Etiopía, destellos del río de la vida

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Adentrarse en el sur de este país africano para recorrer el mítico valle del Omo es como trasladarse a nuestros antiguos orígenes geográficos y humanos. También es conocer gentes amables y orgullosas, amenazadas por la globalización.

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Unos jóvenes de la etnia dassanech a orillas del río Omo, del que beben, comen, riegan y se asean

Cuando se deja atrás la capital del país, Adís Abeba (que significa nueva flor en lengua amárico), y sus nuevos edificios destinados a albergar superficies comerciales, hoteles y oficinas, no se tarda en olvidar su ruido y polución. Un agobio sólo mitigado en parte por la considerable altura sobre el nivel del mar, 2.300 metros, y la agradable y fresca temperatura que eso conlleva. Más allá, Etiopía se convierte en un remanso de paz, sólo salpicado, de forma puntual, por alguna ciudad mediana o pequeña aldea. Adís es la ciudad más poblada de la nación, con alrededor de ocho millones de habitantes. Esta densidad se nota en la atmósfera y sirve de indicativo del crecimiento como motor económico del país.

Últimamente Etiopía es noticia: su protagonismo africano, e incluso en el panorama mundial, empieza a dar titulares. Hace algo más de un año Sahlework Zewde fue la primera mujer en ocupar el cargo de presidenta del país, la única en estos momentos en todo el continente. Y, hace aún menos, el primer ministro etíope, Abiy Ahmed, fue el ganador del premio Nobel de la Paz por sus esfuerzos para lograr acabar con la guerra con la vecina Eritrea. Como contraste a este rápido progreso existe la otra Etiopía. O la otra cara de la misma moneda.

El valle del Omo está hoy habitado por grupos étnicos diferentes, sociedades agricultoras y de pastores seminómadas

Al viajar hacia el sur y entrar en la región llamada, literalmente, Naciones y Pueblos del Sur, no se tarda en entender la evidencia de esta denominación. La región está dividida en multitud de etnias diversas y singulares. Algunas de ellas, las más cercanas a la capital, fueron convertidas al cristianismo y al islamismo, mientras que otras más alejadas de la gran urbe permanecen fieles a sus tradiciones, culturas y religiones de raíz animista. En realidad, todas ellas han hecho del sincretismo su forma de vida y su base espiritual, conformando un híbrido entre el pasado y el presente que no carece de buenas dosis de exotismo.

Al sudoeste de Adís, en la meseta de Shewan, nace el río Omo y 760 kilómetros después desemboca en el lago Turkana, que se reparte entre Etiopía y Kenia y es acogido por el Gran Valle del Rift. Esta gran masa de agua alcalina es la mayor permanente ubicada en un área de clima desértico. Multitud de pueblos-nación emigraron a lo largo de los tiempos hacia las fértiles tierras del valle del bajo Omo y las aguas de su río y de las orillas septentrionales del Turkana.

Otras etnias se forjaron allí mismo, provenientes de las mujeres y los hombres primigenios que ya habitaban la región en los albores de la humanidad. Sociedades que ya eran antiguas y complejas cuando los primeros europeos se adentraron en aquella tierra ignota a finales del siglo XIX. Debido en parte a la dureza del medio y a la hostilidad de su naturaleza guerrera, estas etnias se han mantenido relativamente aisladas hasta la llegada del turismo y del progreso industrial.

El valle del Omo está hoy habitado por unas 200.000 personas divididas en grupos étnicos diferentes. Son sociedades agricultoras y de pastores seminómadas como, por ejemplo, los hamer, dassanech, nyangatom, mursi o banna entre otros, todos ellos de creencias animistas. Hasta 17 etnias habitan la región, aunque antes de entrar en la demarcación del Omo otros pueblos ocupan el territorio. A esas etnias externas pertenecen los dorze y los gurage, de religión cristiana ortodoxa, además de los konso y los alaba kulito; los primeros, más sincréticos y los últimos, seguidores del Islam.

El pertenecer a tribus diferentes, con distintas lenguas, tradiciones, ritos y costumbres ha propiciado que una de las características sociales de la región sean las luchas interétnicas. Se compite por los pastos o por el agua pero también por cuestiones de heroísmo, venganza o por la posesión de la tierra de cultivo. Cada etnia tiene sus aliados y sus enemigos y es común establecer alianzas para luchar unos contra otros. A simple vista, otro de los factores que les hace diferenciarse entre ellos es la forma tradicional de vestirse o de decorar sus cuerpos con escarificaciones, perforaciones o piercings, elementos que determinan su identidad y singularidad.

Damisi lleva meses comiendo sangre, carne y miel para engordar y casarse como reza la tradición de su etnia

Los ritos antiguos como el matrimonio, la ablación o el paso de niño a hombre, como en el caso de los hamer y el ritual iniciático del ukuli bula o salto de las vacas, son propios de cada grupo desde tiempos lejanos. Previo al salto ceremonial del ukuli bula, las mujeres hamer se hacen azotar con varas por los hombres, hasta sangrar, para demostrar al clan su valía y su entrega. También hay ritos más religiosos, sobre todo entre musulmanes o cristianos ortodoxos. Entre estos últimos está, por ejemplo, la exaltación de la Vera Cruz o meskel. Esta celebración conmemora el momento en que la emperatriz Elena (santa Elena) de Constantinopla, en el siglo IV y tras una señal divina soñada, hizo arder una hoguera (demera) para que el humo le indicase el camino para alcanzar los restos de la cruz en la que había sido martirizado Jesucristo.

En realidad, estos pueblos están sufriendo profundos cambios. Son muchas y a menudo peligrosas las influencias que vienen de fuera. Se podría decir que una de las mayores amenazas proviene de la construcción de grandes presas en el río Omo. El Gobierno utiliza esa producción de electricidad para venderla a estados vecinos y alentar su economía. Además, el desvío de aguas del río sirve para irrigar enormes extensiones de cultivo intensivo de biocombustibles y caña de azúcar. Algunos de estos grupos tribales están sufriendo hambrunas provocadas por dichas acciones y han sido expulsados de forma violenta por negarse a ceder sus tierras o por denunciar la situación y abusos que padecen.

A pesar de esto y a simple vista, la vida parece discurrir pausada. Es agradable compartir un café etíope o un vaso de hidromiel en una taberna local, con lugareños que expliquen o hablen de sus asuntos rutinarios. O acercarse al río Darashe y, con una actitud respetuosa, ver como las mujeres lavan la ropa y los hombres abrevan el ganado.

Desde la sureña ciudad de Omorate se puede partir en bote hasta el delta del Omo, cerca del lago Turkana, y visitar alguno de los pueblos dassanech que allí habitan. Esta etnia es agricultora y ganadera y está estructurada de una forma patriarcal cuya autoridad es ostentada por un consejo de ancianos denominado Ara. Se dividen en clanes, y cada clan tiene un cometido o representación; por ejemplo, el del cocodrilo y el agua, encargado de la caza y adoración de estas enormes bestias prehistóricas y su medio líquido, o el clan del escorpión y la serpiente, encargados de curar las picaduras de estos animales u otras enfermedades por métodos tradicionales.

Los más conocidos y numerosos son los hamer. Este grupo de lengua omótica sitúa su capital en la pequeña población de Turmi. Las mujeres hamer van vestidas con pieles y cubren su pelo con una mezcla de barro y grasa animal, y los hombres se encargan del ganado y la caza llevando una especie de minifalda. Ambos decoran sus cuerpos con brazaletes, collares y escarificaciones. Al igual que otras etnias, los hamer se mantienen en equilibrio existencial ante el incremento del turismo. Algunos jóvenes ya rompen con el pasado y prefieren abrazar lo que les trae el progreso. Kala es un joven de 26 años que habita en un pequeño asentamiento a las afueras de Turmi. En su momento celebró los rituales de paso de niño a hombre saltando por encima de las vacas, pero hoy en día prefiere ir vestido con jeans y camisetas deportivas que no con falda masculina y pieles. A pesar de ello sigue conviviendo con su clan, entre cabras, vacas y en chozas tradicionales. Kala asegura que todo es una cuestión de elección personal. Su padre es la antítesis, pues además de ser una de las autoridades del poblado, guardián de las tradiciones, es uno de los considerados héroes locales por haber matado leones, guepardos y enemigos humanos en combate.

Algo parecido le ocurre a María Atula, de 16 años, un nombre propio alejado de la antroponimia hamer. Igual de lejanas están sus intenciones de seguir con las costumbres y las tradiciones de su etnia. María quiere ser ingeniera y para ello no dudará en viajar hasta una gran ciudad como Jinka, lejos de las aldeas de su etnia. Otras en cambio no tienen esos horizontes en su futuro. Damisi Gunu tiene 18 años y lleva dos meses comiendo miel, sangre y carne para engordar y estar adecuada para su boda, tal y como marcan las tradiciones de la etnia hamer. En total tendrá que estar cuatro meses siguiendo este ritual previo en el que apenas podrá salir de su choza. Una misma generación, pero dos vidas paralelas que reflejan como tradición y futuro no tienen por qué seguir un mismo camino para avanzar y consolidarse.

Otra de las controversias suscitadas es la de las visitas turísticas al Omo y si estas provocan o no una influencia negativa. Obviamente todos los actores del sector de servicios turísticos obtienen su beneficio, por lo tanto es atrevido juzgar que las propias etnias pretendan llevarse su trozo de pastel. Tal vez la utopía sería pensar que el turismo nunca llegó al Omo, algo que ya sólo se puede imaginar. Un interés lucrativo que es tan legítimo por parte de las etnias locales como lo es el choque ético de aquel viajero que le ha tocado vivir la experiencia de conocer aquella realidad demasiado tarde en el calendario de la historia.

Se puede juzgar el expolio, el abuso y la violencia de los que menosprecien aquellas formas de vida, se puede repudiar la falta de respeto del extranjero, pero no las comodidades que suponen el calzado de fabricación china, las linternas, los medicamentos, los alimentos y otros bienes de consumo que hacen más fácil o agradable el día a día. Amenazas de pérdida de identidad y cultura consentidas, pues quien puede negarles a aquellas gentes aquello que para otros es algo tan imprescindible. Un beneficio, el del turismo, que también se utiliza, contradictoriamente, para mantener costumbres y tradiciones. Algo como comprar vacas para pagar la dote a la familia de la novia y poder casarse y formar una familia o incluso organizar un ukuli bula o un meskel por todo lo alto. Nada ni nadie les puede negar las mismas costumbres y tradiciones que tanto anhelamos conocer y fotografiar y para las cuales ellos también necesitan dinero. Cabe pensar que son tradiciones que nos interesan porque nosotros las hemos perdido en nuestra sociedad globalizada y carente ya de la mayoría de los ritos y costumbres que teníamos en el pasado. A lo mejor hay que aplicar aquel dicho etíope: cuando las arañas unen sus telas pueden matar al león. El respeto y la convivencia de todas las culturas, su unión y sinergia, pueden detener la desaparición de las minoritarias frente a la gigante y fagocitadora globalización.

Hola, me llamo Lucy

En Adís hay algunos mercados y barrios que merecen un paseo, como el mercado general de verduras o el barrio armenio y sus galerías de arte. Incluso la catedral de la Trinidad o el barrio de Piazza. Algo que es casi un deber es una visita corta al Museo Nacional para conocer a Lucy, uno de nuestros ancestros más célebres y queridos, la Australopitecus afarensis de más de tres millones de años.

El laberinto konso

La etnia konso se divide en nueve clanes y habita en poblados fortaleza que son auténticos laberintos basálticos. Su cultura es patrimonio de la humanidad. Recorrer, por ejemplo, la aldea de Gumale es toda una experiencia.

Las casas elefante

La etnia dorze está fuera de las fronteras del Omo. Habitan en un entorno montañoso y frío y sus casas tienen forma de elefante, una tradición que viene de cuando estos paquidermos habitaban la zona. Las túnicas de dibujos geométricos que fabrican son un buen recuerdo, así como un tipo de arpa con el que componen su música polifónica llamada edho.

Navegar el Lago Chamo

Vale la pena realizar un safari en bote por este lago del parque nacional Nechisar, sobre todo para observar los gigantescos cocodrilos que lo habitan y como las manadas de hipopótamos comparten espacio con las frágiles canoas de los pescadores de la etnia gamo

Guía práctica

CÓMO LLEGAR Y MOVERSE. Si se llega a Adís Abeba con Ethiopian Airlines hacen un descuento en los vuelos domésticos. Llegar al Omo no es fácil si no es acompañado de un guía local experimentado. Una agencia que realiza viajes fotográficos respetuosos a la zona y conoce bien el territorio es Artisal Travel Photography (www.artisal.com).

CLIMA. El valle del Omo es caluroso y húmedo, pero soportable. La temporada seca va de abril a septiembre.

VISADO. Cuesta 50 € y se obtiene al llegar al aeropuerto o antes por internet. Es aconsejable llevar el carnet de vacunación con la fiebre amarilla al día.

MONEDA / INTERNET. La moneda es el birr. Un euro equivale a unos 33 Birr. No suele haber buena conexión a internet. Tal vez una opción es adquirir una SIM a la entrada al país y comprar datos con las recargas que se suelen encontrar por todo el país.

PAGAR POR FOTOGRAFIAR. Tema delicado y a la vez inevitable en visitas cortas. Es mejor negociar respetuosamente con el jefe de la aldea o dejarlo en manos del guía local y no ir repartiendo billetes a todo el mundo. Nunca se ha de dar dinero a los niños.

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María Atula, de blanco, y Damisi Gunu, vestida de forma tradicional, son dos chicas de etnia hamer con un futuro bien distinto

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Una niña de etnia dassanech en el delta del Omo cerca de la frontera con Kenia

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Dos jóvenes de la etnia banna acuden al mercado vestidos de una forma que indica que están buscando pareja

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Una mujer de etnia nyamgatom con su traje tradicional a las puertas de su hogar

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Una mujer de etnia hamer luciendo el tradicional collar con asa de mujer casada

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