a contar con 28 edificios de dos plantas, más las cocinas y los almacenes, y tenía 20.000 prisioneros en 1942.

Hoy todas las instalaciones son un imprescindible museo con exposiciones permanentes que muestran las condiciones de vida de los prisioneros, muchos de los cuales murieron por el trabajo inhumano y esclavo, el hambre, enfermedades, experimentos en los laboratorios, castigos, torturas y ejecuciones.

Las cifras de víctimas fluctúan. Las que da el propio campo de extermino son: 1.300.000 personas murieron, de las que 1,1 millones eran judíos, siendo los húngaros con 430.000 y los polacos con 300.000 los grupos nacionales más golpeados. También fueron exterminados centenares de miles de judíos franceses, holandeses, austriacos, alemanes, eslovacos, checos o belgas. Por las cámaras de gas pasaron además 20.000 gitanos y 8.300 prisioneros rusos.

Para edificar el campo, los nazis desalojaron a parte de la población de la localidad de la que tomó el nombre; el 60% de esas personas, de origen judío, fue aniquilado en el recinto

Heinrich Himmler, el segundo hombre más poderoso de la Alemania nazi y principal programador del exterminio, eligió Auschwitz (Oswiecim en polaco) tanto “por su privilegiada ubicación en cuanto a las comunicaciones (nudo ferroviario importante) como por la posibilidad de aislamiento y camuflaje”, tal como contó el comandante Höss en sus memorias.

Los alemanes desalojaron a la población de uno de los barrios de la pequeña localidad y también de ocho aldeas colindantes. 1.200 viviendas fueron destruidas. El 60% de la población de Oswiecim, de origen judío, fue aniquilado en sus instalaciones.

Una parte de esos edificios abandonados fueron ocupados por los oficiales de las SS encargados de llevar a cabo las tareas sangrientas, y muchos se instalaron con sus familias; 8.000 miembros de la unidad más macabra del ejército alemán estuvieron destinados en el campo de exterminio.

Después de un largo camino, que duraba una semana cuando venían de los lugares más lejanos como Grecia o Noruega, los judíos eran seleccionados, y una mayoría, hasta el 70% de cada convoy, iba directamente a las cámaras de gas. Se les desnudaba con la excusa de que iban a recibir una ducha y en grupos de 2.000 tardaban entre 15 y 20 minutos en morir por el efecto de entre cinco y siete kilos de gas Zyklon B. Entre 1942 y 1943 se gastaron 20.000 kilos de este gas.

Antes de transportarlos a los hornos crematorios o a las fosas comunes para incinerarlos, los cadáveres eran despojados de dientes de oro, pendientes y sortijas. También se les cortaba el pelo, que luego era vendido a la industria textil alemana a medio marco por kilo. Cuando fue liberado el campo se encontraron sacos con 7.000 kilos de cabellos humanos. Casi dos toneladas de ese cabello femenino están expuestas en uno de los barracones del ­campo.

En otras salas, montañas formadas por 80.000 zapatos infantiles o de adultos, 40 kilos de gafas, 12.000 ollas y escudillas, 460 prótesis de todos los tamaños imaginados, 3.800 maletas de las que más de la mitad están firmadas con los nombres y las direcciones de los asesinados, 570 uniformes a rayas que llevaban los prisioneros, 260 prendas de ropa civil, incluidos vestiditos infantiles o un número similar de talits (chales de oración judíos) reafirman la magnitud de la tragedia con una contundencia asfixiante.

El centro de reclusión empezó a funcionar en 1940; tras decidir “la solución final de la cuestión judía”, en 1942, los nazis lo ampliaron y empezaron a gasear a miles de personas al día

Los prisioneros eran fotografiados en tres posiciones y a partir de 1943 se les tatuó su número de registro en el brazo. Auschwitz fue el único campo de exterminio donde se hizo esta práctica de tatuaje. Eran identificados con triángulos de colores según el motivo del arresto: el rojo indicaba una motivación política; el negro se asignaba a los gitanos y a los clasificados como antisociales; el morado estaba reservado para los testigos de Jehová; el rosa, para los homosexuales, y el verde, para los criminales. La más conocida es, sin duda, la estrella amarilla que recibían los judíos, además de un triángulo del mismo color.

Tampoco hubo piedad con los niños. Los nazis deportaron a 216.000 niños judíos, 11.000 gitanos, 3.000 polacos y 1.000 eslavos y de otras nacionalidades. Eran desechables desde el momento en que bajaban de los trenes y eran llevados directamente a las cámaras de gas. Cuando el 27 de enero de 1945 el ejército soviético liberó el campo, sólo quedaban 650 niños y jóvenes, 450 menores de 15 años entre los 7.000 supervivientes, reconvertido en un ejército de figuras cadavéricas que parecían fantasmas andantes. En el sótano de uno de los grandes barracones todavía había un millar de cuerpos amontonados listos para ser quemados. Otros 700 cadáveres estaban diseminados por distintas dependencias. La mayoría habían muerto por disparos de armas de fuego.

Antes de abandonar Auschwitz, los responsables de aquella catástrofe humana habían quemado una gran parte de los archivos, derribado muchos barracones y volado las cámaras de gas y los crematorios. Unos 60.000 prisioneros habían sido evacuados a campos de exterminio situados en territorio alemán y austriaco por diversas vías durante los días anteriores. Una cuarta parte murieron por el camino de inanición y ejecutados de un disparo o a culetazos cuando eran incapaces de proseguir la marcha.

Se tiene constancia de que “la solución final de la cuestión judía” fue decidida en una reunión de jerarcas nazis en Wannsee (Berlín) el 20 de enero de 1942, presidida por Reinhard Heydrich, al que sus propios hombres de las SS apodaban “la bestia rubia”. A los pocos días de recibir la orden, el campo de Auschwitz empezó a gasear a miles de judíos, y a partir de junio de 1942 se ampliaron las instalaciones para poder internar a 200.000 presos al mismo tiempo. En octubre de ese mismo año, Heinrich Himmler ordenó trasladar a todos los judíos a los campos de exterminio polacos.

Cuando el 27 de enero de 1945 los soviéticos liberaron el campo, hallaron a 7.000 supervivientes, mil cuerpos amontonados para incinerar y otros 700 ejecutados a última hora

La llegada en masa de los 430.000 judíos húngaros obligó al comandante de Ausch­witz, Rudolf Höss, a incrementar el ritmo de los asesinatos: se llegó a matar en un solo día a 24.000 personas. Muchas fueron quemadas al aíre libre debido a la reducida capacidad de los crematorios.

Höss, cuyo quinto hijo nació en Ausch­witz, afirmó en sus memorias que la utilización del gas contra los prisioneros le permitió solucionar un “grave problema” que se le presentaba cada vez que ordenaba los fusilamientos masivos: “Los condenados intentaban huir, y los heridos, especialmente, las mujeres y los niños, tenían que ser rematados. Se producían suicidios entre los soldados de los pelotones de ejecución que no podían soportar aquellos baños de sangre. Algunos de ellos se volvieron locos. Y la mayoría recurría al alcohol para calmarse”.

Los supervivientes del campo narraron que Höss era un hombre frío y sin sentimientos, capaz de dirigir impecablemente aquella máquina de matar. El patíbulo, con la horca que sirvió para ejecutarlo en abril de 1947, es uno de los objetos del actual museo y está situado al lado de una cámara de gas y crematorios, reconstruidos, con elementos metálicos de los que fueron destruidos por los nazis y por las mismas empresas que instalaron los originales. Su visita es de una de las experiencias más demoledoras en Auschwitz.

El museo incluye la visita a las diferentes ampliaciones que se hicieron a partir de 1942 en lo que se conoce como Auschwitz II-Birkenau. En las 191 hectáreas de extensión se puede acceder a 150 edificios originales, como bloques y barracones para prisioneros, letrinas, edificios de la administración y dirección del campo, los cuartos de las SS, las torres de vigilancia y la plataforma de descarga de los prisioneros que llegaban hacinados en trenes. Las ruinas de los crematorios no impiden que se pueda ver un largo vestuario subterráneo donde los prisioneros se desnudaban antes de su viaje final, una cámara de gas, restos de cinco hornos crematorios y los raíles utilizados para transportar los cadáveres.

Los nazis volaron las cámaras de gas y los crematorios antes de abandonar el lugar, pero se reconstruyeron algunos para el museo con elementos originales

Los prisioneros más fuertes fueron obligados a trabajar en régimen de esclavitud en las fundiciones, minas y fábricas que había alrededor del campo. Participaron en la extracción de carbón, producción de armas y ampliación de plantas industriales. El valor energético de la comida diaria era de 1.300 a 1.700 calorías. Algunas reclusas fotografiadas tras la liberación del campo apenas pesaban entre 23 y 35 kilos.

Además, los médicos de las SS realizaron experimentos criminales con los presos. Cari Clauberg estaba obsesionado con la búsqueda de alguna droga que permitiese el exterminio rápido de los eslavos y utilizó a centenares de mujeres judías a las que esterilizaba en el bloque 10. Josep Mengele manipuló a niños mellizos y personas con discapacidades para sus investigaciones genéticas y antropológicas. Otros médicos utilizaron a los judíos como conejillos de indias para hacer trasplantes de piel.

Setenta años después de la liberación del campo, sólo resta no olvidar. Recordar siempre que un régimen brutal esgrimió terribles excusas para liquidar a una de las comunidades más florecientes de Europa. No olvidar para que nunca más vuelva a ocurrir.

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Bloques y alambradas que se conservan del Auschwitz original

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Los presos ocupaban los edificios y también sótanos y desvanes

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Una cámara de gas, reconstruida con elementos metálicos de las originales dinamitadas por los nazis

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Montones de cabello de las prisioneras expuestos en el museo

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Montaña de zapatos de los prisioneros expuesta en el museo

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Maletas —aún con los nombres y direcciones de los prisioneros— expuestas en el museo

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El campo de exterminio se ubicó junto a un nudo ferroviario importante

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La horca donde fue ejecutado Rudolf Höss, el comandante del campo, tras ser juzgado por las autoridades polacas

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