Una mujer asesinada por adulterio. Una secuencia de un crimen de honor. Otra mujer obligada a casarse con su violador. Una niña de 14 años apaleada por su marido. Una joven mutilada por abandonar el hogar conyugal. Pueden parecer historias de un pasado remoto, pero han ocurrido en los últimos cinco años en Afganistán, un país protegido por decenas de miles de soldados extranjeros y con centenares de proyectos controlados por organizaciones internacionales.
Nadie podrá negar que desde la caída de los talibanes a finales del 2001 ha habido mejoras en la vida de las mujeres y las niñas afganas. Pueden estudiar, trabajar o tener acceso a la salud. Un 27% de los escaños en el Parlamento está ocupado por mujeres. Se han convertido en agentes de la policía o soldados. Incluso hay algunas que juegan al fútbol o boxean. Miles de universitarias pasean por el campus de Kabul y compiten con sus compañeros varones por las mejores notas.
La Constitución del 2004 garantiza la igualdad de derechos entre hombres y mujeres, y la ley del 2009 sobre la eliminación de la violencia contra la mujer reafirma que este es un delito penal. Las mujeres ya no son tratadas como botín de guerra como en el pasado, cuando los señores de la guerra permitían que sus soldados las violasen como una forma de recompensarlos e intimidar a los bandos contrarios. Ni son azotadas en las calles como ocurría durante el brutal régimen talibán por enseñar el tobillo, utilizar zapatos de colores prohibidos o caminar sin acompañamiento masculino. Ni tampoco son ejecutadas en plazas públicas por atreverse a desafiar la moral más retrógrada.
Pero el gobierno afgano, presidido durante la última década por Hamid Karzai, ha sido permisivo con las presiones de los sectores conservadores tantos suníes como chiíes. En el 2009 firmó la ley Shia sobre el estatuto personal que permite al marido retirar la manutención a su esposa si se niega a obedecer sus demandas sexuales, otorga la tutela de los niños exclusivamente a los hombres y exige que las mujeres tengan el permiso de sus maridos para trabajar.
En marzo del 2012 el Consejo de Ulemas emitió normas de comportamiento para las mujeres. Prohibía la práctica tradicional de entregar a una niña a otra familia para resolver una disputa y decía que los matrimonios forzados son ilegales. Pero, al mismo tiempo, prohibía a las mujeres viajar sin el acompañamiento masculino y recomendaba que no se mezclasen con los hombres en los lugares de trabajo o estudio.
En un informe de Human Rights Watch (HRW) se indicaba que “los tribunales envían a las mujeres a la cárcel por delitos dudosos mientras que los verdaderos criminales, que son los abusadores, quedan en libertad”. La investigación de la prestigiosa organización humanitaria aseguraba que “los abusos más horribles sufridos por las mujeres no parecen provocar más que un encogimiento de hombros por parte de los fiscales, a pesar de que las leyes criminalizan la violencia contra la mujer”.
En la actualidad, hay alrededor de 400 mujeres y niñas encarceladas en prisiones o correccionales por “crímenes contra la moral”. En muchos casos estos crímenes son oponerse a los matrimonios forzosos, y no es raro encontrar mujeres y niñas entre rejas por haber sido violadas.
En Afganistán hay 14 refugios para mujeres que huyen de la violencia doméstica. Unas 300 mujeres y niñas acompañadas de sus hijos más pequeños viven en ellos. Las trabajadoras sociales y las abogadas intentan negociar con las familias el divorcio cuando se trata de menores, pero estos procesos son muy complejos y muchas veces tardan años en resolverse. La mujer suele pagar un alto precio: nunca volverá a ver a sus hijos.
Los jueces, los policías, los médicos, los varones en general, e incluso, la mayoría de las mujeres, son cómplices de situaciones que sólo pueden ser descritas como violaciones flagrantes de todos los derechos humanos. El silencio y la indiferencia estimulan a los agresores a continuar tratando a las mujeres como si no tuvieran derechos. La impunidad generalizada y el peso de la tradición ahorcan sus vidas.
Pero lo peor es la prepotencia y la ignorancia con la que actúan los supuestos expertos de la comunidad internacional ante estas situaciones inaceptables. Se suele escuchar de boca de civiles y militares una retahíla de incongruencias que sólo buscan justificar la neutralidad con la que supuestamente hay que actuar ante dramas que forman parte de la vida privada de los afganos. En 13 años de intervención extranjera, han sido incapaces de cambiar comportamientos vinculados a tradiciones ancestrales que convierten a las mujeres en sombras, furtivas, maltratadas y reprimidas para siempre.