Italia, la tradición está en su salsa

Gastronomía

En pocos años, la cocina vanguardista y el cruce de culturas han redibujado la gastronomía de muchos países. En Italia, sin embargo, los pequeños productores han emprendido el camino contrario, el que les ha llevado a investigar sus raíces culinarias y añadirlas a una manera de vivir y sentir la comida que huye de los experimentos.

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Elena Valzani atiende tras el mostrador de la pasticceria que lleva su nombre en el Viccolo del Moro

“Descubrí que la calidad de vida y el futuro estaban en el pasado”. Casi de un día para otro, Fabio Stivali hizo el viaje de vuelta más crucial de su vida: dejó un cargo de responsabilidad en una multinacional informática para convertirse en campesino de las tierras de sus abuelos, cerca de Roma. Ahora las mermeladas, los aceites y los condimentos de Gastronomia Storica Sermonetana se prueban en algunos de los mejores restaurantes de Italia. “Nuestra historia es un regreso a la tierra, a las raíces”. Hasta hace poco, Maddalena Giandomenico, como Stivali, también vivía de avión en avión. Era arquitecta en un estudio de Nueva York. La crisis de Lehmann Brothers la dejó sin empleo, así que regresó a casa y se hizo cargo del cultivo de los frutales de la familia, de los que salen las confituras Le Monfumine, que aúnan métodos tradicionales y sabores con toque exóticos.

“Nuestra familia está emocionada de que su proyecto haya vuelto a la vida 30 años después”. Los primos Antonio y Francesco de Luca crecieron con el recuerdo del mortífero terremoto de Avellino que a inicios de los ochenta se cobró más de 2.000 vidas y arrasó miles de negocios, entre ellos el de su familia. Se formaron como economistas y acabaron resucitando la centenaria empresa de su tío de confección de turrones y dulces que hoy en día pueden comerse en Inglaterra o Singapur bajo el sello Dolciterre. Iacopo Fabbri y Cristiano Settesoldi dejaron sus trabajos fijos de químicos textiles en Prato (Toscana) y fundaron I Due Mastri para dedicarse a su gran pasión, la cerveza artesanal, que en Italia ha experimentado una eclosión imparable. Paolo Farabegoli, quesero y fabricante de embutidos cuya empresa se llama Terre Romagne, buscó y rebuscó en manuales culinarios hasta dar con un método de conservación de sus salchichones: bañarlos en cera de abeja para que así saliera la humedad y entrase el aire. ¿Maquinaria? Ninguna. “Nuestra apuesta –ex­plica– es por la calidad, y eso pasa por la tradición y por pescar en el pasado”. “Con la calidad hay que ser intransigente, con eso no se juega nunca”, exclama Paolo Gennari, tercera generación de una familia cuyo nombre es sinónimo de parmigiano reggiano de alta gama y de larga maduración. “Somos devotos de esto”, murmura doña Maria Gennari cuando los clientes prueban por primera vez sus productos.

Muchos de los mejores artesanos del momento optaron en su día por dejar la oficina y lanzarse a cultivar el huerto o reflotar el negocio de padres y abuelos

Tradición, pasado, raíces, artesanía y una evocación constante al trabajo, las recetas y las fórmulas de los padres, abuelos y bisabuelos... Del mismo modo que otros países han revolucionado su gastronomía viajando al futuro, apostando por la creatividad y técnicas culinarias casi de ciencia ficción, abrazando productos de otras culturas, en Italia el camino ha sido a la inversa. Y no por variedad gastronómica. Prima la devoción por la esencia, la fidelidad a lo autóctono. Y la fórmula la siguen productores, restaurantes y tiendas de toda la vida. Y para muestra, los establecimientos tradicionales, sencillos o barrocos, que ilustran este reportaje.

En el país donde se asentó el movimiento slow food, donde se veneran conceptos como el de kilómetro cero y donde la pasta y la pizza pueden presumir de ser la mejor comida rápida del mundo, la idea de modernidad, fusión o cocina molecular se tiene poco en cuenta. Muchos de sus restaurantes estrellados (la Osteria Francescana de Massimo Bottura acaba de ser proclamado primero del mundo por Restaurant) han logrado galardones por reinterpretar, pero no reinventar, unos platos que no suelen alejarse de los cánones históricos. La mayoría de los platos que los concursantes del Masterchef Italia intentan sacar adelante para evitar il pressure test de la eliminación son recetas de lo más tradicionales. Es un hecho que cuando se habla de revolución en la cocina el país transalpino nunca aparezca por delante de España, Dinamarca, Suecia, Francia, Reino Unido, y últimamente Perú, Brasil o Bélgica.

En Italia, los grandes chefs internacionales que con sus libros son superventas en numerosos países apenas tienen éxito, salvo Gordon Ramsay. Lo certifica Paolo Sasso, responsable de la editorial Guido Tomasso, dedicada a la gastronomía y que suele presentar sus novedades en Pitti Taste. Esta es una feria culinaria que se organiza cada año en Florencia y donde los protagonistas son los pequeños o medianos negocios familiares y artesanos como Fabio Stivali, Maddalena Giandomenico o los primos De Luca. “En este país, la tradición pesa mucho, y más en la gastronomía –explica Sasso–. A veces se dice que en un país hay tantos entrenadores de fútbol como habitantes; en Italia todos llevamos un cocinero dentro, un cocinero tradicional que tuerce el gesto ante cualquier muestra de experimentación. Eso se ve en las ventas. Los libros con más éxito siempre se refieren a los recetarios tradicionales de la cocina regional, sea toscana, siciliana…, a los libros sobre cocina vegetariana, vegana o sobre masa madre para hacer pan en casa. Al italiano –insis­te– le interesa más lo que pueda cocinar él en sus fogones que lo que le pueda proponer un chef estrellado”, sentencia.

En Pitti Taste no hay apenas marcas de pasta, salsa de tomate, aceite o panettone, por ejemplo, que le puedan sonar a un consumidor medio español. Las grandes marcas no tienen cabida porque forman parte de otro apartado, el industrial. Los productores más pequeños se debaten, eso sí, en el siempre difícil equilibrio entre producción, ganancia y calidad. Pero suele ser este último concepto el que suele llevar al dinero y a una producción limitada. Muchos de estos artesanos saben que crecer en demasía puede desnaturalizar su producto y que la tentación de producir un poco más y entrar en el circuito de los supermercados puede tener un efecto perverso. “La idea de producir no pasa por el cuánto, sino por el nivel de calidad que puede alcanzar a todos los niveles, desde el producto en sí hasta la manera de presentarlo”, detalla Beatriz Gimeno, una zaragozana que ha echado raíces en los olivares milenarios del golfo de Sorrento, desde donde impulsa una amplia gama de aceites bajo el sello de L’Arcangelo. “La gran diferencia entre los españoles y los italianos –apunta Gimeno– es que a nosotros nos gusta comer más cosas de fuera e incorporarlas a nuestros platos, a los italianos no”. “La innovación no es para reinventar el producto, sino para mejorarlo”, añade su marido, Constantino Russo, mientras muestra una botella de aceite especial para el consumo de niños pequeños con una presentación especial, otra ossessione italiana.

Los productores investigan hacia el pasado para hallar la receta justa y hacia el futuro para dar con el envoltorio más vanguardista

Para Enrico Galli, director del sello Capitelli, que elabora jamón cocido desde hace 40 años, “a la gente ya no le interesa la cantidad, sino más bien la calidad, el juego culinario, probar cosas diferentes”. Capitelli es una empresa con una planta de tamaño respetable, que ha tenido la oportunidad de ampliar instalaciones… y no lo ha hecho: “No hemos querido agrandar la fábrica porque eso suponía aumentar las remesas. ¿El producto hubiese tenido la misma calidad? Es mejor quedarnos como estamos”. En los últimos años, casi toda la partida presupuestaria que esta salumeria ha destinado a investigación y desarrollo se ha centrado “en investigar cómo se hacía y qué sabor tenía el jamón cocido de antes”.

Cuando la ecuación entre producción, ganancia y calidad está resuelta, el siguiente paso de estas pequeñas empresas familiares artesanas italianas es que el producto no sólo esté muy bueno, sino que con apenas ver el envase, lo parezca: que entre por los ojos además de deshacerse en la boca. Las recetas centenarias no se tocan; sin embargo, la presentación del producto puede ser todo lo vanguardista que se quiera. Así, los productores de aceite están innovando con botellas de vidrio que incorporan etiquetas rompedoras y de diseño o con jarras de cerámica pintada de colores vivos. Algunas marcas de cerveza artesanal como la de San Quirico han optado por vender su producto en botellas inspiradas en las de champán. Fabio Farabegoli, que buscó la receta benedictina de la cera recubriendo el embutido, decora sus quesos con grano, flores silvestres o el heno sobre el que reposan para que maduren y adquieran un gusto herbáceo. Hasta los tarros de tomate troceado o triturado de firmas como Verde Abruzzo, de Gianni Fragassi, o los de Masseria Dauna, de Saveria Pozzuto, son un regalo del diseño para los ojos. Los primos De Luca han destinado parte de las ganancias a diseñar envases para que el turrón se venda todo el año. El producto atrae a primera vista, aunque casi siempre sea el sabor y no el celofán el motor de estas historias.

Nino Lisinicchia tiene la suya. Un día, hace unos cuantos años, este hombre de negocios italiano afincado en Barcelona estaba comiendo con unos clientes en un restaurante llamado Villa Coralo, en Sant’Omero. Luego tenía que proseguir la ruta, 400 kilómetros hacia el norte, a Como. “Mis planes cambiaron –rememora– cuando probé un plato de pasta increíblemente delicioso. Eran unos paccheri, una especie de macarrones, con una salsa de tomates del tipo pacchino, que son pequeños. Fue un enamoramiento. La salsa estaba muy buena, pero lo que me resultó tan diferente era la pasta, que había absorbido la salsa a la perfección”. Lisinicchia preguntó qué tipo de pasta era y quién la producía. “No es que me desviara de la ruta, es que fui hacia atrás. En vez de seguir al norte me volví de nuevo hacia el sur, recorrí 200 kilómetros de más”. El empresario, que se dedica a la ropa pero también a la alimentación, especialmente al jamón de jabugo (Flor de Isamor), descubrió el producto de un antiguo pastificio, Verri­gni, que tiene su origen en 1898 y que se sirve en restaurantes de altos vuelos. Muchos años más tarde, Lisinicchia conversa en la feria florentina con Francesca Petrei, de esa firma, y de su secreto, el corte (o trafilato) de la pasta no en moldes con cuchillas de bronce, sino con unas de oro, lo que le confiere una calidad especial que, según explica, la acerca a la pasta “de los abuelos”. El grano de Valentini, que proviene de una famosa finca de vinateros y que es el más apreciado en Italia, también suma. Y por si faltara algo, los espagueti se venden dentro de una caja de cartón duro con diseño exclusivo. “El oro no es una cuestión de lujo, no tiene nada que ver con eso, sino que permite mejorar el corte de la pasta”, comenta Francesca ­Petrei.

La cooperativa Pastai Gragnanesi, en Gragnano, la meca de la pasta, nació casi un siglo después de Verrigni, pero su empeño es el mismo: seguir a los antiguos maestros del arte bianca en la medida de lo posible. “Trabajamos con el mismo grano, las mismas técnicas y la misma agua que en otros tiempos, pero hay procedimientos que ya no se pueden imitar –reconoce Rosaria Cinque, una de los 21 miembros de la cooperativa–. Por ejemplo, los antiguos maestros secaban la pasta en calles privadas. Por un lado se secaban con el viento de la montaña, y por el otro, con la brisa marina; ahora, con los coches que circulan y la contaminación, eso ya no es posible”. Su reto ha sido buscar el tiempo óptimo de secado (entre 24 y 48 horas, en la producción industrial suelen ser 6) y la temperatura justa (entre 43 y 48 grados, por los 80 de las grandes plantas).

“El viaje es hacia atrás”, resume con maestría Angela Concu, la mujer de Fabio Stivali, el exejecutivo informático, que da a probar unas cerezas salvajes con licor que ya formaban parte del menú del día en tiempos de Lucrezia Borgia, cuyo castillo está en Sermoneta.

El aroma del licor se mezcla con la molienda del vero café italiano del stand de al lado y con el del chocolate de enfrente y también con uno de avellanas molidas con el que se hace una crema de cacao que no admite comparaciones. Los maestros pizzaioli, con Renato Fosco al frente, debaten hasta dónde se puede innovar en el campo de la pizza. Los artesanos del tomate abren los botes de las esencias para que los visitantes huelan el elixir, la pulpa que mueve la cocina italiana. A cada tres metros hay una historia, mucho sabor y hasta guiños de humor. En el puesto de Pasticceria Marisa, pastelería cercana a Venecia y regentada por el campeón del panettone Luca Cantarin, parecen disculparse por no ser lo bastante antiguos: “Confeccionamos dulces sólo desde 1912”.

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Silvia corta mortadela en el Fornaio (Via dei Baullari, 5-7)

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La tienda de salsas Ruggeri en Campo de Fiori, 1, en Roma

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Carmine Orelli, al frente del puesto de huevos de su pollería en la plaza del Biscione de Roma

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El signor Roberto atiende a la clientela en su Antica Caciara (Via di San Francesco a Ripa)

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