Estados Unidos examina a Trump

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Dos años tras la victoria de Trump, EE.UU. le tomará la temperatura el martes en las midterm (elecciones legislativas y a gobernador). Sus partidarios mantienen el apoyo, pero está por ver qué ocurre con los moderados que le votaron, mientras que los demócratas tratan de movilizar a mujeres y jóvenes. Un viaje a Virginia Occidental, feudo del presidente, sirve para tomar el pulso al trumpismo.

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Una joven en una acto de octubre para movilizar el voto en Chicago (Kamil Kraczynski / Getty)

Las señales de que Donald Trump está cumpliendo su promesa de hacer América grande de nuevo “están por todas partes”, sostienen Roger Poling y su amigo Richard, dos jubilados que ven la vida pasar desde una mesa del Wendy’s de Buckhannon, una antigua ciudad minera de Virginia Occidental. El tráfico en la carretera a Morgantown, motor económico de este estado, se ha triplicado en dos años, dicen a ojo de buen cubero. La cantidad de maquinaria industrial y de camiones con gravilla (Richard antes conducía uno) en circulación… O, sin ir más lejos, lo animado que está el local de comida rápida donde suelen quedar; antes, un lunes habría estado vacío y ahora está siempre a rebosar, aseguran. Y su veterana camarera, Blessed, lo corrobora.

“¿En Europa ha tenido un gobierno socialista? Pues no lo queremos aquí. No queremos que la gente dependa para todo del Estado”, dice una jubilada en “la ciudad más trumpista de América”

“Donald Trump es lo mejor que le ha ocurrido jamás a Estados Unidos. Ha restaurado el imperio de la ley”, celebra Roger Poling, aunque al principio no estaba convencido del “extraño” candidato republicano y no le votó. Ahora su dinero “está con Trump”. Le encanta, por ejemplo, su capacidad para enredar a los periodistas. “Aún no han aprendido a manejarlo. Pero es bueno que la prensa internacional venga, porque, si no, es difícil de entender que Trump esté consiguiendo tantas cosas”, afirma este antiguo contratista, que tiene en la cuenta de Twitter del presidente su principal fuente de información sobre la marcha del país (aparte de sus propias observaciones).

Buckhannon es “la ciudad más trumpista de América”, así la declaró su alcalde, después de que el 76% de los votos fueran para el candidato republicano en las elecciones presidenciales del 2016. “Construye ese muro”, gritaban aquel día algunos chavales de un instituto local. Es difícil encontrar en estas tierras a alguien realmente desencantado o que crea que la economía, que inició su ciclo alcista con Barack Obama, iría quizás igual de bien con otra persona en la Casa Blanca.

Aquí, todas las cosas que inquietan a muchos americanos y a los socios internacionales de EE.UU., como el estilo agresivo y autoritario del presidente, su racismo, su nacionalismo económico o su desprecio por las mujeres y las minorías, importan poco o nada.

La América de Trump se mira estos días en el espejo y una parte importante del país se gusta. La otra sigue ­estupefacta, avergonzada incluso, reacia a referirse a Trump como presidente pero, a la vez, reactivada para dar la batalla. Este martes 6 de noviembre volverá a las urnas. Las mujeres y, en menor medida, los jóvenes son los colectivos más movilizados en estas elecciones de mitad de mandato (midterm) al Congreso, el Senado y las legislaturas estatales.

Donde más oportunidades de arañar votos tienen los demócratas es en las zonas suburbanas, entre votantes republicanos que no se reconocen en la política de Trump

Aunque los factores locales y el perfil de los candidatos pesan, al final, la cita es siempre un referéndum sobre el partido que ganó las presidenciales. Y este año lo será más que nunca. Con Trump en la Casa Blanca, el apoyo o el rechazo hacia su figura se ha convertido en el principal factor movilizador de votos.

La clave en estas elecciones estará en la participación (en las midterm del 2014 fue de sólo el 37%) y la capacidad de los demócratas para movilizar a los miembros del principal partido político de EE.UU.: la abstención. Porque el núcleo duro de apoyos a Trump resiste. Para sus seguidores, sus logros van más allá de la economía. Los factores culturales pesan. “Es un buen cristiano”, afirma Blessed, la camarera del Wendy’s, que luce una pequeña cruz al cuello. “Bueno, al menos es el primer presidente en mucho tiempo que no tiene un problema con que recemos”, zanja al preguntarle por la moralidad del presidente. El discurso de lo políticamente correcto, se quejan muchos cristianos, les había hecho no sentirse bienvenidos en su propio país.

¿No le importan, por ejemplo, las burlas de Trump a Christine Blasey Ford, la mujer que acusó de una agresión sexual al juez Brett Kavanaugh? “Deberían dejar de perder el tiempo con tonterías y dejarle que se centre en su trabajo”, replica Blessed, encantada con que Trump haya colocado a dos jueces ultraconservadores en el Tribunal Supremo.

A Chris, técnico de un taller mecánico también en Buckhannon, le molesta que tenga la boca “tan grande”, pero se lo perdona. “A veces podría callarse. No siempre estoy de acuerdo con todo lo que dice, pero ha hecho por América más que ningún otro presidente desde George Bush”, asegura este treintañero.

Trump es el ídolo de los republicanos blancos con ingresos medios y atemorizados por los cambios, pero también de una parte de la clase obrera más abandonada

“¿Usted en Europa ha tenido alguna vez un gobierno socialista? Bueno, pues aquí no lo queremos. No queremos que la gente dependa para todo del Estado. Nosotros creemos en lo que dice la Biblia: si trabajas, comerás. Si no trabajas, no comes, aunque suene cruel”, afirma Vicky, una jubilada que ha salido con su amiga Barbara, otra entusiasta de Trump, para hacer unos recados en el centro de Buckhannon, más animado que otras ciudades de Virginia Occidental, el segundo estado más pobre de EE.UU.

Trump es el ídolo de los republicanos blancos con ingresos medios o altos y atemorizados por los cambios demográficos y sociales que están alterando la cara del país, como Vicky o Blessed, pero también el héroe improbable de buena parte de la clase obrera en EE.UU. (los llamados trabajadores de cuello azul, por el color del mono de faena), los parados, las familias destrozadas por la droga, los olvidados y los desencantados del partido demócrata. Estos votos en estados como Ohio, Pensilvania, Michigan o Wisconsin fueron la clave de su histórica victoria en noviembre del 2016.

“Cuando la gente está desesperada hace cosas desesperadas”, afirma Virgil Larosa, un empresario local que trabajó en la minería y luego se pasó al fracking, el polémico método de extracción del gas natural mediante fracturación hidráulica. La construcción de gasoductos está creando cientos de puestos de trabajo en todo el país. Es “algo con un potencial enorme” pero, añade, “no sé qué pasará cuando terminen las obras”, porque luego las instalaciones necesitan muy poca gente para funcionar y la región lleva muchos años deprimida económicamente.

“La marcha de mujeres fue la manera perfecta de unir a los americanos que estábamos consternados por las elecciones y de prepararnos para hacernos oír”, dice una demócrata

El retorno del carbón prometido en campaña por Trump, sin embargo, no se está produciendo. “Básicamente, las minas que estaban abiertas siguen abiertas, y las que estaban cerradas, pues siguen cerradas. Yo no me quejo, a mí me va bien. Pero creo que la gente esperaba más, la verdad”, afirma Gary Campbell, de 36 años, perteneciente a la tercera generación de mineros de una familia de Fairmont, al norte de Virginia Occidental, donde aún quedan minas rentables. “Es difícil de admitir, pero sí, voté a Trump”, dice bajando la cabeza.

“Siendo justos, se han creado algunos empleos en el sector, pero no tiene nada que ver con la situación de nuestra economía sino con las ventas al extranjero, porque ha habido un pequeño aumento de las exportaciones. Pero esto no afecta a la gente que quiere creer otra cosa. Muchos culpan a las leyes medioambientales del declive del carbón, pero lo que nos hizo polvo fue el gas natural barato”, sostiene Jack Frazier, un minero jubilado que trabaja en el sindicato. “Vinieron con el mensaje de que pondrían a la gente de nuevo a trabajar. La gente quería creer en algo y se encontraron con eso”, dice, encogiéndose de hombros.

La historia indica que el partido en el poder pierde casi siempre terreno en las midterm, pero Trump rompió todas la reglas en el 2016, y los analistas son reacios a hacer previsiones muy concretas de cara a estas elecciones, pero coinciden en que los demócratas van a tener difícil conquistar el Senado. Sólo necesitan ganar dos escaños (hoy tienen 49, y los republicanos, 51), pero están a la defensiva porque casi todos los que se reeligen este año son suyos y un par de ellos bailan, empujados por el trumpismo.

En cambio, tienen muchas posibilidades de recuperar la Cámara de Representantes, la House, donde les bastaría con sumar 23 escaños a los 194 que tienen actualmente. La distribución de sus 435 escaños en otros tantos distritos da más peso a la América urbana y diversa, en la que los demócratas tienen puestas sus esperanzas para recuperar el enorme terreno político perdido en el último decenio en todos los niveles de gobierno.

La cifra de mujeres candidatas no tiene precedentes en las elecciones estadounidenses: 256 mujeres compiten por escaños en el Congreso, tres de cada cuatro, en las filas demócratas

En algunos distritos, la estrategia pasa por captar a votantes desencantados con Trump como el minero Campbell o como Lisa, una trabajadora de 56 años que también le votó en el 2016 y no piensa volver hacerlo. En las midterm su papeleta será para el candidato demócrata de su distrito, Richard Ojeda. Le gusta; se siente atraída por su estilo directo y sus promesas de arreglar “tantas cosas que están rotas en América”, como dice con un tono no tan distinto al populismo de Trump. “No voy a dejar que se envíe a gente a otros países para reconstruir carreteras cuando las nuestras se están cayendo a trozos”, prometía Ojeda hace unos días en la depauperada ciudad de Huntington, conocida como la capital de las sobredosis de opio en EE.UU.

Este tipo de votos ayudarían a resistir a los candidatos demócratas que se enfrentan a la reelección en estados del Medio Oeste donde Trump ganó contra pronóstico. Pero donde más oportunidades tienen de arrebatar escaños a los republicanos es en distritos de zonas suburbanas. Sus esfuerzos y su dinero se dirigen a determinadas zonas residenciales de las ciudades con trabajadores de cuello blanco (del sector servicios), de un nivel económico y educativo alto. Votantes independientes o republicanos centristas que no se reconocen en el partido de Trump, que se arrepienten de su voto o que se sienten perjudicados por sus políticas económicas y fiscales.

El fenómeno se observa perfectamente en el distrito 10 de Virginia, una rica zona residencial, entre las tres más pujantes del país, que arranca en las verdes afueras de Washington en Langley (sede de la CIA) y se adentra hasta el sur, más blanco y conservador. En sus elegantes mansiones viven muchos altos funcionarios del gobierno y agencias federales de ideología centrista y origen racial diverso, que asisten con horror al show de telerrealidad que es la Casa Blanca con Trump. El escaño lleva más de 40 años en manos republicanas, pero la cercanía de su actual titular, la republicana Barbara Comstock, al presidente lo ha puesto a tiro de piedra para los demócratas.

En el colegio electoral de McLean para el voto anticipado, E.J. Lee acaba de marcar con una equis el nombre de la demócrata Jennifer Wexton. Se define independiente y en el 2016 votó por la candidata republicana. “Este año, debido a la persona que está en la Casa Blanca, debemos asegurarnos de que el Congreso cumple su papel de control del ejecutivo. Los republicanos han abdicado de sus responsabilidades”, afirma este votante de 50 años de origen asiático. “Para el Senado presentan a un candidato racista [Corey Stewart], es simplemente increíble lo que está pasando con el partido”, se lamenta.

También Jean, de 63 años, votó a la candidata republicana en el pasado y ahora lo ha hecho por su rival demócrata: “Me siento muy incómodo con Trump y con el apoyo de Comstock a Trump. Toda mi vida he sido republicano, pero Trump me está haciendo demócrata”, explica con aire de perplejidad. Otro votante, una mujer de unos 75 años cargada de joyas, también ha dado la espalda este año a Comstock. ¿La razón? “Que haya aceptado tanto dinero de la Asociación Nacional del Rifle”, responde. El poderoso lobby proarmas, que tiene su sede a pocos kilómetros de aquí, está en el ojo del huracán desde el tiroteo en un centro de educación secundaria de Parkland (Florida), con 17 muertos, una de las mayores matanzas escolares que ha habido en el país.

Dadbey y Dick, una pareja de jubilados de la élite demócrata de McLean, muy afectados moralmente por el rumbo que ha tomado su país, observan con esperanza las señales de cambio a su alrededor. “A pesar de lo mal que está todo, es espectacular ver a la gente joven y a las mujeres movilizadas de esta manera. Es un motivo para el optimismo”, afirma Dabney. La marcha de mujeres, recuerda, fue un punto de inflexión. “Fue la manera perfecta de unir a los americanos que estábamos consternados por las elecciones y de prepararnos para hacernos oír. Muchos pensaban que sería una cosa pasajera, que aquella energía se perdería. Pero no fue así. Desde ese momento empezamos a ver que había más gente implicada que nunca”, celebra.

La elección de Trump y el auge del movimiento #MeToo de denuncia de abusos sexuales se han traducido en una cifra sin precedentes de candidatas femeninas a unas elecciones en Estados Unidos. Un total de 256 mujeres ganaron las primarias para competir por escaños en el Congreso. Tres de cada cuatro se presentan por los demócratas, el partido favorito de las estadounidenses. Para muchas, es su primera incursión en política, y llegan defendiendo posiciones más izquierdistas que el anquilosado establishment del partido, como la creación de una sanidad pública propia de un país desarrollado, un salario mínimo o la educación pública.

Entre los cientos de miles de mujeres que participaron en aquella marcha de mujeres de enero del 2017 estaba Lisa Hollen, una logopeda y profesora de yoga de Buckhannon que al día siguiente de las elecciones del 2016 se despertó pensando que “había que hacer algo”. Conectó con otras mujeres y se apuntó a lo que entonces parecía que iba a ser una pequeña manifestación. “Fue increíble formar parte de aquello”, recuerda. A su vuelta a “la ciudad más trumpista de América”, fundó un movimiento de mujeres que fue noticia a escala nacional. La organización de pequeñas marchas, por diferentes causas, ayudó a conectar a personas que hasta entonces no se habían implicado en política o que se sentían solas y aisladas.

De ahí surgió la antena local del movimiento progresista Indivisible, surgido en el 2016 como reacción a la elección de Trump con el objetivo de “salvar la democracia en América”. Como en el resto del país, ha organizado marchas, debates, talleres… En Buckhannon ha sido un poco más complicado, cuenta Edwina Howard-Jack, su directora y profesora de instituto. La reacción de una parte de la ciudad fue brutal cuando organizaron marchas contra el odio o contra el veto de Trump a los viajeros de países musulmanes. Los manifestantes fueron recibidos con insultos y camionetas pick-ups derrapando en actitud atemorizante. A Howard-Jack le han rajado las ruedas de su coche y han intentado echarla del trabajo. Los dirigentes del movimiento han sufrido virulentos ataques en Facebook que les han hecho temer por su seguridad y sus empleos.

“Por desgracia, lo que intentábamos evitar ha acabado por materializarse”, apunta Brook Scott, una maestra de primaria jubilada, durante una de sus reuniones, en la cocina de una casa, una soleada tarde de otoño. Forma parte de la dirección de Indivisible del condado de Upshur. “Nos llaman ‘los alborotadores’, y fíjese quiénes somos: una trabajadora social que cuida de discapacitados, maestras, una enfermera jubilada y Tom, un veterano de guerra y capellán retirado de 80 años… Somos realmente aterradores, ¿verdad?”, se carcajea Sonja Snyder, secretaria del grupo.

Saben que no están tan solos como pensaban hace unos meses. Y no desfallecen. Acabada la charla con esta cronista, K. entra en la cocina y reparte unos papeles entre los presentes. “Y ahora, ¿qué tal si hacemos algunas llamadas por teléfono para defender a Kerner [un demócrata local] o para hablar de la consulta para prohibir el aborto? Con el tema de Brett Kavanaugh es importante explicar a la gente lo que está en juego…”, propone esta octogenaria con un entusiasmo contagioso.

ALGUNOS CANDIDATOS REVELACIÓN

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RASHIDA Tlaib 

Las midterm se seguirán con atención en Beit Ur al Foqa, la aldea cisjordana de donde procede la familia de Tlaib. Nacida en Detroit y miembro de una generación nueva de políticos demócratas (más jóvenes, diversos y progresistas), esta abogada y exdiputada estatal de 42 años compite sin oposición por un escaño de Michigan. Está llamada a ser la primera musulmana en el Congreso. Hace un par de años fue expulsada, junto con otras activistas, de un acto con Trump.

BETO O’ROURKE

Descendiente de irlandeses, ha hecho campaña como Beto (se llama Robert), el diminutivo que le pusieron sus amigos latinos de El Paso. Tiene 46 años y es del ala izquierdista del Partido Demócrata, pero atrae al votante centrista. Habla español mejor que Ted Cruz, hijo de cubanos, con quien compite por el escaño de Texas en el Senado. Lo tiene difícil, pero derrocha energía y tiene un magnetismo comparable al que transmitía Obama.

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ALEXANDRIA OCASIO-CORTEZ

De la campaña de Bernie Sanders y activista del Bronx de 29 años del Partido de los Socialistas de América. Su victoria en las primarias demócratas del distrito 14 de Nueva York mostró que una nueva generación de políticos quiere tomar las riendas.

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AYANNA PRESSLEY

De 44 años y también de la insurgencia izquierdista y femenina. Lleva toda su vida en política. Fue becaria de Joe Kennedy II, asesora de John Kerry y la primera mujer negra en el consejo local de Boston.

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Una madre y sus hijas bailan en medio de una concentración de mujeres en Las Vegas (Nevada) para reclamar que se las tenga más en cuenta en la agenda política (L.E. BASKOW / Getty Images )

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Vecinos de Welch, en una antigua área minera, hacen cola en un banco de alimentos (Spencer Platt / Getty)

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Marcha organizada por los estudiantes supervivientes de la matanza en una escuela de Parkland, Florida (Ben McCanna / GETTY)

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