La españa sefardí se quita el sambenito

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Las juderías de Córdoba, Lucena y Jaén recuperan “las trasas de ken andaron endjuntos” (“las huellas de quienes anduvieron juntos”) en defensa de un riquísimo legado histórico y turístico.

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Una lápida de la necrópolis judía de Lucena, que ahora se conserva en el Museo Arqueológico de Córdoba

La mejor forma de esconder algo es dejarlo a la vista de todo el mundo. Los árboles tapan el bosque. Eso es lo que ocurre con nuestro pasado sefardí o judeoespañol. La literatura, la cultura, la toponimia, la gastronomía, las tradiciones e, incluso, el refranero son el mejor exponente de la indeleble huella judía en España. Y de la huella musulmana. Pero si bien a pocos españoles les sorprende la importancia del mundo omeya, almorávide o almohade, muchos ignoran que el legado hispanojudío es tan rico como el hispanomusulmán.

“¿Quién era Sefarad?”, preguntan algunos turistas en la Casa de Sefarad, entre las calles Judíos y Averroes, a unos metros de la bellísima sinagoga medieval de Córdoba. Quién, no. Qué. Sefarad era el vocablo con el que los judíos se referían a España y Portugal. Durante años estos judíos fueron vistos como extranjeros, como si estuvieran de paso en su propio país. “Sin embargo, su presencia se remonta al siglo I y constituyen uno de nuestros grupos etnoculturales más antiguos”, sostiene Sebastián de la Obra, católico y rociero, además de director de la Casa de Sefarad, que –recalca– no recibe subvenciones de nadie.

¿Qué es y qué pretende esta institución? Dejemos que lo explique ella misma en ladino o judeoespañol: “Es un lugar kultural i un muzeo de karákter privado i independiente. Su objetivo es rekuperar i restorar la erensia judeoespanyola, sefaradí, komo un komponente fundamental de la identidad ispana”. Si esta grafía y palabras le sorprenden, imagínese a los filólogos, lingüistas e intelectuales que las descubrieron en el siglo XIX.

¿Por qué amenazamos con ‘tirar de la manta’? ¿Cuál es la leyenda de la estatua más popular de la judería de Córdoba? Las respuestas exigen viajar en la máquina del tiempo; destino: Sefarad

Judíos de Marruecos y de Turquía o de ciudades europeas como Amsterdam, Salónica, Esmirna, Sarajevo y Bucarest mantuvieron viva la llamita de esta lengua medieval. ¿Cómo era posible que un español tan arcaico se hablara tan lejos de España? La respuesta estaba tan a la vista como unas herrumbrosas llaves que se conservaban en todos aquellos hogares. Sus propietarios hablaban español porque eran descendientes de los españoles que tuvieron que huir en 1492, cuando los Reyes Católicos ordenaron la expulsión o la conversión de los judíos. Y esas llaves eran las de las casas que dejaron atrás. Sus antepasados eran españoles. Españoles antes que judíos.

Maimónides (1135-1204), el faro más deslumbrante de Sefarad, no firmaba sus obras como el Judío, sino como el Sefardí. Es decir, el Español o, para ser justos con Portugal, el Ibérico. La coexistencia pacífica entre cristianos, musulmanes y judíos fue más bien un equilibrio inestable, como él comprobó en carne propia. Su peripecia desmonta como pocas esa visión idealizada de las tres culturas Los pogromos y las persecuciones comenzaron mucho antes de 1492.

Teólogo, filósofo, médico… Fue un sabio de amplias miras y un pionero de la medicina preventiva, que fijó el abecé de la sanidad moderna: higiene, dieta sana y ejercicio moderado. También simplificó la vida de su comunidad, que tenía que obedecer nada más y nada menos que 613 preceptos. Tantas obligaciones, pensó, estaban bien para un rabino o para quienes vivían por y para la religión, pero eran un calvario para los judíos de a pie.

Esta expresión, a pie, no podría ser más atinada en este viaje al pasado. En la tierra de las tres culturas los judíos tenían prohibido utilizar animales de monta. Iban a casi todas partes andando. Tres siglos antes de los Reyes Católicos, en 1160, a raíz de una ola de integrismo almohade, ese mismo Maimónides que no podía cabalgar tuvo que huir de este remanso de paz. Primero se refugió en Marruecos y luego en Egipto. Nunca regresaría a su amada Córdoba, aunque ella le sigue rindiendo pleitesía.

A él, a su memoria y a su fantasma, como se verá más adelante.

Homenajearle es lo mínimo que se puede hacer por alguien tan eximio y que simplificó tanto las cosas para los judíos. Maimónides, el autor de la Guía de perplejos, redujo las 613 reglas que regían la existencia de los suyos a sólo trece. Esta es una de las posibles explicaciones al origen de la expresión mantenerse en sus trece. Hay otras frases todavía más evidentes, como colgar el sambenito o tirar de la manta. En su vagabundeo por el mundo desde la dominación romana de Judea y la destrucción del templo de Jerusalén, la vida de los judíos ha sido muy azarosa.

Y España no fue una excepción.

Pero a pesar de la leyenda negra, las expulsiones no tuvieron lugar sólo aquí. Inglaterra las decretó dos siglos antes. Y también Francia, donde los judíos no tuvieron un respiro hasta que Napoleón les concedió libertad de culto. ¿Mal de muchos, consuelo de tontos? Aunque este no fue el único país con Inquisición, sí dio carta de naturaleza a los autos de fe y a la persecución de los marranos o criptojudíos, conversos al catolicismo sospechosos –con o sin pruebas– de “prácticas judaizantes”.

Entre las 300 juderías de España, destacan las de Toledo y Barcelona, otras son diminutas, como la de Castrillo Matajudíos (hoy, Mota de Judíos)

Esta fue la acusación de la mayoría de los 107 ejecutados (¡107!)el 22 de diciembre de 1504 en Córdoba. Las víctimas del Santo Oficio vestían un capirote y un saco bendito, que con los años se transformó en un sambenito. Era una camisa basta, con una equis (en la catedral de Jaén se pueden apreciar este y otros estigmas, como la rodela, una telita redonda que los judíos debían coser a sus ropas, como el hexagrama amarillo que muchos siglos después llevaron las víctimas del Holocausto durante el nazismo).

El delito de hereje judaizante no afectaba sólo al reo, sino a sus hijos, a sus nietos, a sus… De ahí viene la expresión colgar el sambenito. O la también muy castiza de tirar de la manta. Los sacos benditos se colgaban en las iglesias para oprobio de las generaciones futuras. A veces lo que se exhibía era un trapo con los nombres bordados de los condenados. Tirar de la manta aún suena tan intimidante por eso. Equivalía, y equivale, a reabrir viejas heridas, a mostrar lo que se quiere ocultar, a arruinar la vida de familias enteras.

La italiana Donatella Di Cesare, catedrática de Filosofía, acaba de enriquecer la bibliografía sobre los criptojudíos. El título original de su obra (recién traducida al castellano como Marranos por Gedisa) es una declaración de intenciones: Siamo tutti marrani. La doctora Di Cesare sostiene que España promulgó “las primeras leyes racistas de la edad moderna” y reflexiona sobre “la identidad desgarrada” de los marranos, “los otros de los otros”. Eran unos traidores para los cristianos viejos y también para los judíos que prefirieron el exilio a la conversión. La autora concluye que “por difícil que resulte aventurar cifras en la historia de los marranos, se calcula que entre 1391 y 1415 las comunidades judías perdieron más de 100.000 miembros”.

Es fácil seguir el rastro de ese desgarro. España tiene más de 300 juderías. Algunas diminutas, como la de Castrillo de Matajudíos (desde el 2014, Castrillo Mota de Judíos), un pueblo burgalés de 52 habitantes. Otras tan grandes como las de Barcelona y Toledo. Una veintena de municipios se han aliado en Caminos de Sefarad, la red de juderías de España, para defender esta memoria e impulsar proyectos culturales, turísticos y académicos.

La capital de Córdoba y la segunda mayor población de la provincia, Lucena, forman un importante núcleo sefardí, junto a Jaén. Pasear por estas ciudades permite descubrir que la oculta huella hispanojudía siempre ha estado ahí.

Ni el Al Ándalus ni la España sefardíes se entenderían hoy sin una joya olvidada injustamente: Jaén, cuya majestuosa catedral –toda una ‘enciclopedia’ sobre la visión de los judíos– justificaría de sobras y por sí sola la visita

Ese legado es obvio en Córdoba, la judería medieval más hermosa de la península Ibérica y por donde se pasea el fantasma de Maimónides. Su escultura de bronce, en la plaza Tiberíades, comparte el magnetismo del Torico de Teruel, el Oso y el Madroño de Madrid o la fuente de Canaletes de Barcelona. Las babuchas y las manos de la figura están bruñidas: tantas caricias recibe. Se dice que quien lo toque será tan sabio como Maimónides. Otra leyenda más reciente promete que, si además se le acaricia la perilla, el viajero regresará pronto a Córdoba. Tantos son los cantos de sirena de la capital del califato y tantas las ganas de volver que la perilla ya está pulida.

El castillo del Moral, en Lucena, que comenzó a construirse en 1148, se llama así porque una de sus torres luce el relieve de un moral o morera. Si mentalmente se le quitan las hojas, se sabe quién esculpió el árbol: las ramas desnudas se convierten en una menorá, el candelabro de los hijos de Yahvé, una imagen más simbólica que la estrella de David, que en absoluto es un icono exclusivo del judaísmo.

No, no es un icono exclusivo, pero sí muy significativo, como descubrirá el visitante de otro rincón de Lucena, el museo bodega El Alfolí. No es casual que su calle se llame Molino. Aquí llegaron a convivir siete ingenios aceiteros o almazaras. Este es el único que ha sobrevivido, con unas curiosísimas vigas: si las pares se invirtieran y unieran con las impares, formarían una estrella de David perfecta.

¿Por qué atesora tantos guiños Lucena, la Eliossana de los judíos o la Al Yussana de los musulmanes? Muy sencillo. Este municipio cordobés tuvo una escuela de estudios talmúdicos y fue la perla de Sefarad, anfitriona o cuna de intelectuales, filósofos, médicos y poetas. Llegó a rivalizar con Córdoba y en su época de máximo esplendor, entre los siglos IX y XII, estuvo casi exclusivamente habitada por judíos, lo que justifica el calificativo de libre de gentiles. No es casual que aquí esté la mayor y más antigua necrópolis hebrea de la Península.

El Al Ándalus sefardí o la España hispanojudía tampoco se entenderían sin una de las ciudades más injustamente ninguneadas del imaginario turístico: Jaén. Atenazada por las maravillas cercanas (Córdoba, Granada, Sevilla...) y víctima del tirón del enemigo interior (las jiennenses Úbeda y Baeza, patrimonio de la Humanidad desde el 2003), las riquezas naturales y monumentales de la capital mundial de los olivos merecerían mejor suerte. Sólo su majestuosa catedral, obra de Andrés de Vandelvira, uno de los maestros indiscutibles del Renacimiento, justificaría la visita.

Las impresionantes escenas de la sillería del coro son toda una enciclopedia sobre la antigua visión del mundo cristiano... y sobre la antigua visión cristiana de los judíos. Estos más de 120 relieves, en madera de nogal y de principios del siglo XVI, reflejan de forma sui géneris escenas del Pentateuco y del Nuevo Testamento. Los romanos que se jugaron a los dados la túnica de Jesús al pie de la cruz se han transformado. Ya no son los legionarios del evangelio de san Juan, sino personajes de vestimenta y facciones netamente judías.

Las tallas también destacan que eran judíos los mercaderes expulsados a latigazos del templo; uno de ellos viste incluso un sambenito. Uno de los sumos sacerdotes que paga las 30 monedas de plata a Judas por su traición luce la rodela que los judíos estaban obligados a llevar bien visible en la edad media. Curiosamente, el autor de la circuncisión del niño Jesús aparece en otro recuadro con una mitra de obispo, quizá para negar lo evidente: que Jesús era judío. No en balde durante mucho tiempo, y hasta que la prohibió la Inquisición, los conversos rezaban en las iglesias una atrevida plegaria: “Santa María, madre de Dios y parienta mía...”

Los caminos se separaron hace siglos, pero las pisadas de los caminantes nunca se borraron, como recuerdan las más de 300 juderías de España, incluidas las 20 que forman parte de Caminos de Sefarad. Uno de los más importantes triángulos de esta red municipal tiene sus vértices en Córdoba, Lucena y Jaén. Una escultura de esta última ciudad refleja a la perfección lo que pretende esta plataforma municipal en defensa de la memoria sefardí. De la memoria española, en definitiva, porque los judíos no fueron extraños ni extranjeros en esta tierra, que también fue suya.

Que conozcamos nuestro pasado. Que nazca el amor donde antes hubo odio. Que algún día el mito de las tres culturas sea una realidad. En la plaza del doctor Blanco Nájera, que los jaeneros llaman plaza de los Huérfanos, hay una menorá monumental en cuya base se lee: “Las trasas de ken andaron endjuntos nunka podrán ser abaldadas” (“Las huellas de quienes anduvieron juntos nunca podrán borrarse”).

Cuando le preguntan por qué hace lo que hace, Sebastián de la Obra, el director de la Casa Sefarad de Córdoba, responde: “Porque tenemos una deuda con ellos”. Esa deuda tiene muchos nombres. Olvido, incomprensión, intolerancia. Se ha avanzado mucho, pero todavía hoy el diccionario de la RAE define así judiada: “Mala pasada. Multitud o conjunto de judíos”.

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La estatua de Maimónides es uno de los iconos turísticos más fotografiados –y acariciados– de Córdoba

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Judas recibe las treinta monedas de plata (uno de los judíos que le pagan luce la tradicional y esférica rodela)

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Esta menorá se alza junto a la puerta de Jaén por la que se marcharon los judíos expulsados por los Reyes Católicos

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Las calles del epicentro judío de Lucena, la antigua perla de Sefarad, también están rotuladas en hebreo

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