Las dos vidas de Marinaleda

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El pueblo andaluz de Marinaleda se pone a veces como ejemplo de alternativa al capitalismo. Los vecinos apenas han notado la crisis y todos tienen casa y empleo. Sin embargo, la otra cara de este feudo comunista es que apenas hay trabajos cualificados, los que quieren emprender lo tienen difícil, y criticar al alcalde y su gestión puede valer el despido.

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Cartel en una calle de Marinaleda, donde no hay reclamos publicitarios, pero sí consignas y lemas

A primera vista, Marinaleda, con sus casas blancas y sus naranjos, parece un pueblo andaluz cualquiera. Pero un enorme retrato del Che Guevara en el polideportivo, una calle con el nombre del revolucionario y la ausencia de carteles publicitarios dan las pistas de que esta no es, ni por asomo, la típica localidad española.

“Una utopia hacia la paz” es el lema de esta población de 2.700 habitantes, donde el alcalde comunista, Juan Manuel Sánchez Gordillo, reelegido con mayoría absoluta hasta diez veces, lleva ya 36 años gobernando. La mayoría de los habitantes trabaja para la cooperativa, en la que todos, independientemente de su puesto, ganan lo mismo: 47,50 euros por una jornada de seis horas y media de trabajo. Al mes, unos 1.200 euros, cerca del doble del salario mínimo. Y si alguien no tiene trabajo, puede vivir sin apenas estrecheces con el paro, ya que una vivienda no cuesta más que 15 euros al mes, y ciertos servicios sociales que en otros lugares son muy caros, como por ejemplo la guardería, son casi gratuitos.

Muchos vecinos trabajan para la cooperativa, en la que todos, sea cual sea su puesto, ganan lo mismo (47,50 euros) por una jornada de seis horas y media de trabajo, unos 1.200 € al mes. Alquilar una casa vale 15 euros al mes

La clave del éxito de Marinaleda está en el fértil terreno agrícola de 1.200 héctareas que rodea al pueblo. “Este cortijo es para los jornaleros en paro de Marinaleda”, es la frase que figura en el muro que da entrada a la finca conocida como El Humoso. Hoy en día el terreno es propiedad de la cooperativa del pueblo, pero hace 25 años pertenecía al duque del Infantado, que, según los habitantes, lo dejaba sin cultivar. Entonces, Marinaleda era un pueblo de jornaleros muy pobres, donde más del 60% no tenía ni empleo ni ningún tipo de ingresos. Debido a la falta de trabajo, gran parte de la población tuvo que emigrar.

A principios de los ochenta, los habitan­tes empezaron una lucha, dirigida por el entonces recién elegido Sánchez Gordillo, para reclamar El Humoso. La lucha duraría 12 años, durante los cuales Gordillo organizaba huelgas de hambre y ocupaciones de tierra que duraban semanas. Finalmente las protestas dieron su fruto, y en 1991 los habitantes obtuvieron los derechos de explotación de la finca. Poco después se fundó la cooperativa y, más tarde, la conservera y la almazara. Hoy en día tanto el trabajo en el campo como el trabajo en la fábrica y en la almazara se reparten entre los habitantes del pueblo. Las ganancias de la cooperativa se invierten en nuevos empleos. El alcalde y los ediles no reciben sueldo por sus tareas en el Ayuntamiento.

La conservera se halla en un pequeño polígono. En la fachada principal hay grandes dibujos de las verduras que se cultivan; habas, alcachofas, pimientos del piquillo y pimientos morrones. En la fábrica se procesan y enlatan las verduras que se producen en El Humoso. Al lado de la cinta continua, hay unas 30 mujeres con chalecos de color verde menta y cofias blancas que les cubren el pelo. Con gran velocidad y destreza quitan los rabillos a la enorme cantidad de pimientos que pasan cada minuto. Ascensión Torres, de 48 años, trabaja allí todas las mañanas desde las seis hasta las dos y media. “Ahora vivo bien

–cuenta–, pero de niña pasaba mucha hambre. Mi padre trabajaba de vez en cuando para el duque del Infantado, pero apenas le pagaba. Siempre nos faltaba de comer. Aquí no tener trabajo era lo normal”.

Torres recuerda que de niña iba todos los días con su madre al campo para ocupar la tierra. “¿Qué hacíamos allí? Nada, sentarnos. Hasta que venía la policía y nos echaba. Pero siempre volvíamos al día siguiente, como si no hubiese pasado nada”.

“Ahora vivo bien, pero de niña pasaba hambre; mi padre trabajaba de vez en cuando para el duque del Infantado, apenas le pagaba, siempre nos faltaba de comer, aquí no trabajar era normal”, Ascensión Torres (48 años)

La compañera de Ascensión, María Isabel Montesinos, de 47 años, lleva ­desde los 29 trabajando en la fábrica, por lo que se siente agradecida cada día. “Estoy muy contenta con este trabajo. Trabajar en el campo, como hacía antes, es mucho más duro”. María Isabel fue una de las ­primeras en instalarse en una de las viviendas promovidas por el Ayuntamiento. Ahora el pueblo cuenta con 250. El mecanismo para obtener una es el siguiente: el Ayuntamiento proporciona los terrenos, los albañiles y el arquitecto; la Junta de Andalucía, los materiales, y los futuros inquilinos, su propia mano de obra. El ­precio que pagar, 15 euros al mes. Aunque es una hipoteca, en la práctica es un alqui­ler, pues nadie llega a pagar el precio completo de la casa y nunca llegan a tener las escrituras. Y el Ayuntamiento lo prefiere, pues no quiere que se vendan a terceros. Así, dicen, se evita la especulación. María Isabel presume: “Tengo mi propia casa y dos coches. No se puede desear mucho más, ¿verdad? Todo esto se lo debo al alcalde”.

Virginia Sánchez, de 32 años, está sentada en la barra de uno de los tres únicos bares del pueblo. No ha tenido que pasar por las penurias de María Isabel para estar segura de no querer cambiar su pueblo por ningún otro sitio del mundo. “Aquí simplemente vivimos mejor que en el resto de Andalucía”, cuenta. “Mis amigos de los pueblos de alrededor me tienen muchísima envidia”. Virginia no tiene apenas gastos. Vive con su marido y sus dos hijos pequeños en una casa de 15 euros al mes. La guardería de su hijo menor es muy barata, y a su hijo mayor en la escuela le dan tres comidas diarias gratis. Virginia trabaja todas las mañanas de ocho a tres y media como jornalera en El Humoso. “Dejé de estudiar cuando tenía 16 años para ponerme a trabajar en la fábrica”. Es la norma habitual. Prácticamente todo el mundo abandona los estudios al terminar la ESO. “Si quieres estudiar bachillerato, tienes que irte a Estepa, el pueblo más cercano que cuenta con instituto”, cuentan María José Bermúdez y Yamira Prieta, dos jóvenes trabajadoras de la conservera. Como ellas, sus amigos tampoco han seguido estudiando después de la ESO. “Todo el mundo que conocemos se ha puesto a trabajar”.

Indira García, de 22 años, es la excepción que confirma la regla. Estudia Ciencia y Tecnología de los Alimentos en la Universidad de Granada, pero este mes ha vuelto a Marinaleda para trabajar en la conservera como técnico de control de calidad. No le importa faltar a clase. “Me gusta ayudar en la fábrica”, explica. Toda la familia de Indira trabaja allí. “Aquella es mi madre”, dice señalando a una mujer que está trabajando en la cadena de producción. Su padre trabaja en El Humoso. Indira habla abiertamente, pero al preguntarle su opinión sobre si criarse en un pueblo comunista es muy diferente de hacerlo en cualquier otro municipio español, responde nerviosa que le parece una pregunta demasiado política. A partir de ese momento empieza a hablar con cautela. Cuando se le pregunta si en un futuro le gustaría trabajar en Marinaleda responde nerviosa con un “claro”. Nos dice que lleva cinco años en la lista de espera para una casa municipal y que le gustaría tener un trabajo fijo en la fábrica en el control de los productos. “Es decir, si hubiera trabajo”, añade vacilante.

Porque aunque en teoría todo el mundo en Marinaleda tiene empleo, la realidad es algo más complicada. Indira finalmente reconoce que suele pasar que entre temporadas de cosecha no haya trabajo, y que esta situación puede durar un mes o mes y medio. “En estos periodos no ganas nada y dependes de los subsidios”, revela. Además, para gente con estudios, como ella misma, hay pocas posibilidades laborales aparte del empleo en la cooperativa, entre otras razones porque las empresas grandes que podrían ofrecer puestos cualificados tienen vetada la entrada al municipio.

“Quien dice algo negativo sobre la gestión del alcalde Gordillo acaba en una lista negra de gente a la que no se le da trabajo. (...) Si el alcalde se entera de lo que he dicho, apaga y vámonos”, dice un vecino que prefiere dar un nombre falso

En la calle se ven varios grupos pequeños de hombres. Pasan horas sentados charlando en las terrazas de los bares del municipio. Parecen aburridos. Al preguntarles si no trabajan contestan secamente: “Hoy no”. Da la sensación de que no tienen muchas ganas de hablar. Parecen tener miedo a decir algo que pueda jugar en su contra. Después de unas horas en el pueblo, se hace evidente que hay muy pocas personas como Virginia e Indira que estén dispuestas a ser entrevistadas. “Ahí no me meto”, contesta la camarera de uno de los bares al preguntarle qué le parece la gestión del alcalde. La chica que atiende en la farmacia del pueblo tampoco quiere abrir la boca, ni siquiera se atreve a explicar por qué no quiere responder a las preguntas.

Aunque se muestra reacio al principio, Miguel Gómez, de 29 años, finalmente accede a hablar y cuenta que trabaja en la ganadería de su suegro. Los seis amigos que están sentados junto a él en la terraza de uno de los bares observan en silencio la conversación, pues prefieren estar callados. Gómez recuerda que antes de la crisis trabajaba como electricista en los pueblos de alrededor. Pero desde hace siete años no encuentra faena de lo suyo. Al preguntarle por qué no trabaja para la cooperativa, vacila y se calla. La conversación con Miguel se ve interrumpida porque ve a lo lejos a una persona que se acerca al bar. “Es de los suyos”, aclara después.

Visita al alcalde. Sánchez Gordillo recibe a Magazine en su casa. Vive en la calle de enfrente del Ayuntamiento, en una de las viviendas de promoción municipal que él mismo ayudó a construir con sus propias manos hace diez años. Sánchez Gordillo está envejecido y parece enfermo. Cuesta creer que se trata de la misma persona que hace tan sólo tres años y medio asaltó un supermercado del pueblo vecino para dar de comer con los alimentos sustraídos a familias sin recursos. Sigue ejerciendo la función de alcalde, pero admite que por razones de salud ha tenido que solicitar la baja como profesor de Historia en el instituto de Marinaleda y sobrevive con un subsidio de 400 euros que paga la Junta de Andalucía. Según Gordillo, de los empleos públicos ofertados en Marinaleda, la mayoría están en la cooperativa. El resto son plazas de profesor, en la guardería o en servicios sociales. Así que, según el alcalde, existen posibilidades laborales de sobra. Y para aquellos que no se sientan atraídos por esta clase de ocupaciones siempre existe la posibilidad de montar una empresa propia. En el pueblo hay un total de 20 negocios, entre ellos tres bares, dos farmacias y un salón de bodas. Al ser preguntado sobre la ausencia de grandes empresas, el alcalde reconoce que este tipo de negocios, como Carrefour, no son bienvenidos por, aduce, los bajos salarios que pagan y por su cultura de la especulación. Pero dice no poner traba alguna a aquellos habitantes con voluntad de emprender, siempre que el negocio que quieran montar no sea excesivamente grande. Pero cuando se le pregunta dónde está exactamente ese el límite, no sabe responder. Tampoco es capaz de recordar la cantidad de permisos para abrir un negocio que se han dado en Marinaleda en los últimos años.

Antonio Saavedra, vecino de 27 años, es camarero en un restaurante situado a la salida del pueblo. Trabaja allí media jornada y gana unos mil euros al mes. El resto del tiempo ayuda a su padre en la empresa familiar, una granja avícola. Antonio no quiere ni oír hablar sobre trabajar en la cooperativa. “¿No has visto a estos chicos que están todo el día en la calle? Se dice de este pueblo que hay trabajo para todos, pero desde que empezó la crisis ya nadie encuentra fuera, todos se quedan. Y como el trabajo se reparte, tienes suerte si te toca faena para más de seis días al mes”.

Desde hace tres años Antonio y su padre quieren ampliar el negocio familiar, fundado antes de que Gordillo fuera alcalde por primera vez. Sin embargo, se dan constantemente de bruces con la negativa municipal, pues no les dan la licencia y los permisos que necesitan. Quizás el modelo de negocio que plantean es demasiado ambicioso y excede esos límites inciertos marcados por el Ayuntamiento. “El alcalde simplemente no quiere que los habitantes emprendan. Llevamos tres años tratando de hablar con él, pero se niega a recibirnos”, dice frustrado. “Me encantaría salir de Marinaleda y montar un negocio, pero no puedo hacerlo porque mi padre está enfermo y soy el único que puede cuidarle”.

La dueña de una pequeña tienda en el pueblo dice saber por qué la gente de Marinaleda es tan reacia a hablar. “Quien dice algo negativo sobre la gestión de Gordillo acaba en una lista negra de gente a la que no se le da trabajo”, explica. Cuenta lo que le pasó hace poco a una trabajadora social. “Esta chica criticaba abiertamente a Gordillo. Ahora lleva ya un año sin trabajar”. Según la tendera, han sido muchos los habitantes que han tratado de hallar empleo en otros pueblos de Sevilla. Pero para alguien de Marinaleda no es fácil tener trabajo fuera. “En la mayoría de los casos los empresarios ni siquiera se molestan en echar un vistazo al currículum de alguien de Marinaleda. Piensan que aquí sólo viven revolucionarios y agitadores. Y eso les asusta”.

En una segunda visita al restaurante donde trabaja Antonio preguntamos por él y nos llevamos una gran sorpresa al recibir como contestación que no conocen a nadie con ese nombre. Resulta que Antonio Saavedra no es su verdadero nombre. “Si el alcalde se entera de lo que he dicho, pues, apaga y vámonos”, explica. “Aquí en Marinaleda es mejor callarte sobre las cosas que no te gustan”, añade. Nos pide que respetemos su anonimato en el artículo y declina dar más explicaciones.

Tanto en el Ayuntamiento como en el polideportivo y en la escuela figura el eslogan del pueblo: “Marinaleda, una utopía hacia la paz”. Pero parece a veces que hablamos más de una distopía. A los habitantes de Marinaleda se les da trabajo, sí, pero a la vez, se está comprando su silencio.

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Balas de heno en la finca municipal El Humoso

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Una vecina tendiendo la ropa en la acera de su calle

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Polideportivo municipal Ernesto Che Guevara, que también es el nombre de una calle

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La localidad, vista desde la lejanía

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Una jornalera mueve mantas en la recogida de la aceituna en El Humoso

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Un motorista pasa por la calle Gandhi, en el barrio de La Paz de Marinaleda

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Un olivarero selecciona las aceitunas que luego se transportarán a la almazara

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De izquierda a derecha, Virginia Sánchez, vecina de Marinaleda. El pastor de El Humoso (varios vecinos declinaron dar su nombre). Yamira Prieto, trabajadora de la conservera de la cooperativa. Jornalero encargado de preparar la tierra del invernadero. Un jornalero con la vara en plena campaña de la aceituna en El Humoso. Juan Manuel Sánchez Gordillo, el alcalde desde hace 36 años

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