Media Lab, el lugar donde se inventa el futuro

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Dispositivos capaces de predecir el riesgo de depresión, coches autónomos que se pliegan para aparcar en poco espacio, robots sociales... En el Media Lab Instituto de Tecnología de Massachusetts (MIT), una amalgama de investigadores diseña cómo será nuestra vida en las próximas décadas.

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Un laboratorio del Media Lab de Boston, foto de David Silverman

La tinta electrónica. El primer germen de las Google Glass. El lenguaje de programación Scratch para niños. El robot social Jibo y el asistente virtual de Amazon, Alexa. La inteligencia artificial que permite a Spotify recomendarte música basada en tus gustos musicales. La optogenética, una técnica para manipular las neuronas con luz.

Son algunos ejemplos de inventos gestados en el Media Lab del Instituto de Tecnología de Massachusetts (MIT), ubicado en Cambridge, junto a Boston (EE.UU.). Sin duda, uno de los centros de investigación más singulares del planeta, en el que cada día fabrican, literalmente, el futuro de la humanidad.

Fundado en 1985 por Nicholas Negroponte y el expresidente del MIT Jerome B. Wiesner, el centro nació con el objetivo de mezclar ámbitos académicos para “realizar avances tecnológicos inimaginables”. La idea era buscar persistentemente la antidisciplinariedad, todo aquello que no encaja en las disciplinas tradicionales académicas.

El Media Lab no es una fábrica de abejas pensantes trabajando todo el tiempo; nada de eso: durante el día, muchos laboratorios están casi desiertos

De ahí que en los 25 grupos de investigación que integran el Media Lab haya desde arquitectos haciendo código hasta ingenieros diseccionando las emociones humanas. Y para ello, cuentan con un presupuesto anual de 75 millones de dólares que sale casi por completo de 80 empresas, miembros del Media Lab, que pagan por estar en la primera fila de todo lo que sucede en este centro, pero no tienen capacidad de decisión acerca de qué se investiga.

Con mucha frecuencia, los inventos y los descubrimientos que han emergido son tan pioneros que la sociedad ha necesitado décadas para adoptarlos; como cuando hace 39 años presentaron el Aspen Movie Map, un sistema que permitía al usuario dar una vuelta por el municipio de Aspen, en Colorado (Estados Unidos), y acabó siendo el germen de Google Earth.

Con esa presentación, al visitar el Media Lab cabría esperar un edificio de seis plantas, imponente, con piel de cristal y espacios abiertos, toparse con un ambiente bullicioso, labo­ratorios repletos de expertos investigando sin cesar, estudiantes frente a sus ordenadores y, cuanto menos, robots deambulando por el espacio. Pero nada de eso. Resulta chocante que aparezca vacío durante buena parte del día.

Nada más salir del ascensor en la planta tres, donde se ubican muchos de los grupos de investigación, dan la bienvenida al visitante una serie de objetos difíciles de identificar recostados contra una pared transparente que envuelve un espacio enorme, de techos altísimos de los que cuelgan artilugios hechos de tubos metálicos que se enroscan desafiando la gravedad.

Es el espacio del grupo Ópera del Futuro, donde músicos, ingenieros, expertos en ciencias de la computación y en inteligencia artificial inventan los instrumentos que puede que toquemos algún día. De aquí, por ejemplo, surgió el mítico videojuego Guitar Hero, con un mando en forma de guitarra que permitía a los jugadores experimentar en primera persona lo que es tocar en una banda de rock. Y dentro del laboratorio, nadie. Quizá se cumple el tópico de artistas bohemios que prefieren estrujar las neuronas cuando la cae la tarde.

Si se deja atrás este espacio y se avanza unos metros, se alcanza el vestíbulo de la tercera planta. Desde allí la vista es impresionante. El corazón del Media Lab, desde el que se pueden ver algunos prototipos de ideas. Algunas ya han visto la luz, como prótesis biomecánicas de piernas que se conectan con los nervios y los músculos del cuerpo humano. Otras, quién sabe, como superficies que reaccionan modificando su estructura al tacto de la mano.

En una esquina, destaca una cabina de color rojo, como las de Londres, con el logotipo de una lengua dibujado y una inscripción, Tonguely. “En la medicina tradicional china se suele realizar un examen de lengua de los pacientes. Nosotros queríamos averiguar si era posible medir de manera efectiva niveles de estrés y parámetros de salud en la lengua. Así es que pedíamos a la gente que se hiciera una selfie de lengua en esta cabina”, explica Javier Hernández, un ingeniero informático de Barcelona que hace siete años aterrizó en el MIT. “Investigo sobre el estrés y de qué forma podemos utilizar la tecnología para ayudar a dar soporte emocional a las personas”, aclara, e invita a Magazine a visitar su laboratorio.

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DOS CIENTÍFICOS TRABAJAN EN EL MONTAJE DE UN PROTOTIPO DE TRICICLO ELÉCTRICO EN EL MEDIA LAB DEL MIT. FOTO MIT MEDIA LAB

“Conducir puede ser una experiencia estresante –prosigue–. Si tu coche sabe cómo te sientes, puede adaptar la interac­ción para ayudarte cambiando, por ejemplo, la música que escuchas por otra más tranquila. O cambiar el color de la carroce­ría exterior para alertar al resto de los conductores de que estás estresado, para que puedan así aumentar la distancia de seguridad. Todos dejamos continuamente migajas emocionales que la inteligencia artificial es capaz de recoger e interpretar”, dice.

Esas migajas emocionales pueden ser sumamente útiles en el caso de personas con problemas de regulación o de lectura de las emociones, como los autistas. “Las familias de personas con autismo puedan usar un sensor fisiológico que monitorice la sudoración, por ejemplo, que está relacionada con el estrés, para saber qué le ocurre a esa persona, cómo se siente. Aquí desarrollamos prótesis que ayudan a la gente a comunicarse”, explica Hernández.

Este ingeniero forma parte del laboratorio de Computación Afectiva, un concepto acuñado por la ingeniera Rosalind Picard hace 20 años y que defiende la importancia de integrar las emociones en la inteligencia artificial. “Todas las decisiones que tomamos involucran emociones. Por tanto, si vamos a construir una inteligencia artificial (IA), no sólo tiene que entender nuestras emociones, sino que ha de estar dotada de mecanismos que funcionen como nuestras emociones”, defiende esta experta, una eminencia mundial en el ámbito de la IA.

Uno de los retos, ambiciosos, que ha emprendido Picard es usar la tecnología para realizar predicciones sobre estados emocionales y, en particular, sobre el riesgo de sufrir depresión. “Queremos avanzarnos, predecir que vas a sufrir una depresión para intentar evitar que ocurra”, apunta esta investigadora. Para ello, usan sensores para monitorizar el sueño, así como la actividad diaria, temperatura corporal, frecuencia cardiaca, respiración e incluso la interacción de la persona con su teléfono móvil.

“No es que el dispositivo te vaya a decir ‘tienes un 80% de probabilidad de estar deprimido mañana’, porque ese mensaje de por sí ya resulta demoledor, sino que aconsejará al individuo irse a dormir antes, tomarse un tiempo libre ese día para dar una vuelta o charlar con un amigo. Le dará sugerencias para mejorar su predicción y hacerlo sentir mejor”, apunta Picard.

Para poder crear una inteligencia artificial que pueda entender las emociones humanas y actuar en consecuencia, primero hace falta entender cómo funciona el cerebro. De eso se encarga Edward Boyden, candidato a ganar el premio Nobel de Medicina por haber cocreado la optogenética, una técnica que permite manipular las neuronas en el cerebro usando luz.

Boyden lidera el laboratorio de Neurobiología Sintética que comparten el Media Lab y el Instituto McGovern de Investigación Cerebral, también del MIT. “Cuando propuse hace 13 años por primera vez crear un grupo para desarrollar tecnología para mapear y controlar el cerebro, los departamentos de bioingeniería y de neurociencia de las universidades de entonces no me creyeron. Por eso estoy en el Media Lab”, afirma.

Hay inventos tan punteros que tardan en popularizarse: el germen del Google Maps surgió hace un cuarto de siglo

Junto a su equipo, trabaja en tres ideas: desarrollar tecnología para lograr un mapa detallado del cerebro y controlarlo usando luz u otros métodos; entenderlo y poder llegar a simular un pensamiento o un sentimiento con un ordenador. “Necesitamos entender el cerebro, y sólo como consecuencia de ello podremos empezar a desarrollar nuevos tratamientos y diagnósticos para enfermedades neurodegenerativas”, considera.

En una punta del escritorio, sorprenden un par de pañales de bebé. “Son para estudiar el cerebro”, espeta al tiempo que los agarra y muestra. “Controlar el cerebro sólo es posible si tienes un mapa del cerebro. Si no, es como escribir en un teclado sin pantalla, sin saber qué hay en el ordenador. Con los microscopios actuales es imposible ver hasta la última molécula. Por eso hemos desarrollado la microscopía de expansión”, ilustra Boyden.

La idea es tomar un pedazo de tejido cerebral y formar en su interior una red de polímeros. Estos polímeros son hinchables, similares al material del que están hechos los pañales. Al verter un líquido, se consigue agrandar el volumen de la muestra de cerebro cien o incluso mil veces.

“Mi esperanza es que en los próximos dos años seremos capaces de localizar exactamente dónde empiezan las enfermedades mentales, lo que nos ayudará a entender cómo afectan al cerebro y a desarrollar tratamientos efectivos. Además, haremos mapas tan precisos del cerebro que simularemos decisiones, pensamientos, sentimientos en un ordenador”, asegura, y añade que eso sucederá en la próxima década. Para la siguiente también tiene planes: “Construiremos inteligencia artificial que sea como un humano y un cerebro de verdad en el laboratorio a partir de un puñado de células”. El estupor que genera esa afirmación hace que Boyden repita la frase: “Vamos a construir un cerebro desde cero, sí”.

No menos espectacular es el ensayo clínico que acaba de comenzar con expertos en alzheimer, en el que utiliza películas con luces que parpadean para tratar esta enfermedad neurodegenerativa. Han descubierto que si se estimulan las células del cerebro 40 veces por segundo, se activa el sistema inmunitario, que envía un tipo de glóbulos blancos o células de defensa hasta el cerebro para comenzar a limpiar las sustancias de desecho ocasionadas por la enfermedad.

Unos metros más allá, se encuentra el laboratorio de Aprendizaje Colectivo, con el físico César Hidalgo al frente. Este científico chileno está convencido de que la inteligencia artificial nos puede ayudar como especie. Aunque para ello, advierte, habrá que se deshacerse de toda una clase social: los políticos. Inquietante, cuanto menos.

Uno de los retos que se plantean en el Media Lab es usar la tecnología para predecir estados emocionales o el riesgo de sufrir depresión

“Nuestro objetivo es poder automatizar las labores de los gobiernos. Los presidentes dejarán de ser reyes por turnos para ser verdaderos sirvientes del pueblo. Serán algoritmos con equipos de personas que estén ayudando a generar esos algoritmos con un montón de mecanismos de transparencia. No va a pasar en los próximos cinco años, está claro, pero creo que dentro de un siglo será así”, afirma totalmente convencido.

El grupo de Hidalgo está compuesto por 16 personas, entre físicos, ingenieros computacionales, psicólogos, economistas, geógrafos y diseñadores, que tratan de diseccionar cómo aprenden los países, las organizaciones, los equipos, las regiones.

Esos nuevos políticos que programa Hidalgo regirán ciudades inteligentes, pobladas de objetos que se hablarán entre sí y con los humanos. Pero nada de postales al estilo Blade Runner. “La ciudad del futuro es caminable, de escala humana, con una diversidad de personas que permite el intercambio de ideas”, asegura Luis Alonso, un arquitecto madrileño que investiga en el laboratorio de Ciencia de la Ciudad, en el que intentan entender cómo la gente utiliza las urbes a partir de los datos que genera para intentar facilitar al máximo la vida a sus habitantes.

“Aquí hay arquitectos haciendo código y construyendo vehículos como este, e ingenieros haciendo arquitectura. La filosofía del Media Lab es tener un ecosistema muy diverso de gente que permita la innovación entre campos”, explica. “Venir al MIT dicen que es como beber de la manguera de incendios”, asegura Alonso.

De este grupo de investigación han salido prototipos de coches eléctricos que, una vez aparcados, se pliegan para ocupar menos espacio; o pisos robóticos que se transforman para adaptarse a las necesidades de cada momento de sus habitantes. Ahora acaban de diseñar el PEV, un vehículo muy similar a una bicicleta, autónomo, capaz de llevar personas y mercancías y compartido. “Sería algo así como Uber, que a través de una aplicación llamas y viene a por ti para realizar desplazamientos dentro de la ciudad”, cuenta el arquitecto madrileño.

“Mi esperanza es que en los próximos dos años seremos capaces de localizar dónde empiezan las enfermedades mentales”, augura Edward Boyden, candidato al Nobel de Medicina

En buena medida, parte de la singularidad del Media Lab se debe a la visión de su director, Joi Ito, un visionario que acaba de impulsar un programa para democratizar el futuro de la exploración espacial a través de instrumentos háztelo tú mismo: sensores, satélites, experimentos. Están ya investigando ideas que quizás hoy parezcan exóticas e imposibles, pero que puede que sean habituales en diez años. Desde arquitecturas espaciales provocativas hasta dispositivos de astrobacterias.

“Aquí no se busca un éxito incremental en los proyectos, como sucede en muchas universidades, ni tampoco desarrollos a largo plazo, sino que tratan de dar con moonshots, es decir, aspectos que a largo plazo pueden impactar en la sociedad. No hay departamentos. Por eso no se trabaja a corto plazo ni hay que rendir cuentas continuamente, como sucede en España. Y se valora el proceso, el aprender”, defiende el matemático Esteban Moro, profesor de la Universidad Carlos III que está como investigador visitante en el grupo de Cooperación Escalable. “Por eso –continúa Moro– el Media Lab es una isla dentro del MIT y también en el panorama de la investigación mundial. Lo más único de lo más único”.

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Javier Hernández

Aterrizó en el Media Lab hace siete años. Ingeniero informático de Barcelona. Estudia de qué manera la tecnología puede ayudar a los humanos a reducir el estrés.

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Rosalind Picard

Directora del laboratorio de Computación Afectiva, cree que la tecnología debe ser capaz de reconocer, entender e incluso expresar emociones para relacionarse con los humanos.

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César Hidalgo

Este físico chileno estudia cómo se distribuye el conocimiento geográficamente. Pretende llegar a automatizar las funciones de los gobiernos.

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