China, del hijo único al príncipe destronado

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Durante cuatro décadas, las parejas chinas han sido sometidas a la ley que les prohibía tener más de un hijo y que ha derivado en un envejecimiento que amenaza la economía del país. Ahora que se cumple un año de la abolición de la ley, las familias hablan de sus dudas, frustraciones y esperanzas ante el reto de poder ampliarse.

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Yan, cura protestante, juega con sus tres hijos en el interior de una de las iglesias clandestinas en las que trabaja. Él y su mujer, Rona, decidieron tener una familia numerosa como un acto de fe y para contribuir a su país: “China necesita infancia”

Haiyan prepara la cena mientras su hijo Semio corretea tratando de llamar su atención. Está embarazada de cinco meses y el chico empieza a ser consciente de que las atenciones que ha recibido en sus 11 años ya no serán las mismas. Es época de cambios para esta familia de Shanghai, igual que lo es para el conjunto del país, que en los últimos años ha experimentado un rápido desarrollo en infraestructuras y en su modelo de sociedad.

China es el país más poblado del mundo y uno de los que mayor diversidad presentan, con 56 grupos étnicos oficialmente reconocidos, si bien el 91,5% de la población pertenece a uno de ellos, la etnia han, que suma 1.200 millones de personas. Su elevado número les ha convertido durante las últimas cuatro décadas en objetivo de una de las leyes más controvertidas y cuestionadas a escala internacional: la política del hijo único.

“Cuando supe que estaba embarazada, me preocupé. Los cambios en China son lentos y nadie tiene claro aún los plazos en los que la nueva ley se va a aplicar”, confiesa Haian, que espera su segundo hijo

Semio formaba parte hasta ahora de las generaciones nacidas y crecidas sin hermanos en los últimos 37 años, tiempo en que la ley ha estado vigente. Ahora, su hermano o hermana pasará a formar parte de la primera generación nacida tras el fin de la ley, cuya retirada se anunció ahora hace un año en la agencia oficial de noticias Xinhua: “China abandona la política del hijo único y pondrá en marcha otra que permita a cada pareja tener dos hijos como respuesta proactiva al envejecimiento de su población”.

Aprobada en 1979 por el Partido Comunista, siguiendo el criterio de su entonces líder Mao Zedong, esta ley de planificación familiar buscaba poner freno a dos décadas de crecimiento exponencial como consecuencia de una ley previa, la de las Madres Gloriosas, instaurada en los años cincuenta tras el triunfo de la Revolución Comunista.

Aquella ley premiaba a las madres que tuviesen más de cuatro hijos con un certificado honorífico, que les concedía ventajas en los accesos a servicios públicos y mejores planes de pensiones. No obstante, desde el Gobierno se trataba de extender el incentivo de que tener más hijos contribuía a la creación de un modelo de país que por aquel entonces estaba en construcción. Un mensaje que caló en el imaginario colectivo y que dificultaría años más tarde la aplicación de la política del hijo único, que, en sus primeros años, requirió de represivas medidas de control.

“Nunca me planteé tener otro hijo” señala Haiyan, que espera dar a luz a su segundo bebé en unas semanas. Su embarazo ha sido inesperado y ha llegado justo en un momento en el que tenerlo no le supondrá ninguna consecuencia. “Cuando descubrí que estaba embarazada me preocupé bastante. Los cambios en China son lentos y nadie tiene claro todavía los plazos en los que la nueva ley se va a aplicar”, señala. Fengyin, su marido, consultó a un amigo abogado si tendrían algún problema, y este les tranquilizó. Su embarazo ya está dentro de la legalidad. “Si hubiésemos tenido que romper la ley, lo habríamos hecho, pero nos habríamos decepcionado a nosotros mismos y a nuestro país. Siempre nos ha gustado respetar las leyes y ser buenos ciudadanos, por lo que nos sentimos muy aliviados al saber que estamos haciendo lo correcto”, destaca Haiyan.

El sentimiento nacionalista está muy arraigado en China, y esto hace que la mayoría de sus ciudadanos sientan como propia cualquier medida del Estado. “Al principio la gente no creía que esta ley fuese buena, pero después pasaron al extremo contrario de creer que era necesaria”, señala Yan, cura protestante y padre de tres hijos. “La propaganda que recibíamos –añade–decía que tener un hijo único es algo muy bueno ya que así puedes destinar todos tus recursos a ese hijo, y eso hará que sea brillante, con muchas oportunidades. Por eso al final la gente acaba pensando de forma natural que tener un hijo es la mejor opción, que es lo normal”. Yan reflexiona desde el piso donde celebra semanalmente las eucaristías clandestinas para la comunidad cristiana con la que trabaja. Este pastor forma parte de un movimiento religioso que en los últimos años ha ganado terreno en las grandes ciudades del país, y que está fuertemente perseguido por las autoridades chinas.

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Semio, 11 años, mira unas radiografías con Haian, su madre, mientras descansan en la cama. Acostumbrado a ser hijo único, y en un entorno en que todos sus amigos lo son, está siendo difícil para él asumir la llegada de un hermanito

Si tener dos hijos en el país del hijo único ya supone un reto para cualquier familia, tener tres es, sin duda, una proeza. No obstante, Yan y su mujer Rona, profesora de inglés que ahora se dedica a cuidar de su familia, no lo dudaron: “Hemos decidido tener tres hijos como un acto de fe. Tener tres hijos en China es un gran reto, sabíamos a las dificultades a que nos enfrentábamos por romper la ley. Sin embargo quisimos asumirlo sin importar el precio que tuviésemos que pagar por ello, porque es una forma de expresar nuestra voz y de mostrar el amor por nuestro país; creemos que China necesita infancia”.

Las consecuencias por romper la ley pueden ir desde sanciones económicas ajustadas al nivel de renta de las familias, que se incrementan conforme crece el número de hijos; despidos para aquellos que trabajan en el sector público y presión laboral para quienes trabajan en el sector privado; expropiación de bienes; o incluso cárcel. A ello hay que sumar la presión social a la que estas familias se ven sometidas en su entorno.

“Mucha gente, desde familiares hasta amigos e incluso vecinos nos han animado a no tener más hijos, y nos preguntan por qué lo hemos hecho. Algunos están decepcionados con nosotros, e incluso hemos perdido el contacto con algunas personas”, señala Yan.

“Si antes algún vecino me hubiese visto, habría ido a la policía y aquello habría supuesto el fin de mi embarazo”, dice Jiang sin querer entrar en detalles. El miedo a hablar demasiado está muy presente en China

A pesar de los miedos que tuvieron que pasar y del esfuerzo que su decisión les ha supuesto, Yan y su familia tuvieron la suerte de que el nacimiento de su tercer hijo coincidiese con el último censo de población de China, que se realiza cada 10 años. Cuando llegaron a hacer el registro en su casa, la persona que se encargaba de ello hizo la vista gorda y registró a sus dos segundos hijos sin aplicarles ninguna sanción. “Fue un milagro. Gracias a eso todos nuestros hijos están registrados y tienen los derechos de cualquier ciudadano chino. Pero sabemos que nuestro caso es una excepción, y que muchas otras familias no han tenido tanta suerte”, afirman.

Yan desarrolló un marcado pensamiento crítico tras pasar por la facultad de Teología y estar influenciado por la lectura de libros sobre la historia y el pensamiento griego. Esto le permite evaluar con cierta distancia los cambios que ahora se producen: “China es un país que siempre intenta resolver sus problemas cuando ya existen. La política del único ha tenido unas graves consecuencias en la pirámide de población y por ello China tiene ahora una sociedad envejecida, en la que los jóvenes no quieren tener hijos. Con este cambio se quiere corregir los errores del pasado, pero así no se crea un futuro. Además esta ley no tiene el objetivo de dar derechos a la sociedad, sino que responde una vez más a los intereses del Gobierno y a su voluntad de demostrar que ellos tienen el control”, expone.

La nueva ley, que se aplicará de forma paulatina a lo largo del país en los próximos años, permitirá a todas las parejas tener un máximo de dos hijos. Se busca así incentivar la natalidad ante un futuro que se augura difícil para un país cuya media de edad, ahora de 37 años, no deja de crecer. Según las Naciones Unidas, en el 2050, esa media habrá alcanzado los 50 años.

El Gobierno, consciente de estas dificultades, comenzó ya en el 2013 una serie de ajustes legislativos que se sumaban a las excepciones previstas para el medio rural y las minorías étnicas. Entre otros casos, se autorizó tener dos hijos a aquellas parejas en las cuales al menos uno de los miembros fuera hijo único o extranjero. Ivy, madre de dos hijos, cumplía estos dos requisitos. Siendo hija única y estando casada con David, un británico de 33 años afincado en Shanghai, el nacimiento de Joshua, su segundo hijo, estaba amparado por la ley.

“No supe lo que es tener un hermano o hermana. Lo normal en la gente de mi edad, los nacidos en los ochenta, era ser hijos únicos. Por eso se nos describe como la generación más egoísta y más independiente, porque crecimos en un entorno en el que no teníamos que compartir nada, y lo entendíamos como algo positivo”, cuenta Ivy.

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Ivy y David tienen dos hijos, James y Joshua, de 4 y 2 años. La familia forma parte de la clase media-alta. En China, las comunidades rurales y las parejas en las que uno de los miembros es extranjero no estaban sujetas a la ley del hijo único

Este es uno de los motivos por los que después de tener a James, su primer hijo, tuvo claro que querría volver a ser madre. En ello tendría que ver también la experiencia de David, menor de tres hermanos: “Recuerdo una infancia muy feliz junto a mis hermanos, con los que ahora tengo una buena relación. Por eso no quería que James creciese solo, sin alguien con quien jugar”.

Sus condiciones económicas jugaron también a su favor en la decisión de tener a su segundo hijo. David trabaja para una multinacional y esto les ha dado una serie de privilegios con los que se han ahorrado muchas preocupaciones. “Mi empresa nos procura un seguro médico privado, por lo que nunca tuvimos que ir a hospitales públicos, que son mucho más estrictos en cuanto a burocracia, especialmente en lo relativo a los embarazos. En un hospital privado, siempre y cuando reciban el dinero, no preguntan demasiado”, comenta David.

Recuerdan con humor sus primeros años de noviazgo, y los choques culturales que vivieron, de los cuales ambos aprendieron algo. “Al hablar de cuestiones políticas, a mí me ofendía muchísimo que David cuestionase cualquier cosa sobre mi Gobierno, incluida la política del hijo único, porque sentía que estaba atacando a mi país y por lo tanto no me estaba respetando. Pero con el tiempo empecé a pensar más libremente y comprendí gracias a él que debía diferenciar entre mi Gobierno y su política y mi país”, señala Ivy. David, por su parte, afirma que “antes de llegar a China, veía desde fuera algunas realidades de aquí y pensaba: ¡No pueden hacer eso, es terrible! Sin embargo, cuando tienes la oportunidad de tener un contacto más cercano con esas cuestiones, empiezas a entender las razones, a la vez que reafirmas tu pensamiento en otras, como es el caso de esta ley”.

Desde la planta 23.ª del edificio donde viven, en el barrio de Tilanqiao, uno de los más cotizados de Shanghai, Ivy observa la ciudad. “Cuando yo era niña, al otro lado del río no había nada, y ahora esa zona está llena de rascacielos. Todo esto ha ocurrido en sólo 20 años, a una velocidad de vértigo. Creo que echo de menos el antiguo Shanghai, mi guardería, mi escuela, mi instituto…”.

A tan sólo unos metros de su casa todavía se mantiene uno de los últimos cheng zhong cun (pueblos en la ciudad) que quedan en la zona. Así es como se conoce estos conjuntos de casas bajas construidos en el pasado y donde se hacinaba a los inmigrantes procedentes de áreas rurales. Conocido como Tianwu, ha sobrevivido hasta ahora al hiperdesarrollo de la ciudad, aunque sus días están contados. El Gobierno ha expropiado los terrenos y en los próximos meses se dará la orden de desalojo a los cientos de familias que viven allí, para comenzar entonces la construcción de nuevas torres de viviendas.

Jiang, una mujer de 46 años originaria de la provincia de Henan, en el interior del país, aún vive allí junto a su familia. Llegó a Shanghai sola en busca de trabajo hace 13 años, al poco tiempo de haber dado a luz a Jié, su segundo hijo.

Once años después del nacimiento de su hijo mayor, tomó la decisión de volver a ser madre en un contexto en el que la represión hacia las mujeres que quebrantaban la ley estaba muy presente, especialmente en las zonas rurales. “Estuvimos muchos años esperando a que las cosas cambiasen para poder tener un segundo hijo. Pero cuando nació el mayor, la persecución a las embarazadas era tan fuerte que tardamos años en atrevernos a tenerlo”, afirma.

Durante su embarazo, Jiang tuvo que ocultarse para evitar así que algún vecino pudiese delatarla: “Si algún vecino me hubiese visto, habría ido a la policía y aquello habría supuesto el fin de mi embarazo” señala, sin querer entrar en más detalles. El miedo a hablar demasiado está muy presente en la China actual. “Una amiga trabajaba para el Gobierno local, y ella me ayudó mucho para que todo saliese bien”, comenta.

Desde Amnistía Internacional se han recogido a lo largo de los años en los que la política del hijo único ha estado vigente numerosas denuncias con respecto a las violaciones de derechos humanos cometidas. William Nee, investigador de Amnistía Internacional en China, declaraba poco después del fin de la controvertida política que “seguimos recibiendo informes de abortos forzosos y esterilizaciones en China. La decisión de cambiar la política de un solo hijo no es suficiente. Las parejas que tienen dos niños todavía podrían ser sometidas a formas coercitivas e intrusivas de contracepción, e incluso a abortos forzados, que son un tipo de tortura”. Se estima que, desde que esta política de planificación familiar se puso en marcha a finales de los setenta, el Gobierno chino ha evitado 400 millones de nacimientos.

Jiang y su marido, Wang, consiguieron finalmente tener a su segundo hijo, pagando una multa de 6.000 yuanes, cantidad que les supuso un tremendo esfuerzo económico. Esto permitió a Jié tener el hukou, sistema de DNI que rige en China y que da acceso al sistema sanitario y educativo. Pero no todas las familias que tienen más de un hijo pueden afrontar estas sanciones: se estima que existe un gran número de población sumergida en el país como consecuencia de ello.

Este golpe en la economía familiar fue lo que obligó a Jing a trasladarse sola a Shanghai en busca de trabajo, por lo que durante tres años estuvo alejada de sus hijos. Hace diez que la familia se reunificó y hasta ahora han vivido juntos en su casa de 20 m2, eso hasta que sean desalojados. “Lo más importante es que nos tenemos los unos a los otros. Nos va a dar pena abandonar este lugar, pero ya encontraremos otro sitio donde vivir”, dice Jiang, optimista. Es comprensible su actitud, si se echa la vista atrás hacia todos los retos que ya ha superado a lo largo de su vida. Una vida que tal vez habría sido más fácil si el cambio en la política del hijo único hubiese llegado antes.

Es evidente que esta política ya ha generado un impacto en la morfología social de China y en su economía, aunque sus resultados se seguirán viendo a largo plazo. Ahora queda por ver si la nueva ley, que seguirá limitando el derecho a ser madre, tiene los efectos que el Gobierno desea. Incentivar a la juventud a tener hijos en una China cada vez más densamente poblada y con un nivel de vida más elevado no parece que vaya a ser fácil, aun haciéndolo por decreto.

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