Días de vino y gloria

literatura

Además de una esencia puramente británica, ¿qué tienen en común Shakespeare, el primer ministro sir Winston Churchill, la película 'Mary Poppins', las novelas de Agatha Christie, la serie 'Downton Abbey' y el mejor cocinero contemporáneo del Reino Unido, Heston Blumenthal?

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La autora, María Dueñas, en las bodegas González Byass

Todos ellos, más allá de compartir una lengua y una isla, coinciden en haber rendido un tributo a los vinos de Jerez. Shakespeare lo menciona en varias de sus obras y lo alaba en boca de Falstaff en la segunda parte de Enrique IV: “Si yo tuviera mil hijos, el primer principio humano que les enseñaría sería el de abjurar de las bebidas flojas y entregarse al jerez”. Churchill reconocía abiertamente tomar un vasito cada mañana en el desayuno –seguido de un par de whiskies con soda previos al almuerzo, champán en la cena y brandy de 90 años antes de acostarse–. Mr Banks, el dueño de la residencia del Londres eduardiano que acoge a Mary Poppins en la película de Disney, exigía tener tres cosas listas a las seis en punto: zapatillas, sherry y pipa. Los personajes de Agatha Christie beben numerosas copas en Muerte en el Nilo, Cartas sobre la mesa o Se anuncia un asesinato. Es asimismo imprescindible en las cenas de la más exitosa ficción televisiva británica de los últimos años; tanto, que la cadena Marks & Spencer calcula que sus ventas de jerez ascendieron un 15% durante la primera temporada gracias a los gustos de lord Crawley. Y el chef más reputado del país resulta ser un apasionado capaz de maridar el oloroso con caballa ahumada o el pale cream con huevos de codorniz.

Tan variopinto catálogo de épocas, soportes y personajes viene a testimoniar la intensa y larguísima relación entre Gran Bretaña y los vinos del marco de Jerez. El comercio se inició durante la dominación musulmana –de ahí el nombre de sherry, derivación del nombre árabe de la ciudad, Sherish–, y creció a lo largo de los siglos posteriores. En las primeras décadas del XVI vivió uno de sus mejores momentos gracias a las bodas de Catalina de Aragón primero con Arturo Tudor, príncipe de Gales, y después con su hermano Enrique VIII. Una queja muy significativa de la primogénita de los Reyes Católicos quedó para la posteridad: “El rey, mi marido, se guarda para sí los mejores vinos de Canarias y de Jerez”.

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No siempre fue, sin embargo, un romántico affaire. A tenor de los tiempos, hubo momentos de crudas tensiones. Mientras el comercio español se expandía a través del Atlántico rumbo a las Américas, los galeones de la corona fueron a menudo presa de los piratas. El más célebre de los botines consistió en los tres mil barriles que en 1587, tras atacar el puerto de Cádiz, lograría Martin Frobisher, aliado del pirata Drake. El arribo a Londres de este y otros cargamentos de similar turbio origen supuso, paradójicamente, un nuevo impulso para las exportaciones al reavivarse la moda el sherry en la corte.

Convertida por entonces Inglaterra en una poderosísima potencia marítima, la demanda de vinos de calidad creció imparable en su sociedad. Se importaban enormes cantidades de champán, claret de Burdeos, excelentes tintos de Borgoña, tokaji húngaro, hock de las riveras del Rin… Y mucho, mucho oporto. Y mucho, mucho jerez. Las repercusiones en el territorio de origen fueron a su vez crecientes. Los pequeños negocios familiares configuraron un tejido económico cada vez más próspero y, a fin de asegurar el constante abastecimiento, los primeros ingleses y algunos escoceses e irlandeses empezaron a establecerse en el triángulo que conforman Jerez, El Puerto de Santa María y Sanlúcar. En el XVIII llegaron apellidos como O’Neale, Garvey, Duff o Gordon; posteriormente lo harían otros como Osborne, Williams, Humbert o Sandeman.

El gusto por el jerez de lord Crawley, protagonista de ‘Downton Abbey’, hizo que en la primera temporada de la serie Marks & Spencer aumentara un 15% sus ventas

El último tercio del XVIII y las primeras décadas del XIX fueron testigos de una enorme transformación. Anteriormente, los vinos que se exportaban eran los de la cosecha anual o mostos claros poco criados que después, una vez en los puertos de Bristol, Southampton o Londres, eran manipulados para acomodarlos a los gustos locales, demandantes por lo general de unos caldos más fuertes y abocados. Desde que los comerciantes ganaron a los viticultores tradicionales el famoso pleito de los extractores, las viejas ordenanzas del Gremio de Vinatería quedaron abolidas y se multiplicó el potencial para crecer sin férreas restricciones.

A partir de entonces, los vinos comenzaron a ser envejecidos en origen y no en los puntos de destino, estableciéndose así la muy particular práctica enológica del sistema de criaderas y soleras que combina los vinos más jóvenes con los de cosechas anteriores, dando lugar a la amplia tipología de jereces que pervive hasta hoy. Empezaron a construirse las espléndidas bodegas catedral –como las denominara el viajero y escritor romántico Richard Ford–, se robustecieron los contactos internacionales y nació en definitiva la nueva y poderosa burguesía bodeguera, volcada ya en el ciclo completo del proceso: cultivo, elaboración y crianza, y exportación.

Sería, no obstante, injusto afirmar que el protagonismo exclusivo en la modernización del sector procedió del empeño inglés. A lo largo del proceso de cambio y consolidación del universo vinatero, hubo también grandes emprendedores de origen francés poste­riormente naturalizados –Juan José Hourie o su sobrino Pedro Domecq–, montañeses como León de Argüeso y gaditanos como Manuel María González Ángel. Hubo también numerosos proyectos instaurados por parte de ciudadanos locales, y un puñado de indianos como Azpechea, Pemartín o Barbadillo que recolocaron en la zona sus nutridos capitales de regreso tras la independencia de las colonias americanas.

En paralelo y en respuesta a la fuerte demanda británica, por distintos rincones del mundo fueron naciendo emulaciones de los vinos jerezanos. En el mercado de las islas se comercializaba abiertamente por entonces el sherry australiano, el del Cabo –actual Su­dá­fri­ca– y el chipriota. A pesar del evidente perjuicio para las bodegas patrias, estas a menudo no quedaban a la zaga en cuanto a la usurpación de procedencias, creándose sin recato imitaciones de madeiras, malvasías, vermuts y, sobre todo, coñacs. En palabras del investigador Maldonado Rosso, “en el mercado vitivinícola internacional reinaba la ley de la selva. En todas partes se producían e imitaban todos tipo de vinos y bebidas”. No será hasta el siglo XX cuando se empiece a poner orden en tal desbarajuste gracias a las activas políticas de las denominaciones de origen.

El apresamiento de cargas de barriles por el pirata Frobisher, aliado de Drake, no hizo más que aumentar la pasión por el jerez entre la monarquía ya sellada en tiempos de la boda de Catalina de Aragón con Enrique VIII y antes con su hermano

Lo importante por entonces, sin embargo, era que el mercado se movía, que el músculo no paraba de fortalecerse y que el vino proporcionaba una fuente considerable de ingresos a las poblaciones, a su ámbito de influencia y a las arcas del Estado. En el periodo entre 1855 y 1869, por ejemplo, las salidas del vinos supusieron un 19% del valor total de las exportaciones ­españolas.

La ciudad de Jerez estaba por entonces plagada de casas palacio, las visitas de personalidades ilustres fueron cuantiosas a lo largo de todo el XIX –desde Lord Byron hasta Isabel II–. En 1854 se inauguró el tramo de ferrocarril entre Jerez y El Puerto, tercero de España en orden cronológico tras el Barcelona-Mataró y el Tren de la Fresa que unía Madrid con Aranjuez. Los muelles de Cádiz, perjudicados tras el fin del comercio colonial después de la independencia de las jóvenes naciones americanas, se reactivaron con el constante ir y venir de cargamentos de oloroso, cream o amontillado.

En este escenario de esplendor y oportunidades, mezclados entre los cargamentos de vino, los clanes bodegueros y el constante ir y venir de gentes e influencias, a lo largo de los años y los siglos ocurrieron mil y un aconteceres. Triunfos, afanes, fracasos, amores, traiciones, sueños que a veces se cumplieron y a veces no, empeños que se consolidaron o que se acabó llevando el viento.

Casi todos estos avatares fueron verídicos, pero también dejaron un resquicio abierto a la imaginación. A ella he recurrido para escribir La Templanza, que, más allá de una saludable virtud cardinal y del título de mi nueva novela, es también el nombre de una viña. A ella, a la hermosa y antes próspera viña que fuera propiedad de la familia Montalvo, llegará Mauro Larrea, mi protagonista, en el otoño de 1861. Atrás deja México, por entonces una joven y agitada república, y su patria de adopción desde que abandonara la mísera aldea del norte de la vieja Castilla que le vio nacer para trasladarse a América junto con sus dos hijos pequeños al poco de enviudar. Tenía por entonces poco más de veinte años; le sobraban fuerzas y ansias de prosperar. Su tesón, su ambición y los pozos de plata de Real de Catorce acabaron por convertirle en un más que solvente emprendedor minero. En un triunfador. En un potentado. Hasta que, a los cuarenta y siete años, cuando cree consolidado su estatus y se había asentado en el viejo palacio del legendario Conde de Regla, y la mejor sociedad mexicana le estimaba y respetaba, todo se derrumba de la manera más estrepitosa.

En el periodo que va de 1855 a 1869, las ventas de vino al extranjero supusieron un 19% del valor total de las exportaciones españolas

Cuba es su siguiente paso: la espléndida Habana colonial. A ella se desplaza Mauro Larrea en busca de una oportunidad para reconstruir su fortuna. A una ciudad bulliciosa, turbulenta, desprejuiciada y hermosa. Lejos de implicarse, sin embargo, en los prósperos negocios azucareros o cafeteros o tabaqueros de la Perla de las Antillas, las carambolas de una noche de tormenta en un antro del infame barrio del Manglar acaban torciendo su rumbo por segunda vez.

Jerez será el siguiente destino del minero. El definitivo. Allá le esperan una casa palacio, una bodega y una viña. Allí le espera también Soledad Montalvo, la última descendiente de un legendario clan bodeguero cuyas propiedades están ahora en manos de nuestro protagonista. Sol Claydon es su nombre de casada. Vive en Londres, sabe de vinos y arrastra turbiedades y problemas. La atracción es inmediata, la complicidad tardará poco en llegar. Juntos sortearán escollos y fraudes, abogados puntillosos e hijastros sin escrúpulos, presencias indeseables, conventos quemados. Y juntos, permítanme destriparles el final del final, acabarán también haciendo vino. A mayor gloria del jerez.

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El nuevo libro de María Dueñas La templanza, a la venta a partir del 17 de marzo

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El oloroso esplendor de las bodegas Domecq, apellido rápidamente asociado al jerez. FOTO:GETTY

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Foto de familia en las bodegas González Byass en el siglo XIX

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Iglesia de San Miguel. FOTO DE DAVID ROBERTS

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Estampa del exterior de otra bodega

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Transporte de botas en el siglo XIX

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Una panorámica de la ciudad de Jerez a mediados del siglo XIX

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