Camino de la sexta extinción

Ciencia

Cada vez hay más expertos que coinciden en que la Tierra vive la mayor extinción de especies desde la que acaeció hace 65 millones de años por la caída de un meteorito. La sexta extinción avanza a gran velocidad y tiene un sólo responsable, el ser humano, la única especie con el poder de pararla.

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En el zoo de Barcelona, los rótulos que informan sobre los animales exhibidos son de color amarillo plátano. En todos, junto a los textos, hay un mapamundi. Sobre los continentes dibujados en negro, en un blanco casi fosforescente, se marca el hábitat natural de cada especie. En el caso del Elaphurus davidianus o ciervo del Padre David, el blanco es un puntito microscópico, como una muesca accidental, en algún lugar de China. Esta es una especie “extinta en estado salvaje”: casi la peor calificación del ranking de la Unión Internacional para la Conservación de la Naturaleza (UICN).

Esta organización, fundada en 1963, es la responsable de la lista roja de especies amenazadas, el inventario más completo sobre el estado de conservación de animales y plantas en el mundo. En el zoo, todos los rótulos llevan un adhesivo rojo que especifica el estatus de cada especie en la lista. Del tranquilizador preocupación menor a los inquietantes vulnerable, en peligro o en peligro crítico; para acabar en el ya mencionado extinto en estado salvaje, categoría previa al extinto.

Extinto podría estar hoy el ciervo del Padre David si en 1826 los padres paúles de Espeleta, en el País Vasco francés, no hubieran enviado a Armand David de misión a China. El sacerdote, naturalista entusiasta, se dedicó a inventariar y recolectar plantas y animales desconocidos; entre ellos, un hermoso árbol de grandes flores blancas (Davidia involucrata), cuya forma recuerda a la de las palomas. Pero si el padre David ha pasado a la historia de la zoología es por su descubrimiento, en 1865, de unos ciervos en el coto de caza del palacio imperial de Pekín. Se trataba de un rebaño de su-puh-siang: un cérvido adaptado a vivir en ambientes pantanosos que se creía extinto.

Tras muchos esfuerzos, David consiguió enviar algunos especímenes a varios zoos europeos, lo que garantizó su supervivencia, pues en China los ciervos se destinaron al consumo humano. El duque de Bed­ford, aristócrata inglés que consiguió criar una manada en su finca, también contribuyó a evitar su extinción. De este grupo proceden los apenas 2.000 ejemplares que sobreviven en todo el mundo.

La capacidad de destruir el planeta por parte de los humanos es inmensa, han modificado ya más de la mitad de la superficie de la Tierra

Muchos están en China, adonde fueron devueltos desde Europa en 1986, lo que demuestra que la cría de especies en cautividad y su reintroducción funcionan. Hoy son dos de los principales objetivos de los zoos, que están evolucionando de un modelo meramente exhibicionista a uno conservacionista.

Lo cierto es que, si los zoos quieren seguir mostrando animales, no les queda otra: el índice Planeta Vivo, elaborado por la organización ecologista WWF –que mide más de 10.000 poblaciones representativas de mamíferos, aves, reptiles y peces– ha disminuido un 52% desde 1970. Es decir: en menos de dos generaciones humanas el tamaño de las poblaciones de animales vertebrados se ha reducido a la mitad. Es uno de los muchos estudios publicados en los últimos años que alertan de un descenso alarmante de la fauna y la flora del planeta.

Un vistazo a la web de la UICN ratifica esta información: el último listado de animales y plantas extintos ocupa un pdf de nueve páginas. Hay más de 800 especies que nunca volveremos a ver en la faz de la tierra (sin contar las casi 600 posiblemente extintas) y eso que, como subrayan, la lista roja supone un cálculo “muy por debajo de la realidad”, ya que sólo un número muy reducido de plantas y animales del planeta han podido ser evaluados.

Asimismo, sólo se contabilizan las especies que han desa­parecido a partir del año 1.500: “Fecha aproximada en la que los humanos empezaron a tener un impacto a gran escala en otras especies”, explican. Sea como sea, el listado es tan exhaustivo como desolador. Incluye tanto mamíferos (se calcula que, desde 1900, se han extinguido 69 especies); como aves (en especial, marinas: su abundancia se ha reducido en un 70% en sólo 60 años); insectos, reptiles, numerosos anfibios (uno de los grupos que está, sufriendo más pérdidas), peces (destacan los de agua dulce) y, también, plantas y hongos. Además, la última actualización de la lista roja considera como amenazadas de extinción 23.250 de las 79.837 especies evaluadas.

Las extinciones se han dado desde que apareció la vida en la tierra: “Son algo absolutamente natural, que ha tenido lugar mucho antes de los humanos, que llevamos como especie Homo sapiens menos de medio millón de años, mientras que la vida multicelular ha existido desde hace 600 millones”, explica Anna Ludlow. La desa­parición de especies, cuenta esta doctora en biología, es una parte fundamental de la evolución. Así lo entendía Charles Darwin, quien consideraba que este proceso implicaba nuevas especies que ganaban terreno y otras que lo perdían.

Los zoos europeos hoy trabajan en red, con proyectos a largo plazo, como lograr poblaciones de animales genéticamente viables para los próximos 200 años

De hecho, las extinciones son tan naturales que se calcula que más del 90% de las criaturas y plantas que habitaron el planeta ya no existen. “Las especies aparecen y se van o se transforman”, reitera Ludlow. “Como también hay periodos con una gran radiación –de aparición de nuevas especies– y otros, realmente catastróficos, en los que se extinguen muchas y que forman una categoría aparte”.

A estos periodos de altísimas tasas de desaparición se los conoce como las grandes extinciones. Hasta la fecha, ha habido cinco. La primera, llamada del ordovícico-silúrico, tuvo lugar hace unos 444 millones de años. La segunda (devónico-carbonífero), hace unos 360 millones. La tercera (pérmico-triásico), unos 251 millones, y la cuarta y la quinta (triásico-jurásico y cretácico-terciario o K-T); unos 210 y 65 millones de años, aproximadamente. Mientras que la tercera extinción (la pérmica), fue la más devastadora (los restos geológicos indican que desapareció un 96% de los seres vivos); la más famosa es la K-T, ya que se llevó por delante a los dinosaurios (además de casi un 80% de las especies existentes, incluyendo los amonites, fósiles con forma de espiral convertidos hoy día en objetos decorativos).

Las cinco grandes extinciones fueron provocadas por causas naturales: de episodios de vulcanismo intenso a cambios progresivos en las temperaturas globales, sin olvidar el impacto de un meteorito, en la península del Yucatán, que provocó la última. Aunque hoy son fenómenos obvios, conocidos incluso por los niños que juegan con sus dinosaurios, en el ámbito científico la noción de extinción masiva no se formuló hasta finales del siglo XVIII. Otros aspectos hoy comúnmente aceptados, como la teoría del meteorito, también son relativamente nuevos: no se aceptó de forma generalizada hasta principios de los noventa.

Más de dos siglos después, la ciencia continúa desvelando la historia de las grandes extinciones del pasado. Lo paradójico es que, en paralelo, descubre que estamos viviendo una nueva en el presente. Así lo explica la periodista Elizabeth Kolbert en La sexta extinción. Una historia nada natural (Crítica), un ensayo tan terrorífico como entretenido que ha ganado el premio Pulitzer. El libro surgió a raíz de un reportaje que Kolbert hizo en el 2009 para The New Yorker, sobre la desa­parición masiva de ranas de las selvas de Panamá.

El reportaje, titulado "¿La sexta extinción?", se formulaba entonces como pregunta. Más de seis años después, ¿existen aún dudas? “Lo que es indiscutible es que las tasas de extinción de especies hoy son altísimas”, responde Kolbert a Magazine vía correo electrónico. “Es imposible decir si los humanos vamos a causar una extinción de la escala de la que acabó con los dinosaurios, pero lo que sí podemos afirmar es que, al ritmo que vamos, provocaremos una sexta extinción en cuestión de siglos”. En el mundo científico, añade Kolbert, hay unanimidad en dos cosas: la primera, que el ritmo de destrucción de animales y plantas es vertiginoso. La segunda, que el responsable es el ser humano.

El Homo sapiens, en teoría la especie más inteligente que ha poblado el planeta, tiene una inmensa capacidad de destrucción. A la actividad humana se deben, entre otros, la transformación de unos 70 millones de km2 (más de la mitad de la superficie de la tierra emergida y no cubierta por hielos), en ­pastos o campos de cultivo, en ciudades, basureros, centros comerciales, carreteras y explotaciones de toda índole. El hombre también ha alterado los cursos de los principales ríos y ha agotado más de un tercio de los recursos del océano. Es asimismo responsable de la introducción de especies invasoras por todo el planeta, con la grave alteración de los ecosistemas que ello implica (en España tenemos ejemplos muy claros, como el escarabajo picudo rojo, que está destruyendo las palmeras).

Pero, en especial, el Homo sapiens es el responsable, mediante el incesante bombeo de dióxido de carbono (CO2), de haber alterado el clima y la química de los mares; los dos factores más preocupantes de la actual crisis ecológica. Todo ello está causando esta extinción acelerada de animales y plantas que, según los expertos, no tiene visos de detenerse, sino de aumentar. Porque la rapidez de estos cambios medioambientales (una “barbaridad en tiempos geológicos”, como señala Anna Ludlow) provoca que muchos de los organismos no tengan tiempo de adaptarse, lo que resulta en su muerte.

Luis Suárez, responsable de especies de WWF, está alarmado: “Sí, se puede hablar perfectamente de una sexta extinción, caracterizada por una velocidad de desaparición de especies mucho más rápida que en épocas de desaparición normales”, afirma. Esta tasa varía según los estudios (en el informe de WWF se habla de un ritmo actual de extinción “de cien a mil veces mayor del natural”), pero hay unanimidad en que el proceso de desaparición de la fauna es vertiginoso. De hecho, organizaciones como la lista roja no tienen medios suficientes para seguir el ritmo de los animales extinguidos o en peligro de ello. “Ni siquiera sabemos cuántas especies viven en el planeta”, añade Elizabeth Kolbert, “por lo que es difícil tener cifras precisas sobre las tasas de desaparición”.

La irrupción del ser humano en nuevos hábitats, propulsada por los instintos de supervivencia, depredación y su insaciable codicia, ha implicado el fin de muchas especies autóctonas. En especial, en las islas, que son ecosistemas muy vulnerables. Una de las extinciones más conocidas es la del dodo (Raphus cucullatus), pájaro endémico de Isla Mauricio. Voluminoso y confiado, poco sabía que iba a ser la presa fácil de la caza indiscriminada y de las especies invasoras que trajeron los navegantes portugueses del siglo XVI. La lista roja fecha su exterminio en 1662, cuando los dos últimos ejemplares de dodo del mundo fueron sacrificados en el islote de Ambre, junto a Mauricio (donde quizás pensaron, erróneamente, que se les iba a dejar tranquilos). Aquí, como en tantas ocasiones, no hubo un padre David ni nadie que intercediera por ellos.

El desafortunado dodo es uno de los emblemas del conservacionismo. Desde hace años su silueta es el logotipo de la fundación de uno de sus divulgadores más conocidos, Gerald Durrell. El naturalista británico, fallecido en 1995, fue pionero en transformar los zoológicos en espacios para la conservación de especies. La Fundación Durrell y su zoo en la isla de Jersey son un referente en una labor hoy clave. “Gerry fue muy criticado al principio –explicó Lee Durrell, su viuda, a esta periodista– porque muchos opinaban que la única manera de preservar era delimitar grandes parques naturales, que los zoos no tenían ningún rol que desempeñar. Él cambió esta concepción y hoy hay zoológicos muy buenos que han seguido sus pasos”.

El de Barcelona es uno de ellos. Josep Maria Alonso, responsable de conservación e investigación del centro, revela que “alrededor de un 40%” de los animales que nacen en él “Han sido dejados o lo serán en libertad”. Ilustra este dato con una visita al recinto de las gacelas dorcas saharianas (Gazella dorcas neglecta), cercano al de los ciervos del Padre David. La gacela es un pequeño ungulado del color de la arena del desierto que ha estado al borde la extinción. Desde hace 25 años, explica Alonso, el zoo participa en un programa internacional para su conservación. Ha sido tan exitoso que en el 2016 se reintroducirán en Senegal más de doscientos ejemplares, de los cuales, “casi la mitad han sido criados en Barcelona”.

El día es lluvioso y las dorcas permanecen dentro de su cobertizo, ajenas a los esfuerzos que se han invertido para que no sean un recuerdo. Las pocas que se asoman lo hacen durante unos segundos, moviendo la cola incesantemente, como si evaluaran la temperatura ambiente. Además del aspecto moral que implica dejar desa­parecer a una especie tan encantadora, hay también un aspec­to práctico en su conservación: su reintroducción es parte de un proyecto internacional conocido como el corredor verde del Sáhara, que aspira a frenar la desertificación.

Los zoos europeos hoy trabajan en red, con proyectos a largo plazo, como conseguir poblaciones de animales genéticamente viables para los próximos 200 años. Esta visión de futuro implica una esperanza, pero uno no puede dejar de preguntarse si, ante un fenómeno de tal magnitud como una sexta extinción, es suficiente el trabajo de zoos, conservacionistas y entidades ecologistas.

La emergencia es real, incluso el Papa Francisco, en su histórica encíclica sobre el cambio climático, instaba tomar medidas “urgentes e imperiosas” para frenar la degradación del medio ambiente y evitar ese punto “irreversible” del que alertan los científicos.

Urge un cambio de políticas, pero para que los políticos actúen se precisa de una opinión pública fuerte e involucrada, que les presione para llevar a cabo acciones firmes. La firma en París, el pasado diciembre, del acuerdo para limitar el aumento de la temperatura del planeta, es un paso importante para darle un respiro, muy necesario, a la Tierra. Y si no se hace por amor a la naturaleza, que sea por amor hacia nuestros descendientes. Porque, al final, sabemos que la vida va a seguir, pero no necesariamente con el Homo sapiens.

UN SIGLO DE EXTINCIONES (Documentadas)

Aunque un gran número de animales y plantas ha desaparecido en los últimos cien años, es imposible calcular cuántos son exactamente. En el 2013, de las 1.889.527 especies descritas por la ciencia, la lista roja solamente había evaluado 65.518. De estas especies, 1.173 estaban extintas o posiblemente extintas y 20.219, en peligro de desaparecer. En su última actualización del 2015, la cifra de especies amenazadas supera las 23.000 y la de extintas alcanza las 1.476.

1914 En el zoo de Cincinnati muere Marta, el último ejemplar de Ectopistes migratorius, un tipo de paloma de Norteamérica de la que se calcula que existían en el siglo XVII entre 3.000 y 5.000 millones de ejemplares. En el mismo zoo murió, en 1918, la última cotorra de Carolina (Conuropsis carolinensis), también nativa de EE.UU. En esta época desapareció asimismo el rinoceronte indio de Java (Rhinoceros sondaicus inermes) a causa de la caza.

AÑOS 20 En esta década se evaporaron aves como el estornino de Norfolk (Aplonis fusca) y no se supo nada más del misterioso oso californiano (Ursus arctos californicus). En Francia, la recolección incontrolada y la destrucción de su hábitat acabaron con la violeta conocida como Viola cryana.

AÑOS 30 La última manada de ciervos de Schomburgk (Rucervus schomburgki) desapareció de Tailandia en 1932. El tigre de Tasmania (Thylacinus cynocephalus), un extraño marsupial con lomo atigrado, desapareció en 1936. Había abundado en Australia, donde fue aniquilado debido a la caza y la destrucción de su hábitat. Un equipo de la universidad de Pennsylvania conserva su ADN, con la esperanza de clonarlo. 

AÑOS 40 El ostrero unicolor canario (Haematopus meadewaldoi) era un ave endémica de las islas Canarias, de donde desapareció durante esta década. Las aves marinas son una de las familias de animales que más han sufrido en esta nueva extinción: un ejemplo histórico es el del alca gigante (Pinguinus impennis), especie abundantísima en las costas del Atlántico que fue sometida a una caza despiadada que provocó su extinción en 1844.

AÑOS 50 Desaparece en Yemen la gacela de la reina de Saba (Gazella bilkis). Se caza en Argelia el último antílope bubal (Alcelaphus buselaphus buselaphus). En Australia se extinguió el canguro rabipelado occidental (Onychogalea lunata).

AÑOS 60 La caza liquidó al tigre del Caspio (Panthera tigris ssp. virgata). Los últimos avistamientos de hipopótamos de Madagascar (Hippopotamus lemerlei) datan asimismo de estos años y la especie está considerada extinta por la lista roja. En Europa se extinguió el Coregonus bezola, pez endémico de la Saboya. Los animales de agua dulce son otras de las especies que están desapareciendo con celeridad. El murciélago conocido como zorro volador de Guam (Pteropus tokudae) también fue fulminado en este periodo.

AÑOS 70 La gran mariposa blanca de Madeira (Pieris wollastoni) no ha vuelto a ser vista, y la lista roja la considera posiblemente extinta. En 1972 perecieron los últimos ejemplares de Xenicus longipes, pájaros antaño abundantes en Nueva Zelanda, que sucumbieron a las ratas y los gatos.

AÑOS 80 Se declara extinto el sapo dorado (Incilius periglenes) de Costa Rica. Los anfibios están en un declive alarmante debido al calentamiento global, la polución, la pérdida de hábitat y el efecto de un hongo, el quitridio. Desde 1983 tampoco se ha vuelto a ver un ejemplar de escobilla (Kunkeliella psilotoclada), un arbusto endémico de Lanzarote víctima de la depredación por parte de ganado incontrolado.

AÑOS 90 Los corales, ecosistemas vitales, también están sufriendo las consecuencias del cambio climático. Extinto está el Rhizopsammia wellingtoni de las Galápagos. Como la Graecoanatolica macedonica, un caracol de agua dulce europeo que no se ha visto desde 1992. Tampoco queda rastro del olivo de Santa Helena (Nesiota elliptica), originario de varias islas el Atlántico Sur, ni de la flor conocida como Euphrasia mendoncae, endémica de Portugal.

2000 en adelante El día de Reyes del nuevo milenio apareció muerto el último bucardo (Capra pyrenaica pyrenaica), una subespecie de cabra montés ibérica, extinta a causa de la caza abusiva. La sobrepesca ha acabado también con el delfín de China (Lipotes vexillifer), que desapareció de las aguas del Yangtzé hacia el 2005. En el 2008 la lista roja declaró oficialmente extinta la foca monje del Caribe (Neomonachus tropicalis). La caza y la pérdida de hábitat también acabaron en el 2011 con el rinoceronte negro occidental (Diceros bicornis longipes), y en Madagascar desapareció la orquídea Angraecum mahavavense. En todo el planeta, estas son algunas de las plantas más amenazadas.

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