Los vigilantes de las olas

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Cerca de la orilla, diferentes personas auscultan los movimientos del mar, analizan su comportamiento con fines diversos. Oceanógrafos, ingenieros hidráulicos, marineros, pescadores y surfistas coinciden en algo: las grandes olas aumentan de tamaño.

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El investigador Josep Lluís Pelegrí reconoce que las mediciones apuntan un aumento de tamaño de las olas. FOTO: MANÉ ESPINOSA

El 6 de enero de 2014 las costas españolas recibieron un regalo de Reyes inesperado: una gigantesca pared de agua de 27,81 metros de altura. El monstruo marino asomó la cabeza en el cabo Vilán, en la Costa da Morte (Galicia), convirtiéndose en la ola más alta medida en España. Tras estudiarla, los técnicos de la Red de Boyas de Aguas Profundas de Puertos del Estado dedujeron que se trataba de una freak wave (ola insólita), un fenómeno que suele producirse cuando dos olas que viajan a diferentes velocidades se encuentran y se unen en una más grande. Sin embargo, no quiere decir que se tratara de un episodio friki, en la acepción más extendida del término: en los últimos años, no es raro que las grandes olas aumenten de tamaño.

“Aunque mi padre me habló de olas enormes, las de ahora lo son más”, dice Primón Gallego, marinero de 64, quien añade que los temporales también son más intensos

Durante siglos, las peripecias de navegantes que se hacían eco de olas colosales, que dejaban torrentes de agua iracundos tras impactar en los buques, motivaron todo tipo de habladurías. Los oceanógrafos han confirmado, mediante sofisticados instrumentos de medición, que esas olas no son producto de alucinaciones, sino que son reales y cada vez más frecuentes.

De ello puede dar testimonio Andrés Gallego, un marinero de 64 años, nacido en Lastres (Asturias), cuyo padre naufragó en la famosa galerna de 1944, cuando una violenta borrasca azotó la costa y de repente pareció hacerse de noche en pleno día, momentos antes de que comenzara a soplar un viento enloquecido que hizo entrar el mar en ebullición. Pese a morir 13 marineros aquel día, entre ellos su tío, Andrés Gallego, Primón (el sobrenombre por el que se le conoce), decidió seguir los pasos de este y su padre y se enroló en un barco al cumplir los 21 años. Hoy, ya jubilado, transporta a bordo del Virginia a surfistas que se acercan al cabo de Luces (a unas dos millas naúticas de Lastres), a atrapar grandes olas.

¿Leyendas? de marinos

“Aunque mi padre me habló de olas enormes, las de ahora lo son más”, asegura Primón. “También los pescadores lo comentan. Temporales hubo siempre, pero actualmente son más potentes y duran más”, comenta este marinero que todavía guarda en la retina el tifón que sufrió en Tokuyama (Japón), a bordo de un barco que transportaba gas licuado, o el temporal –“bueno bueno”, dice– que padeció frente al cabo Hatteras, cerca de Nueva York, mientras navegaba en un petrolero de 45.000 toneladas. “El mar tenía tanta fuerza que nos paró la máquina dos veces. Las olas barrían la cubierta y arrancaban todo de cuajo, barandas, botes salvavidas, todo”, rememora.

Pese a estos recuerdos, Primón sigue yendo a encontrarse con estos muros azules que despiertan miedos y pasiones por igual. Algo parecido ocurre con los bañistas que juegan en la playa a esquivar su zarpazo, con los que salen salpicados del paseo marítimo los días de temporal o con los surfistas que atraviesan continentes enteros para cabalgar sus crestas.

La teoría es queal aumentar la diferencia de temperatura entre el ecuador y los polos, se originan mayores movimientos de aire, borrascas más fuertes y olas de mayor tamaño

Cientos de personas vigilan las olas diariamente. En ocasiones, se trata de un trabajo a jornada completa. Otras veces, los encargados de observar la respiración del mar son personas que han desarrollado un sexto sentido para analizar sus movimientos e interpretarlos.

Es el caso de Tony Butt. Para muchos lugareños, este británico que ha hecho del surf la razón de su vida es una de las personas que mejor conocen las corrientes del Cantábrico. Tras años inspeccionando los acantilados en busca de buenos rompientes, Butt puede presumir de conocer como nadie las olas gigantes; se ha pasado 30 años dando vueltas por el mundo con su tabla. “Es evidente que está pasando algo”, opina este doctorado en Oceanografía Física por la Universidad de Plymounth (Gran Bretaña), que decidió venir a vivir a España en 1999, atraído por las grandes olas del País Vasco.

“En el invierno 2013-14 –precisa– hubo las olas más grandes medidas en el Atlántico Norte. No las más grandes de la historia, porque esto no puede saberse, pero sí desde hace 50 años, desde que aparecieron los modernos instrumentos de medición. Ese año, hubo varios temporales y borrascas que engendraron olas que los oceanógrafos e ingenieros de costas calificaron estadísticamente con un tiempo de retorno de 50 años, es decir, que sólo ocurren dos veces en un siglo. El caso es que se registraron varias de este tipo en un mismo invierno, lo que obligó a reescribir los libros”.

Efecto del calentamiento

Para Butt, como para muchos científicos, el calentamiento global está detrás de la aparición de episodios extremos que se alejan de los valores medios. Una de las teorías que manejan los investigadores es que el calentamiento global está impactando de manera diferente en el ecuador terrestre y los dos polos. Al aumentar la diferencia de temperatura entre ambas zonas, se originan mayores movimientos de aire y, consecuentemente, borrascas más fuertes y olas jamás vistas.

Tal vez ello explique que en el Pacífico las grandes olas sean un metro y medio más altas que hace 30 años. Algo parecido está ocurriendo en el Ártico, donde el deshielo está ocasionando un fenómeno nuevo: la aparición de olas de cinco metros de altura, conforme la superficie helada se derrite y concede más espacio al mar abierto y al oleaje para aumentar de tamaño e intensidad.

El secreto de los surfistas es sentirse como una gota más de la masa de agua, asegura uno de ellos, Pablo Joglar

“Aunque hacen falta series más largas, creo que este fenómeno está ocurriendo”, confirma Josep Lluís Pelegrí, coordinador del grupo de investigación de Oceanografía Física del Instituto de Ciencias del Mar de Barcelona, organismo dependiente del Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC) donde trabajan más de 200 especialistas del mundo marino. “Debido al efecto invernadero, cada vez se acumula más calor en las capas bajas de la atmósfera. ¿Cómo intenta escapar? Creando grandes huracanes –señala–. También se habla de que cada vez hay más tornados que impulsan el aire muy rápidamente hacia las capas altas de la atmósfera. Es un simple mecanismo de evacuación del exceso de calor”.

En un despacho parecido a una cala apretada y asomando la cabeza entre acantilados de libros, Pelegrí explica que las olas que observamos en la superficie del mar son de dos tipos. Hay el oleaje local, que tiene lugar después de que una borrasca descargue su energía en esa zona donde uno vive. Normalmente, se trata de un oleaje desordenado donde muchas veces ni siquiera es posible distinguir la dirección en la que viajan las olas. “Pero cuando ya estamos lejos de la región donde tuvo lugar la tormenta nos encontramos con que la situación cambia: entonces, el oleaje llega muy bien definido, con longitudes de onda (la distancia entre cresta y cresta) de, usualmente, más de 100 metros y periodos (el tiempo que tardan dos crestas en llegar) de más de diez segundos”, aclara Pelegrí, en referencia al oleaje de fondo y a la lejana patria de donde proceden buena parte de las olas que nos visitan.

Largo recorrido

Muchas de las grandes olas que llegan a Galicia, Asturias, Cantabria y el País Vasco proceden de Groenlandia e Irlanda, pero también de Terranova (Canadá), epicentro habitual de potentes borrascas. Lo mismo sucede en otras partes del mundo: los ciclones que asolan Nueva Zelanda generan olas que llegan a las playas de Los Ángeles, en California, solo un día más tarde, tras recorrer 11.000 kilómetros sin verse obstaculizadas por masas de tierra (como islas y continentes) que desvíen las ondas que crean las borrascas, los seísmos y los cambios de presión atmosférica.

En nuestras antípodas, también infinidad de personas escrutan las olas por diferentes motivos. Los habitantes de las islas Marshall, en la Micronesia, utilizan mapas de olas para orientarse con sus canoas. Básicamente, se trata de un entramado de palos que representan las grandes corrientes del océano y el modo en que las islas las perturban, creando ondas. Mediante la posición y la curvatura de las ramas, los mapas de los nativos ilustran los patrones de oleaje de cada zona.

La construcción de defensas marinas podría ser una de las ocupaciones de este siglo al subir el nivel del mar, advierten algunos expertos

Igualmente, los percebeiros tienen un conocimiento ancestral de las olas. No pierden ojo a los desplazamientos del agua, mientras se sujetan a las rocas como pueden. La conjetura más extendida es que las olas viajan agrupadas de tres en tres hasta formar grupos de nueve, siendo las tres primeras las más pequeñas, las siguientes de tamaño mediano y las tres últimas las grandes. Y así sucesivamente.

El problema de esta teoría son las excepciones. Aunque las olas tienden a establecerse en grupos de viaje más o menos estables y predecibles, están sujetas a la caprichosa acción del viento y a la velocidad de sus ráfagas.

“Cuando intento explicar porqué las olas se agrupan, pongo el símil de la maratón de Nueva York”, indica Raúl Medina, director del Instituto de Hidráulica Ambiental de la Universidad de Cantabria. “Las olas que se forman en Groenlandia y alcanzan la costa gallega, salen todas juntas, como ocurre con los maratonianos, pero llegan a la meta agrupadas en diferentes grupos por viajar a distinta velocidad”, aclara este catedrático para indicar que no se puede predecir la periodicidad de las olas como si se tratara de botellas de agua salidas de una cadena de montaje.

Medina apunta que su instalación dispone de un canal de oleaje para estudiar una amplia variedad de fenómenos oceánicos. El objetivo de este gran tanque, de tamaño similar a medio campo de fútbol, es representar a escala reducida los fondos marinos, los vientos, las olas... para elaborar modelos predictivos que ayuden a construir diques, escolleras, puertos, anclajes, soldaduras… “Es como coger un trozo de la realidad y reproducirlo dentro de una piscina”, detalla.

Aunque muchos surfistas no pondrían reparos en surfear por este canal de oleaje, uno de sus paraísos es, posiblemente, el océano Índico y lugares como Java, donde es posible deslizarse sobre olas tubulares de color turquesa. Se ha escrito mucho sobre el embrujo que causan las olas gigantes como las que se dan en Mundaka, Agiti, Meñakoz (en la costa del País Vasco), Jaws (Hawái), Mavericks (California), Praia do Norte (Portugal), Shipstern Bluff (Tasmania), Cape Fear (Australia), Dungeons (Sudáfrica), Mentawi (Indonesia)… Simplemente escuchando a los surfistas se obtienen algunas pistas: “sentir la llamada”, “empujar los límites”, “fundirse con la naturaleza”…son expresiones que parecen repetirse, con independencia del continente.

El poder de cabalgarlas

Pablo Joglar, coordinador de la Special Surf Rodiles y un enamorado de atrapar olas de entre 4 y 12 metros de altura en Asturias, dice no encontrar palabras para describir la sensación de cabalgar una gran ola. “Es como hacer un pulso contigo mismo. El secreto es ser parte del océano y sentirte como una gota más de esa masa de agua”, acierta a reseñar sobre su gran pasión, tras rememorar que con 11 años se escapaba con la mochila del colegio hasta la playa de la Griega, cerca de su pueblo.

El británico Tony Butt se manifiesta en estos términos: “cuando surfeas grandes olas, hay un momento clave en el que has de decidir si la ola te va a atrapar o tú a ella. Es un dilema análogo al que debían enfrentarse los hombres prehistóricos al cazar un mamut u otro animal grande: tienes que resolver si estás en una posición ventajosa o si es mejor huir deprisa”, explica este oceanógrafo, que colabora con oenegés como Save the Waves (dedicada a proteger ecosistemas costeros y a crear reservas mundiales de surf), Surfers Against Sewage (centrada en salvaguardar la calidad del agua) o Surfrider Foundation (que vela también contra la contaminación).

Butt dice haber leído recientemente un libro del geólogo Orrin H. Pilkey, profesor de Ciencias Ambientales de la Universidad de Ulster, titulado The Last Beach (la última playa) donde plantea un dilema: ¿casas o playas? Aborda el tema que más preocupa ahora mismo a los científicos: el cambio climático está incrementando el nivel del mar y cambiando la dirección del oleaje, lo que podría llevar a la desaparición de muchas playas.

Playas amenazadas

“El gran cambio es que el nivel del mar está subiendo a un ritmo constante. Las previsiones indican que esta tendencia se acentuará a partir del año 2050 en función de distintos escenarios. La mayor incertidumbre es qué sucederá con el deshielo. De lo que no hay duda es que se está produciendo un cambio causado por el hombre. Que el nivel del mar suba más o menos en el futuro dependerá de lo que hagamos a partir de ahora”, apunta Enrique Álvarez, responsable de sistemas oceanográficos de Puertos del Estado.

Al subir el nivel del mar, en un futuro próximo, el oleaje penetrará más en la costa (con independencia de que haya olas más grandes) y tendrá mayor poder destructivo. Cuando el litoral no está urbanizado, que la costa se desplace hacia el interior, no representa mayor problema, pues las playas se reubican tierra adentro.

El problema surge cuando en primera línea de mar hay edificaciones de hormigón y cemento que impiden que el mar y la arena avancen y retrocedan al ritmo que dictan el viento, las olas y las mareas. “La creciente urbanización del litoral hace que las playas sean cada vez más pequeñas y que muchas desaparezcan. Los temporales siempre van a estar ahí. Es absurdo pensar que algún muro podrá detenerlos”, recuerda Tony Butt.

A juicio de algunos expertos, uno de los grandes oficios de este siglo XXI será la construcción de defensas marinas. Sin embargo, cada vez son más los investigadores que se declaran escépticos ante la posibilidad de poner puertas al mar. Y así, reclaman un debate, en vista del coste astronómico que supone financiar con fondos públicos la protección de determinadas propiedades privadas. Tarde o temprano, indican estas voces, habrá que decidir qué construcciones deben defenderse del empuje del mar y cuáles deberían correr la misma suerte que una decena de pueblos del condado de Yorkshire, en la costa este de Gran Bretaña, que a lo largo de los últimos siglos han pasado a dormir bajo las aguas del mar del Norte.

Es, sin duda, el mar de fondo de las olas. Convertidas, cada vez más, en una caja negra que explique qué le pasa al planeta, las olas parecen no haber dicho su última palabra, pese a ser vigiladas como nunca.

Preparándose ante un eventual tsunami

Las costas españolas han sufrido 14 tsunamis en su historia (que haya constancia). El peor se produjo en 1755, cuando un seísmo que tuvo su epicentro al suroeste del cabo de San Vicente (Portugal) desató olas de 16 metros en Conil y de más de 12 en Cádiz, dejando tras de sí una espesa capa de lodo y alrededor de 1.200 cadáveres. Para prevenir este tipo de riesgo actualmente, un equipo de geólogos del Instituto Español de Oceanografía (IEO) trabaja con matemáticos de la Universidad de Málaga para predecir posibles escenarios en el mar de Alborán, zona proclive a los seísmos. Para Juan Tomás Vázquez, geólogo del grupo de Geociencias Marinas del IEO, en el hipotético caso de producirse un tsunami “la altura de la ola sería modesta, aunque llegaría con velocidad”. Según ha calculado este equipo, el agua penetraría en 12 minutos en Melilla, en 20 minutos alcanzaría Granada y Almería y en 40 Málaga. “En principio, el agua penetraría, como máximo, hasta 500 metros en algunas zonas, como la desembocadura del río Guadalhorce”, teoriza Vázquez. En el caso de Cádiz, la recomendación sería “ir a los edificios de mayor altura, ya que no habría tiempo de evacuar a unas 150.000 personas en los, aproximadamente, 45 minutos que tardaría en llegar el tsunami”, añade. La costa del Mediterráneo y las islas Baleares tienen posibilidades reales de sufrir un tsunami, si bien en el Mediterráneo los maremotos de cierta intensidad sólo se producen cada 1.200 años.

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Tony Butt, oceanógrafo y amante del surf, comparte la teoría de que el aumento de grandes olas es efecto del cambio climático. FOTO: CARLOS TORO

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El surfista Pablo Joglar es de los que escrutan las olas para cazar las más grandes y cabalgarlas. FOTO: JOSÉ ANTONIO CHAVERO MURILLO

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