Historia de un vaso de agua

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Abrir el grifo y que salga agua es un prodigio técnico. El recorrido que sigue el agua hasta acabar en el vaso comienza en los ríos, prosigue en una potabilizadora, se bifurca por las tuberías hacia los hogares, se fuga de ellos por el alcantarillado, pone rumbo a una depuradora y acaba en el río y el mar. En el laboratorio, la calidad del agua se controla al segundo.

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Un dato que suelen recordar los expertos cuando un grupo de escolares visita una planta potabilizadora es que el agua que bebemos es la misma que tomaron en su día los neandertales, ya que la Tierra no recibe agua de otros planetas. “Por eso hay que cuidarla”, avisa José Mesa, jefe de la planta potabilizadora de Sant Joan Despí que abastece a Barcelona y su área metropolitana.

Sin embargo, visitar una fábrica de agua exige vencer algunas barreras psicológicas pues el líquido que sale del grifo poco tiene que ver con el tono marrón de, en este caso, el río Llobregat en su desembocadura, tras nacer a 1.259 metros de altitud en la sierra del Cadí. Casi al final de sus 175 kilómetros, cerca ya del Mediterráneo, se halla el complejo que suministra el 58% del agua que beben los barceloneses. Según apunta con el dedo un técnico, unas galerías excavadas en el cauce permiten filtrar el agua a través de unas rejas que cierran el paso a los objetos mayores de 8 milímetros. Antes, decenas de minilaboratorios instalados río arriba, captan muestras de agua y la analizan en función de diversos parámetros (temperatura, turbidez, presencia de materia orgánica, metales pesados...).

Mesa muestra seis frascos de agua de diferente transparencia para explicar que desde que el agua del río entra en la estación potabilizadora hasta salir por el otro extremo, transcurren unas ocho horas. Durante este tiempo, al agua se le quita la arena que arrastra el río, se decanta (los lodos, una vez tratados, se utilizan como fertilizante, por su elevado contenido en nitrógeno), se filtra con arena, se ozoniza (para eliminar microorganismos y contaminantes), se filtra de nuevo con carbón activo (con tal de absorber metales como el hierro o el níquel), se vuelve a ultrafiltrar, se somete a ósmosis inversa (para mejorar su sabor), se remineraliza y se desinfecta con cloro. El resultado final es el agua cristalina del último frasco.

Aunque el itinerario seguido por el agua difiere en función del lugar (el 100% del agua consumida en Lanzarote o Fuerteventura es desalada), el líquido que sale del grifo supera más controles que cualquier otro alimento. Entra en los pueblos, al salir de los pueblos se depura, coge por el camino sales minerales y materia orgánica, vuelve a entrar en los pueblos tras ser potabilizada –el 6% del agua del río Llobregat, por ejemplo, se utiliza más de una vez–, se depura nuevamente, atraviesa campos de cultivo e industrias, vuelve a ser potabilizada, se cuela en las ciudades, sale a través del alcantarillado hacia una estación depuradora y, en el caso de Barcelona, es devuelta al mar.

Desde que el agua entra en la planta hasta que sale pasan ocho horas y nueve procesos de purificación: el agua es el alimento más controlado que existe

Sin embargo, la posibilidad de tener dentro de casa fuentes privadas, es decir grifos (nombre que adoptó la llave de paso de agua en los palacios romanos en honor del animal mitológico), es muy reciente. Hasta mediados del XVIII sólo algunos palacios, conventos y casas nobles de Madrid disponían de suministro de agua gracias a los qanat, unas galerías subterráneas construidas por los árabes que apagaron la sed de los madrileños desde el siglo IX hasta el año 1851, cuando comenzó a construirse el canal de Isabel II. Los qanat se basaban en la declinación natural de los cursos hídricos y aprovechaban los lentejones de agua del subsuelo para encauzar su recorrido con galerías abovedadas de ladrillo. Hasta la construcción de este canal de 76 kilómetros de longitud, “la dotación era ridícula: 9 litros de agua por persona y día para todos los usos”, recalca Fernando Morcillo, presidente de la Asociación Española de Abastecimientos de Agua y Saneamiento. Este laberinto hídrico bajo el asfalto terminaba en cisternas y fuentes al aire libre, hasta donde se desplazaban los aguadores en sus carros cargados de cántaros para abastecer a las casas. Por su parte, los neveros viajaban con sus caballerías durante doce horas hasta Guadarrama “para recoger nieve apelmazada con la que elaborar helados y enfriar las bebidas”, añade Morcillo.

Otro tanto sucedía en Barcelona. Según los datos recogidos por Idelfons Cerdà, el ingeniero que diseñó el Plan de Ensanche de Barcelona en 1860, en la ciudad había a mediados del siglo XIX un lavadero por cada 6.563 habitantes, lo que provocaba tener que aguardar 15 días para hacer la colada. Según los registros de Aguas de Barcelona, en el año 1873 la sociedad llevaba el agua a 412 edificios, mientras que en 1881 tenía 2.520 abonados. El resto de los barceloneses debía procurarse el agua potable en las fuentes públicas, en los pozos comunales (a finales del XVIII en Pamplona había más de 500, casi uno por calle), en los pozos privados y en los aljibes, cisternas y depósitos que llenaba la lluvia. En cuanto al mundo rural, la posibilidad de tener agua corriente en las casas no se generalizó hasta 1960, recuerda Morcillo, que tuvo que hacer muchos viajes a la fuente de su pueblo, Chozas de la Sierra (Madrid).

Sin embargo, el cambio crucial fue la introducción de cloro. Pese a ser descubierto en estado gaseoso por un químico sueco en el año 1774, el cloro no empezó a utilizarse para desinfectar el agua hasta 1854, cuando el doctor John Snow lo utilizó en la fuente de la calle Broad de Londres para atajar un violento brote de cólera que mató a 617 personas. Pese a la opinión generalizada de que la causa de la epidemia era el “mal aire” (de ahí malaria) que desprendía el agua estancada, Snow decidió investigar por su cuenta y reparó en que la alcantarilla que salía de la casa donde se había producido el primer fallecimiento pasaba muy cerca de la fuente, convirtiéndose en el padre de la epidemiología moderna. Pese a ello, todavía en la primera mitad del siglo XX sólo las ciudades españolas con potentes redes de distribución dosificaban cloro al agua corriente, lo que contribuyó a acentuar su sabor y abonó el terreno a la aparición de mitos.

“El cloro, junto con la penicilina, es la sustancia que ha salvado más vidas en la historia de la humanidad”, recuerda Miquel Paraira, director técnico del laboratorio de Aguas de Barcelona, donde se analizan las concentraciones máximas que pueden alcanzar los 53 tipos de compuestos que regula la UE para que el agua no perjudique a la salud.

El agua fluvial refleja el estilo de vida del momento. Los análisis permiten descubrir las drogas emergentes de cada ciudad o el consumo de cafeína

Este laboratorio centenario es el único de España que estudia los gustos y olores del agua, para lo que dispone de un panel de catadores que emite periódicamente dictámenes sobre la calidad organoléptica del agua. Aunque teóricamente el agua es inodora e insípida, en la práctica nunca es pura, sino que se presenta con minerales y sales disueltas. “El sabor del agua viene determinado por las características del terreno por el que discurre antes de ser tratada”, informa Parairas. El río Llobregat, por ejemplo, nace en unas montañas calcáreas y, durante su recorrido, pasa por las minas salinas de Súria y Cardona. Otros ríos mediterráneos, como el Júcar, el Turia o el Segura, también transcurren por cuencas calizas, lo que explica el sabor áspero del agua del grifo de muchas localidades costeras. Paradójicamente, los dietistas-nutricionistas aclaran que las llamadas “aguas duras” (como se denomina a las que tienen un alto contenido de calcio y magnesio) son mejores para la salud, como ha confirmado la OMS las cinco veces que ha revisado esta cuestión. En cambio, en las cuencas del norte peninsular, abundan los terrenos graníticos, por lo que el agua tiene menos sabor y se percibe más pura. Para los expertos, las aguas de Madrid, San Sebastián, Bilbao, A Coruña, Ourense, Burgos, Sevilla, Vitoria y Pamplona tienen fama de ser las mejores. Canarias, Baleares, Murcia, la Comunidad Valenciana y Catalunya figuran en el furgón de cola.

El agua fluvial refleja también cómo es el estilo de vida de cada momento. Si los análisis del laboratorio permiten descubrir, por ejemplo, las drogas emergentes de cada ciudad europea o el consumo de cafeína (sustancias que el tratamiento elimina hasta niveles indetectables), observando las puntas de consumo doméstico se saben los hábitos de la población. En Barcelona, por ejemplo, cuenta Ramón Creus, director de soporte operativo de Aguas de Barcelona, la mayoría se ducha a las siete de la mañana, los festivos a las diez.

El viaje del agua potable termina, tras descender por la red de alcantarillado, en la depuradora de El Prat, que evita diariamente que 80 toneladas de residuos terminen en las playas cercanas. En esta instalación del tamaño de 37 campos de fútbol, el agua vuelve a ser tratada durante 17 horas, de modo que cuando es expulsada en el mar, a 3,5 kilómetros de la costa, es completamente cristalina. Según Javier Santos, el jefe de planta, el agua regenerada tiene una calidad tal que se puede llegar a infiltrar en el acuífero del Llobregat. A su vez, los lodos obtenidos, ricos en carbono, se usan para crear energía renovable, mientras los contaminantes que lleva el agua, una vez separados, se concentran para generar biogás, una fuente de energía de gran valor. A título informativo, en lugares como Singapur, Australia y California, una vez el agua se depura, retorna directamente hasta la planta potabilizadora por una tubería, ya que el agua regenerada tiene más calidad que la de los ríos de los que se capta.

No obstante, cuando Enrique Cabrera, catedrático de Mecánica de Fluidos en la Universitat Politècnica de València y autor o editor de 32 libros relacionados con el líquido elemento, pregunta en clase cuántos de sus 60 alumnos beben agua del grifo, sólo seis de ellos levantan la mano en la capital del Turia. Aunque el agua del grifo no genera residuos y es, como mínimo, igual de sana que la envasada, esta última continúa ganando adeptos, pese a que, curiosamente, “cuando se celebran catas a ciegas, el agua del grifo queda entre las tres primeras”, revela.

Este experto confirma que el agua que bebieron en su día Atila, el rey de los hunos; Cleopatra, la reina de Egipto; Madame Curie en su laboratorio y David Bowie al componer Space Oddity es la misma que hoy cae en forma de lluvia. Cabe recordar que el ciclo hidrológico funciona como un circuito cerrado (evaporación, condensación, lluvia, escorrentía, recogida en ríos y acuíferos y… vuelta a empezar), por lo que sólo cambia, básicamente, el estado en el que se presenta el agua: sólido (nieve, hielo), gaseoso (nubes, vapor de agua) y líquido (mares, ríos, acuíferos). “También será la misma agua que beberán los recién nacidos en el siglo XXII”, añade Cabrera. No en vano, y pese a la leyenda urbana de que brindar con agua trae mala suerte, poder seguir viendo caer la lluvia por el grifo y atraparla en un vaso sería, sin duda, un buen motivo de celebración en el año 2100.

MITOS SOBRE EL AGUA DEL GRIFO

“Es mejor poner el agua en la nevera para que se evapore el cloro”

Según Miquel Paraira, director técnico del laboratorio de Aguas de Barcelona, el cloro se evapora en mayor medida cuando el agua está a temperatura ambiente. “Lo que ocurre es que cuando la temperatura es más baja, se atenúa el sabor a cloro, aunque se evapore más lentamente”, precisa. En función del tipo de agua, el cloro puede tardar entre 7 y 10 días en desaparecer debido “a la materia orgánica natural que lo consume”, aclara este experto.

“Es más higiénico preparar los biberones con agua mineral”

Según el nutricionista-dietista Julio Basulto, autor de libros como Se me hace bola o Mamá come sano, no hay agua más segura que la del grifo, aunque sólo sea por el número de controles que pasa. Para este experto, “no hay necesidad de emplear aguas minerales para preparar los biberones, salvo que el agua no sea potable o contenga una cantidad desmesurada de nitratos”.

“El agua filtrada es más saludable”

Los filtros de carbón activo que se acoplan al grifo mejoran el sabor del agua, llegando a eliminar en algunos casos el cloro. Sin embargo, “no hacen que el agua potable sea más saludable sino, en todo caso, más perecedera, por lo que el consejo –sugiere Paraira– es no guardar esta agua durante mucho tiempo, sino consumirla pronto ante la posibilidad de que pueda contaminarse con patógenos”, así como ser muy estricto y sustituir el filtro en la fecha recomendada por el fabricante.

“El cloruro que incorpora el agua potable aumenta la cantidad de sal que ingerimos”

El cloruro que se halla  en el agua potable es muy distinto al de la sal común. Además, el 75% de la sal que tomamos no procede del salero, “sino que está presente en los alimentos precocinados, los embutidos o el pan”, informa Basulto. Según este experto, para igualar la cantidad de sal que diariamente tomamos a través de estos alimentos, “sería necesario beber unos 26 litros de agua del grifo al día”, estima.

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