El escritor que miraba los pájaros

Jonathan Franzen

Jonathan Franzen, el novelista más popular de Estados Unidos, abre las puertas de su apartamento en Manhattan con ocasión de la publicación de su nueva novela, 'Pureza', para hablar de su pasión por observar aves, de sus padres, de la depresión que superó y de cómo las grandes empresas de internet se están convirtiendo en los nuevos dictadores.

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Franzen abre la persiana desde la que a veces, “sobre todo en primavera”, consigue avistar un buen ejemplar de ave

Hay un dato que impresiona a los vecinos de este bloque de apartamentos en la calle 81 Este de Manhattan: el chico del piso de arriba es uno de los nueve escritores vivos que han sido portada de la revista Time, como en su día lo fueron Hemingway o Faulkner. “Antes que el chaval –dice el portero uniformado, obviando que tiene ya 56 años, mientras acompaña a los enviados del Magazine al ascensor– sólo habían salido gigantes como Tom Wolfe o Stephen King”. En su caso, el titular fue, además: “El gran novelista americano”, como si finalmente, tras décadas de búsquedas infructuosas, Estados Unidos hubiera conseguido hallarlo. Franzen abre la puerta, sonríe suavemente y, con aire despistado, invita a los forasteros a sentarse a una mesa de madera al lado de la cocina y les ofrece café y plátanos con la misma alegría con que otros de sus colegas ofrecen licores. “No tengo mucha cosa, paso más tiempo en Santa Cruz (California), junto a mi pareja de hace más de diez años, la escritora Kathryn Chetkovich, porque mi suegra está muy mayor”.

“Soy capaz de observar aves durante doce horas seguidas, me sume en un estado de felicidad. Empecé aquí, en Central Park, fue como la visión de Pablo”

Hay unos prismáticos en la mesa. Son para avistar pájaros, su gran afición. De hecho, se sabe que acepta invitaciones para festivales literarios en función de la proximidad o no de un parque natural con riqueza ornitológica. “Soy capaz de observar aves durante doce horas seguidas –asegura–, y no me cansa, me sume en un estado de felicidad. Empecé a hacerlo en 1999, tras la muerte de mi madre. Me fui a Hat Island, una franja boscosa cerca de Everett, en Washington. Allí vi mi primer carpintero norteño y pensé que su belleza me recordaba a mi antigua novia. Fue algo casual hasta que, poco después, me enamoré de Kathy, que está loca por los animales, y, de hecho, fueron su hermana y su cuñado ornitólogos los que me aficionaron en serio, me llevaron a Central Park en primavera y allí vimos un tordo y toda una serie de especies migratorias que parecían joyas de colores en medio de la jungla urbana. Fue como la visión beatífica de Pablo en su camino a Damasco. Los pájaros me hacen feliz como nada al aire libre me lo ha hecho. Tal vez porque no tengo hijos... Es difícil superar el esplendor de un guacamayo, aunque siento una especial debilidad por el rascador californiano, una especie muy común aquí, y que encierra el misterio del amor: parece un pájaro corriente, pero está lleno de detalles si lo miras detenidamente, cada vez le aparecen maravillas nuevas”.

Franzen nació en Chicago, pero creció en un barrio de San Luis (Misuri). Algo de su aparente rigidez podría venirle de sus estudios universitarios en el Swarthmore College, institución fundada por los cuáqueros a mediados del XIX y donde se licenció en Alemán. Entre sus exalumnos ilustres, encontramos desde un premio Nobel como el biólogo David Baltimore hasta el político demócrata Michael Dukakis pasando por otros escritores menos conocidos como Norman Rush o Adam Haslett.

Un ejemplar de Pureza, su última novela, de casi 700 páginas, descansa en el sofá. Sus páginas esconden la historia de la joven Purity Tyler –o Pip, para los amigos–, que acaba de licenciarse y se busca a sí misma entre okupas, webs de investigación o líderes anticapitalistas, mientras arrastra el trauma de un padre desconocido. Los medios de comunicación destacan, sobre todo, el ataque que contiene el libro a las grandes empresas de internet: Facebook, Google, Amazon, Twitter… Tan furibundas son sus opiniones al respecto que le valieron ser criticado por Salman Rushdie. “Hemos tenido alguna discrepancia con mi vecino Salman –admite Franzen–, él me conminó a retirarme a mi ‘torre de marfil’ porque rechazo estar en las redes sociales. Pero, con el tiempo, él se ha sentido también agobiado y devorado por Twitter. Al mundo le han dado algo que no pidió, para que consumamos más, y encima nos lo visten de retórica progresista, como si ver la foto de la tortilla que un amigo se está comiendo en Barcelona fuera un gran avance”.

“Al escribir ‘Libertad’ sentí que no ser padre me privaba de algo básico para describir a mis personajes. Quise adoptar, pero mi pareja y mi editor me lo quitaron de la cabeza”

Si uno de los personajes de su novela Libertad, Walter Berglund, se inspiraba en el profesor Michael Martone –especializado en escribir falsas biografías–, que Franzen tuvo durante el curso 1979-80 en su estancia en Munich, Pureza tiene su origen en sus años de estudiante en Berlín (1981 y 1982), con una beca Fulbright. Allí, “conocí a algún personaje como el Andreas del libro. Un joven poeta que tenía problemas con el gobierno de la RDA y se refugiaba en las iglesias. Allí, mientras vivía en el sótano y seducía chicas, estaba convencido de ser el hombre más importante del país. Era un estúpido, el tipo de persona obsesionada en ser líder político que se convierte en disidente, dueño de un gran ego. Como esos gilipollas que buscan la fama. La fama y el poder despojan a quien los tiene de su condición de persona para convertirlo en un objeto en el que la gente proyecta cosas, su idealismo, su rabia, lo que sea. Y no puedes quejarte, porque tú querías eso”.

Al acabar sus estudios en Alemania, Franzen se casó con Valerie Cornell y se instaló en Boston, decidido a ser escritor. El matrimonio duró de 1982 a 1994. Cuando se separó, tenía serios problemas económicos –“me encaminaba hacia la bancarrota”– y su obra literaria no acababa de despegar, por lo que se puso a impartir clases de Literatura, que acabaron de sumirlo en un estado depresivo, dado el escaso interés de sus alumnos.

Había debutado, a los 29 años, con Ciudad 27, ambientada en San Luis, la ciudad donde creció. Cuatro años después, en 1992, publicó Movimiento fuerte, sobre una familia disfuncional, los Hollands, cuya descomposición transcurre en paralelo a los temblores de tierra en la Costa Este. “No fue mi caso, afortunadamente –replica–, mi infancia fue bastante normal y mis padres perfectos, aunque su matrimonio puede calificarse de todo menos de feliz. Mi madre era recepcionista en la consulta de un médico, él era ingeniero y trabajaba para el Gran Ferrocarril del Norte, se conocieron en las clases vespertinas de Filosofía de la Universidad de Minnesota. Permanecían juntos por el bien de sus hijos”.

La fría acogida del público a esos primeros libros fue templando su carácter. Y todo cambió en el 2001, cuando Las correcciones se convirtió en un fenómeno planetario (ha vendido ya más de tres millones de ejemplares). Él la ve como “una saga familiar sobre tres sofisticados urbanitas de la Costa Este que a intervalos añoran y rechazan los suburbios del centro donde viven sus padres”. Ganó todos los premios posibles en su país e incluso fue invitado a participar en el show televisivo de Oprah Winfrey. Sin embargo, antes de acudir al plató, concedió una entrevista donde manifestaba sus temores de aparecer en el programa de, digamos, la Ana Rosa Quintana local porque “a mí me gustaría tener un público lector masculino y más de un hombre me ha dicho: ‘No pensaba comprarme su libro porque si lo recomienda Oprah debe de ser para tías’. Creo que es un club del libro algo sensiblero”. La presentadora se indignó tanto que canceló la entrevista prevista y dio paso al siguiente libro de su lista. Ese gesto de rechazo le otorgó una popularidad enorme. Nueve años después, cuando publicó Libertad, hicieron las paces y aceptó acudir al espacio.

A pesar de ser venerado en Estados Unidos, hay algo que le disgusta profundamente de la sociedad de consumo. “Esto es un país de pícaros, de espabilados, de sálvese quien pueda y tonto el último. Disparo contra ese gobierno en la sombra que es Silicon Valley –donde se alojan las grandes empresas tecnológicas–, critico la falsa ilusión de libertad que nos venden, jamás me compraría un Mac... Ustedes en Europa saben también de lo que hablo. Las grandes decisiones en su continente las toman los banqueros, ¡técnicos financieros! ¿Qué mundo es ese? ¿Por qué mandan ellos? Se ríen de la democracia y la voluntad del pueblo”.

Curiosamente, dice no temer estar entregando demasiados datos suyos a las redes. “Eso es algo voluntario. Y, en cuanto a la privacidad, no quiero que me expliquen con quién se va a la cama el presidente, pero sí que estoy dispuesto a renunciar a algo de intimidad a cambio de grandes beneficios en salud, seguridad o eficacia, como el control de alcoholemia o pagar el peaje con tarjeta de crédito. El problema es que estas empresas de internet tienen una concepción mesiánica del mundo. Dejamos a estos monstruos configurar nuestra identidad. Vivimos las cosas sólo en fotografías que compartimos en Facebook. Las redes están sustituyendo a nuestra memoria”.

Ojo, que de sus críticas no se salva ni el mundo de Wikileaks. El personaje del gurú Andreas se parece a Julian Assange. “Ambos son narcisistas y sufren de compulsión sexual. Nos hacen creer que la mera revelación de secretos es la democracia, ¡vaya barbaridad! Hay secretos que deben seguir siéndolo, y los otros sólo cobran valor cuando son analizados y puestos en contexto por los verdaderos periodistas, expertos, gente a la que es difícil engañar”.

La enfermedad mental es una característica de varios de sus seres de ficción. “He tenido amigos íntimos, como David Foster Wallace, internados en hospitales mentales. A David lo añoro mucho, teníamos una sana rivalidad. Él se quitó la vida de un modo calculado para infligir el máximo dolor a aquellos que más lo querían, y nos quedamos con una sensación de rabia. El establishment literario, que nunca había seleccionado siquiera uno de sus libros entre los candidatos a un premio nacional, lo declaró entonces unánimemente un tesoro nacional perdido. Es difícil determinar quién está loco y quién no, yo mismo pasé una depresión, a principios de los noventa”.

Franzen no ha tenido hijos. “Al escribir Libertad, la historia de una familia durante décadas, sentí momentos de desesperación y creí que el hecho de no haber sido padre me impedía conocer ciertas cosas útiles para la escritura. Tuve la seria intención de adoptar un refugiado iraquí, pero el impulso me duró unos meses. Mi pareja era absolutamente indiferente, y encima mi editor en The New Yorker me dijo: ‘Jonathan, mucha gente puede tener hijos, pero pocos pueden hacer novelas como las tuyas’. Ahora ya tengo una edad. En fin... ¿Quieren otro plátano? ¿Una manzana, tal vez?”.

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El salón donde Franzen come y recibe a las visitas

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El maletín de piel con el que Franzen pasea contiene libros, cuadernos y, siempre, unos prismáticos

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El timbre de su puerta, sin identificar al residente, señala “voluntariamente dejado en blanco”

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Franzen de niño (derecha, con pajarita), en la graduación de su hermano mayor, junto al padre de ambos (izquierda)

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