Miró contra Franco

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La obra de Miró se ha estudiado durante décadas, pero el artista era, de los indiscutibles de las artes plásticas del siglo XX, el único que no contaba con una biografía exhaustiva. Ahora el periodista Josep Massot acaba de publicar Joan Miró. El niño que hablaba con los árboles, que repasa la trayectoria del pintor. Este reportaje narra las vicisitudes de unos años críticos en la vida del artista y su compleja y tensa relación con la dictadura.

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Miró pintando en el Col·legi d’Arquitectes de Barcelona. EFE

En junio de 1940, Joan Miró (1893-1983) tiene que adoptar la decisión más importante de su vida. Un año antes, el artista se había instalado en Varengeville-sur-mer para pasar el verano con su mujer, Pilar Juncosa, y su hija Maria Dolors, de nueve años, cerca de la casa de Georges Braque. Cuando en septiembre de 1939 empezó lo que los franceses llamaron drôle de guerre, la guerra de broma, y los alemanes Sitzkrieg, la guerra de los sentados, el pintor cree que la existencia en la zona de un hospital militar les salvaría de los bombardeos y decide prorrogar su estancia. Allí pinta parte de lo que sería una de sus grandes obras maestras, las Constellations, utilizando la pintura azul con la que su mujer, siguiendo las consignas del Ministerio de Defensa francés, oscurecía los cristales de las ventanas para permanecer de noche invisibles a la aviación del III Reich. El 10 de mayo de 1940, la guerra deja de ser una broma. La Luftwaffe inicia una oleada de bombardeos devastadores sobre la vecina Dieppe. Los Miró, tal vez el 20 de mayo, deciden huir. Según relato inédito de Pilar Juncosa, marchan cargados con siete maletas hacia Rouen. Pero los trenes están abarrotados con soldados heridos. Las llamadas del artista en demanda de ayuda resultan estériles en medio del caos.

después de días de inútil espera, la familia se sienta en un banco de la catedral y creen que van a morir allí. Dos enfermeras se apiadan de ellos y les consiguen un sitio, de pie, en un vagón. Cuando llegan a París, pierden las maletas, incluido un maletín con joyas que habían dejado en custodia de las enfermeras.

En la capital francesa reina el pánico. ¿Adónde ir? En los buques que zarpan hacia América no queda un solo pasaje. Su mujer y su madre, que hacía unos meses había sufrido un colapso cardiaco, le ruegan que regrese a España. Las discusiones del matrimonio son fieras, mientras las tropas alemanas avanzan con celeridad y sin resistencia. Los motivos de Miró para no pisar suelo español son graves. Había firmado contundentes manifiestos de repulsa a los bombardeos alemanes, italianos y nacionales durante la Guerra Civil y textos de apoyo al gobierno Negrín. Más peligroso aún, había pintado el mural El segador en el pabellón de la República en la Exposición Internacional de París de 1937 y diseñado el sello Aidez l’Espagne por encargo del Comissariat de Propaganda de la Generalitat catalana, con un durísimo texto antifascista. Por mucho menos, su amigo Joan Prats había pasado siete meses en la Modelo, temiendo, a cada amanecer, morir fusilado.

Huyendo de los nazis en Francia, en 1940 los Miró cruzan la frontera hacia España atenazados por el pánico cuando la Guardia Civil pasa revista a los pasajeros del tren; no están en ninguna lista y respiran aliviados

Miró logra que el cónsul español en Perpiñán, el historiador carlista Román Oyarzun, le expida un visado de entrada para el 8 de junio de 1940. Según contó el artista a la crítica de arte Barbara Rose, un amigo le dio el soplo de que nadie en Barcelona le buscaba. Sin tenerlas todas consigo, la familia cruza la frontera, mientras contienen el aliento, atenazados por el pánico, cuando la Guardia Civil pasa revista a los pasajeros del tren. Respiran aliviados cuando comprueban que efectivamente sus nombres no figuran en ninguna lista. Se refugian, en un primer momento, y por consejo de Prats, en la masía que la hermana de Miró tenía en Tona, cerca de Vic, heredada de su marido, Jaume Galobart, un cacique asesinado por las milicias revolucionarias en la Guerra Civil y, por tanto, considerado un mártir de la patria. El temor, sufrido en carne propia por Prats, es el de una delación. Por eso decide ocultarse, anónimo, en Palma, bajo el nombre de Juan Juncosa.

El precio que tiene que pagar Miró por su regreso a la España franquista fueron años de ominoso silencio y humillante ninguneo. En 1942 Miró pudo regresar a Catalunya, gracias a los indultos parciales que concedía el régimen para los delitos aún no juzgados. Sacaría su furia en la portentosa serie Barcelona, 50 litografías iniciadas en 1939 e impresas en 1944, pobladas por sanguinarios y grotescos monstruos que reflejaban la misma negrura que debió sentir Goya ante los desastres de la guerra o Picasso al dibujar la virulenta sátira de los aguafuertes Songe et mensonge de Franco (Sueño y mentira de Franco).

La soledad de Miró en Barcelona durante estos años es absoluta. En la ciudad hay una atmósfera de miedo y estraperlo, un brumoso espacio cultural integrado por artistas jóvenes como Joan Brossa, timoratos desencantados del franquismo, vencidos que jugaban a todos los bandos, disidentes camuflados y ventajistas del régimen. Con Picasso, comunista exiliado en París, y Dalí, que no regresó a España hasta 1948, pero que ya había hecho declaraciones a favor de Franco, al régimen no le iba mal tener a Joan Miró callado en España.

Es Rafael Santos Torroella quien en 1949 organiza a Miró su primera exposición barcelonesa desde 1918, en las galerías Layetanas, con las escasas obras de primera época que poseen los amigos de Miró. El público le sigue dando la espalda, y su galerista neoyorquino, Pierre Matisse, advertido, se presenta en la ciudad para comprar todos los cuadros –salvo los de Prats y de Xavier Vidal de Llobatera–, que cuelgan hoy en los principales museos del mundo. Dos años después, ya con la dictadura dispuesta a romper el cerco internacional de las democracias y a captar capital extranjero, Franco pone en marcha una potente operación de Estado y se vuelca en la I Bienal Hispanoamericana, que inaugura, con traje militar, el 12 de octubre de 1951 en Madrid, el día de la Raza, quinto centenario de Isabel la Católica y de Cristóbal Colón, y con la colaboración de las dictaduras americanas. Picasso la boicotea desde París alentando otra bienal republicana, lo que le vale las iras de Dalí, quien, en una célebre conferencia en el teatro María Guerrero, proclama “Picasso es comunista, yo tampoco”. La bienal dio paso a la hegemonía del arte abstracto con artistas como Tàpies, Oteiza o Cuixart, pero Miró logra evadir su presencia. Sólo acepta colgar dos cuadros en la Trienal de Diseño de Milán del mismo año, porque está organizada por sus amigos Coderch y Santos Torroella. Coderch, en una carta a Torroella, le dice que el director general de Relaciones Culturales, Juan Pablo de Lojendio, ha conseguido permiso para que su mujer, Maite Bermejo, pueda salir de España y viajar a París para convencer a Miró. “[Lojendio] –dice- tiene un interés extraordinario en que figure Miró en la trienal. También demostró muchísimo interés en organizar con tiempo una exposición cultural de las obras de Miró en algún palacio de categoría si no puede ser en el propio Ministerio de Asuntos Exteriores”. “Por consejo de tu mujer –añade– le dije que interesaba solamente una cosa de tipo cultural. Le dije por ejemplo que en caso de inaugurar él la exposición interesaba, pero en caso de inaugurar el ministro, no…”.

Los intentos de la dictadura de captar a Miró y sus negativas a ser canibalizado se suceden; el artista juega al gato y al ratón en las bienales de São Paulo y Venecia y rechaza exponer en el Museo de Arte de Madrid

Los intentos de captar a Miró y sus negativas a ser canibalizado por la dictadura se suceden. El artista tiene que jugar al ratón y al gato. Se niega a participar bajo bandera española en las bienales de São Paulo de 1953 y Venecia de 1954 (expuso en el pabellón oficial sólo su obra gráfica, ni un óleo), rechaza exponer en el nuevo Museo de Arte Moderno de Madrid y amaga con aceptar ser miembro de la Real Academia, al tiempo que alega que sólo ingresará después de Picasso, la bestia negra del franquismo. Son los años en los que apoya toda causa democratizadora, cuando deja solo a Fraga inaugurando la exposición de su reencuentro con Barcelona en 1968 o se presenta en el encierro de intelectuales en el Monasterio de Montserrat en protesta por la condena a muerte a militantes de ETA en el proceso de Burgos. La policía anota en su informe: “Juan Miró Ferrá, nacido en Barcelona en 1893, casado, pintor artístico, domiciliado en Palma de Mallorca, calle Mayor Son Abrines. Políticamente de ideas catalanistas. Barcelona, 13 de diciembre de 1970”. El gobernador civil de Baleares, Carlos de Meer, le retira temporalmente el pasaporte, pero el franquismo ya nada puede hacer contra un Miró de fama universal. El dictador muere en noviembre de 1975 y Miró le dedica la obra Mori el Merma, del teatro de La Claca. Una obra festiva, grotesca, satírica, en la que saca a escena monstruos que representan a todos los tiranos. Frente a ellos, el espejo de su arte libre, más duradero que las tiranías y que el arte panfletario.

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Franco ejecutando un paisaje en las Dehesas del Pardo hacia 1951. EFE

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Pilar Juncosa y Joan Miró, con Maria Dolors, en la Rambla de Barcelona en 1942. ARCHIVO SUCCESSIÓ MIRÓ

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