¿Deberíamos confiar en los demás?

Psicología

Hay personas que no se fían nunca de nadie y que cuando ven actos altruistas recelan. En el otro extremo, hay gente que sigue confiando en los demás pese a ser timada de manera constante. Tantos unos como otros acaban sufriendo por si los engañan. Eso sí, es imposible desconfiar siempre.

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Imagínese la siguiente situación. Usted ha robado dinero junto con un cómplice y la policía le ofrece un trato. Si denuncia a su compinche y él no le delata, usted saldrá libre y a su colaborador le caerán diez años de reclusión. Por supuesto, puede ser que a él también se le ocurra denunciarle: en ese caso, compartirían el castigo yendo cinco años a la cárcel cada uno… Usted duda. El papel de delator no le convence. Pero, de repente, se da cuenta de que está metido en una trampa, porque a su compañero le van a ofrecer el mismo pacto. Si él le denuncia y usted no lo hace, va a tener que pasar diez largos años de reclusión.

Para tener todos los datos, acaba por preguntar al juez: ¿Qué ocurriría si ninguno de los dos nos denunciamos? El letrado mira hacia abajo y le confiesa apesadumbrado que, si no encuentran pruebas, cada uno cumpliría un año de prisión. ¿Denunciaría usted a su cómplice o se callaría esperando que él no le delatara?

Las personas desconfiadas tienden a elegir ambientes en los que la traición es habitual y, además, tienden a provocar el desapego de los demás por su forma de comportarse

A los más confiados les ocurre todo lo contrario: acaban relacionándose con personas que disimulan bien y saben aparentar... aunque les están traicionando

Esta es una posible versión del “dilema del prisionero”. Desde que fue formulado por el matemático Albert W. Tucker, este tipo de escenario ha sido utilizado para simbolizar las decisiones en las que la confianza en los demás se convierte en el factor clave. Pactos entre países, medidas contra el calentamiento global, acuerdos de comunidades de vecinos y conflictos de pareja son ejemplos de situaciones en las que elegiremos una opción u otra en función de lo que esperamos que haga el otro. Si decidimos fiarnos, buscaremos la mejor opción para las dos partes (“No denunciar” en el dilema del prisionero). Si desconfiamos, intentaremos asegurar nuestros intereses aunque eso suponga renunciar a una mejor alternativa conjunta. En el problema anterior, la falta de seguridad en nuestro compañero nos llevaría a delatarle.

La fe en los demás está en la base de nuestra vida social. Es tanta su importancia, que uno de los grandes analistas de nuestra sociedad, el sociólogo alemán Niklas Luhmann, dedicó enteramente uno de sus libros a este tema. Según este investigador, “sin confianza no podríamos levantarnos de la cama por la mañana, porque seríamos asaltados por un miedo indeterminado que nos impediría hacerlo”. Todos somos incautos a veces y nos ponemos en manos de los demás: es imposible desconfiar siempre. Lo que nos diferencia a unos de otros es cuánto confiamos y qué criterio utilizamos para decidir si nos fiamos o no de los demás.

El primer factor, la cantidad de fe que depositamos en el prójimo, depende de nuestro patrón de personalidad. El psicólogo Silvan Tomkins divide a los seres humanos en normativos y humanistas. Los primeros tienden a pensar que los demás son peligrosos (“El infierno son los otros”, decía Sartre). Por eso los normativos ocultan sentimientos y emociones: creen que estar en continua alerta es la actitud más racional. Sólo parecen confiar en el lado oscuro del ser humano. Están de acuerdo con William Faulkner, que afirmó que “se puede confiar en las malas personas: no cambian jamás”.En el otro extremo están los humanistas, personas que piensan que los seres humanos son habitualmente honestos y van a resultar, casi siempre, positivos para su desarrollo. Son empáticos y se preocupan de los problemas ajenos porque creen que la mayoría de la gente hará lo mismo. En general, tienden a atribuir intenciones benévolas a los que tienen alrededor, y por eso suelen tener una actitud conciliadora en los conflictos.

Adoptamos una u otra estrategia de forma estable. Aunque intentemos justificar nuestra actitud como producto de la experiencia vital, en realidad varía poco con las circunstancias. Todos conocemos a personas que no se fían nunca de nadie y que cuando ven actos claramente altruistas tienden a pensar: “Algo espera ganar”. En el otro extremo, vemos a individuos que siguen confiando en los demás aunque hayan sido timados una y otra vez. La amiga que sigue reincidiendo en el mismo tipo de pareja aunque haya salido dañada emocionalmente una y otra vez es un ejemplo. De hecho, somos tan tozudos en nuestro grado de escepticismo o credulidad que muchos investigadores buscan un origen genético de este factor de personalidad. John Loehlin, profesor de Psicología de la Universidad de Texas en Austin, calcula en un 50% el grado de herencia en este carácter.

El problema de que este rasgo sea tan estable es que acaba produciendo la “profecía autocumplida”. No revisamos la estrategia porque elegimos personas y ambientes que refuerzan nuestra hipótesis previa. Las personas desconfiadas tienden a elegir ambientes en los que la traición es habitual y, además, tienden a provocar el desapego de los demás por su forma de comportarse. A los más confiados les ocurre todo lo contrario: acaban relacionándose con personas que disimulan bien y saben aparentar que les son fieles… aunque les estén traicionando. Las dos tácticas son poco adaptativas: sufre igual un ejecutivo que no puede confiar en nadie porque se ha rodeado de tiburones (y convertido en uno de ellos) que un amable artista que cree estar rodeado de amigos de la profesión hasta que contempla atónito como ellos ascienden dejándole abajo después de haberle robado sus ideas.

Aunque con el tiempo cambiemos los criterios para confiar o desconfiar de los demás, no existen señales para ello: las personas hacen lo que hacen, no lo que parece que van a hacer

Como decía el poeta satírico Juvenal, “confiar en todos es insensato, pero no confiar en nadie es neurótica torpeza”. La única táctica sensata es evitar los extremos y perfeccionar nuestros criterios para saber cuándo nos debemos fiar de los demás y cuándo no… sabiendo, eso sí, que son completamente inseguros. En los grupos mafiosos se tendía a presuponer lealtad en los miembros de la familia, una estrategia que la realidad y las películas se encargaron de cuestionar. En las élites económicas, por su parte, se solía presumir que las marcas de estatus (ropa, vivienda, coches o embarcaciones de lujo) demostraban fiabilidad. Pero muchos estafadores al estilo del Pequeño Nicolás han demostrado que ese criterio también es endeble.

Las investigaciones muestran que los test inconscientes que hacemos para decidir ser o no precavidos siempre han sido poco eficaces. Los experimentos muestran, por ejemplo, que una de las variables que más usamos es la belleza: somos más crédulos con los más atractivos. En el tema judicial, por ejemplo, el psicólogo Michael Efran encontró datos que muestran indudablemente que a los más guapos se les condena a penas más leves porque se cree más en su testimonio y se duda de las pruebas incriminatorias cuando inculpan a una persona atractiva. Por supuesto, no somos conscientes de usar este baremo: cuando Efran preguntaba a jueces y jurados si la belleza desempeñaba algún papel en sus decisiones, sólo el 7% de los encuestados respondía afirmativamente.

En los últimos años, el profesor de la London School of Economics Nicholas Elmer lleva a cabo un estudio general de la “psicología de la reputación”. Según este investigador, las relaciones de confianza ya no se establecen basándose en la familia o el grupo social del que provienen los que nos rodean. En una sociedad individualista, el antiguo “¿y tú de quién eres?” ha dejado de ser suficiente para fiarse de alguien. Por eso, según Elmer, los seres humanos se han convertido en “estudiantes de reputación” que investigan asiduamente la de los otros y “promotores de reputación” que intentan optimizar la propia. Encontrar criterios para saber de quién nos podemos fiar y generar confianza en nosotros es una de nuestras grandes tareas sociales.

Eso explica, por ejemplo, que en las redes sociales tengamos tendencia a exagerar la coherencia de nuestra propia conducta: queremos convertirnos en “personas fiables”. Y también explica la tendencia a convertirnos en un prototipo del grupo en el que queremos generar confianza. Si buscamos que se fíen de nosotros determinados ejecutivos, vestimos de determinada manera y adquirimos un coche específico. Pero si queremos resultar creíbles en un ambiente okupa, tenemos que cambiar nuestra forma de uniformarnos y cuidar la música que escuchamos delante de los demás. Todos sabemos que los seres humanos confiamos en aquellos que creemos que se parecen a nosotros.

En el mundo actual hemos cambiado criterios de confiabilidad arbitrarios (lugar de procedencia, familia, clase social…) por otros igualmente inconsistentes (similitud con nosotros basada en la ideología política, la vestimenta, la opción erótico-afectiva o los gustos musicales). Pero la gran ventaja actual es que tenemos suficiente información científica como para saber cuáles son esas inútiles variables inconscientes que todos usamos. Detectar esos sesgos ayuda a eliminarlos y abrirse a la única verdad: no hay señales que nos permitan confiar o desconfiar de los demás. Las personas hacen lo que hacen, no lo que parece que van a hacer. Y cualquier criterio que nos parezca útil puede ser falseado porque no somos la única persona a la que se le ha ocurrido.

Como decía el poeta Wallace Stevens, “La confianza, como el arte, nunca proviene de tener todas las respuestas, sino de estar abierto a todas las preguntas”. Aceptar esa incertidumbre y la necesidad de una continua revisión de nuestras relaciones en función de los actos ajenos es el gran reto que nos plantea el mundo moderno.

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