La nueva emigración

Sociedad

La emigración acompaña a la humanidad desde que esta existe. La mayor emigración histórica fue la de europeos hacia los nuevos mundos a finales del siglo XIX. A fines del XX, la migración se aceleró, alimentada por una creciente desigualdad, crisis y conflictos, así como por la circulación de la información que estimula la comparación y las ganas de irse. A principios del siglo XXI, la emigración se mundializó, crece y se espera que aún lo haga más hacia mediados de siglo por las consecuencias del calentamiento global, lo que plantea con mayor crudeza que nunca las cuestiones de convivencia, justicia y sostenibilidad. Su episodio más reciente es la oleada de refugiados de Siria hacia Europa.

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Refugiados llegados a Munich en tren a principios del pasado septiembre

El desbordamiento de las fronteras de Europa protagonizado por personas que huyen de la guerra de Siria, sobre todo, y que piden poder ­empezar una nueva vida en Alemania y otros países no será ocasional. El informe anual sobre migracio­nes de la Organización para la Cooperación y Desarrollo Económicos (OCDE), publicado hace un par de semanas, en plena crisis, vaticina que la oleada de refugiados continuará y puede aumentar, ya que no se vislumbran soluciones a los conflictos que empujan a la gente a emigrar.

Europa posiblemente registre este año más de un millón de peticiones de asilo, pues hasta principios de septiembre ya habían cruzado sus fronteras más de medio millón de personas, casi el doble que en el mismo periodo en el 2014 –en todo el año hubo 630.000 peticiones–. Se abre un nuevo capítulo en la emigración, que en cada época se ha teñido de distintas características. La OCDE destaca, por ejemplo, el alto nivel de formación de los refugiados de la actual oleada.

En el mundo hay 230 millones de emigrantes internacionales, alrededor de un 3% de la población global, frente a los 174 millones estimados en el año 2000

El gran triple ingreso en la economía mundial (de la URSS y el bloque del Este, de China y de India, en total 1.470 millones más de trabajadores) duplicó en los años noventa el número global de trabajadores y alteró la correlación de fuerzas mundial entre capital y trabajo en beneficio del primero. Aumentó la desigualdad: más del 75% de la población mundial vive en sociedades donde las diferencias en la distribución de la renta son mayores que hace dos décadas. A una quinta parte de la población le corresponde sólo el 2% del ingreso global, mientras que el 20% más rico concen­tra el 74% de los ingresos. Más de 1.200 millones de personas viven en la extrema pobreza.

Crisis políticas, guerras, persecuciones y violencias colectivas alimentan importantes movimientos migratorios. Las poblaciones que, en ese contexto, se quedan en el interior de sus países se convierten en “desplazados”. Las que atraviesan la frontera pueden pedir asilo en otro país. Una pequeña parte obtiene el estatuto oficial de “refugiado”. Ese es el gran contexto del fenómeno migratorio que está yendo a más y que las consecuencias del calentamiento global multiplicarán.

En el mundo hay 230 millones de emigrantes internacionales, alrededor de un 3% de la población global, frente a los 174 millones estimados en el 2000. La última crisis económica ha hecho disminuir un 10% el flujo migratorio hacia los países del G-20, la mayoría de los cuales presentan una población envejecida y ejércitos laborales en declive.

En las economías avanzadas, una quinta parte de la población tiene 60 años o más, y se espera que para mediados de siglo este grupo supere el 30%. Frente a eso, la emigración de los países en desarrollo, con sólo un 10% de la población por encima de los 60 años, mantiene en los países viejos el flujo de trabajadores y rellena las carencias y los fondos de la seguridad social. Una encuesta realizada el año pasado por la Organización Internacional del Trabajo (OIT) en 150 países sugiere que más de una cuarta parte de los jóvenes de la mayoría de las regiones del mundo quiere residir permanentemente en otro país.

Algunos flujos vienen fuertemente determinados por la proximidad geográfica, como en el estrecho de Gibraltar, el canal entre Italia y el norte de África o la frontera entre México y Estados Unidos. Otros vienen marcados por la historia, como los que vinculan a los antiguos países colonizados con las ex metrópolis coloniales. A finales del siglo pasado, sólo el 40% de la emigración mundial era de Sur a Norte. Menos conocidos, los flujos internos ­dentro del Sur (frecuentemente regionales) también crecen.

La actual crisis migratoria se complica por la situación que atraviesa la UE desde el 2008, las contradicciones y las disensiones en torno al espacio común

La creación de la UE llevó consigo la libre circulación de los europeos, pero contribuyó también a reforzar las fronteras exteriores de su espacio. A partir de la crisis petrolera de 1973 las grandes naciones europeas receptoras de emigrantes (Francia, Reino Unido y Alemania) dejaron de expedir permisos de trabajo automáticamente. Desde entonces ya no es posible instalarse sin haber obtenido previamente un contrato de trabajo. Los aspirantes a la emigración deben dirigir sus trámites hacia las dos únicas puertas de acceso que quedan: el reagrupamiento familiar o el asilo político. Quienes no tienen acceso a esos canales utilizan las redes clandestinas. Ese endurecimiento que data de 1973, unido al refuerzo de la frontera exterior de la UE, incrementa el recurso al paso clandestino.

El examen histórico de la reacción que la emigración provoca en los países receptores sugiere que, más allá de la mundialización y diversificación del fenómeno, no hay nada nuevo en la actual xenofobia europea. En cada época la opinión pública reinventa la figura del extranjero inasimilable. A finales del XIX, arraigó el miedo ancestral al que viene de fuera. El discurso de la prensa y de las élites alimentó la estigmatización del extranjero como lo opuesto a “lo nacional”. Los estereotipos que se pusieron entonces en marcha marcarán durante muchos años la imagen de los emigrantes; demasiado numerosos, portadores de enfermedades, consumidores del pan de los locales, potenciales delincuentes y políticamente amenazantes.

Este rechazo se nutrió también con el antisemitismo y con el racismo en el caso de los emigrantes coloniales. Con cada ola de emigración, las mismas quejas. Con cada crisis, las mismas tensiones exacerbadas, alternando radicalizaciones en tiempos difíciles y aperturismo cuando se necesitaba mano de obra. La causa de la solidaridad, del humanismo internacionalista y de la aceptación de la diversidad ha tenido que ser afirmada por cada generación.

Europa va a acoger a refugiados, pero expulsará a muchos inmigrantes, entre los cuales también los hay que aspiraban a ser reconocidos como refugiados

La crisis de los pasados años treinta impulsó la xenofobia y el antisemitismo en un contexto de desempleo. Durante la Segunda Guerra Mundial esos rasgos adquirieron dimensiones criminales, con la Alemania nazi en la vanguardia. Para hacer frente al colapso demográfico, en la posguerra se liberalizaron las políticas migratorias. Los estados se sometieron a las necesidades de la iniciativa privada. Actualmente, esa tendencia es aplastante y determina la política de los gobiernos.

La actual crisis migratoria que vive Europa reúne mucho de todo lo apuntado, pero viene complicada por dos aspectos. El primero es su relación directa con el estado de guerra declarado en Oriente Medio, desde Afganistán hasta el norte de África, con su epicentro en Siria e Iraq. “Una guerra civil generalizada, en parte creada y constantemente agravada por intervenciones exteriores, de una crueldad y capacidad de destrucción sin análogos desde la Segunda Guerra Mundial”, en palabras del filósofo francés Étienne Balibar. El segundo es el proceso desintegrador que vive la Unión Europea, desde que la crisis financiera del 2008 evidenció sus defectos de construcción y las manifiestas contradicciones de su funcionamiento con la soberanía nacional y la democracia.

El flujo migratorio no es muy grande para un conjunto de 28 estados y 500 millones de habitantes. Alemania (82 millones), que se dice presta a recibir 800.000 refugiados, pierde cada año alrededor de medio millón de extranjeros que se van del país –5,4 millones en los últimos diez años, según la estadística federal–. En Francia (66 millones), si se representa el país como un estadio ocupado por 10.000 personas, las emigraciones de los últimos años han hecho entrar 30 personas por año, de las que 10 son estudiantes; 13, cónyuges o niños; menos de tres, emigrantes con estatuto de asilo, y menos de otras tres, emigrantes laborales, sin contar los que regresaron a su país o fallecieron en el año, según la ilustrativa descripción del demógrafo François Héran.

Así, pese a que en cifras absolutas el fenómeno represente una proporción muy pequeña de la población de la UE, el actual desconcierto europeo lo convierte en crisis. El motivo es que desde que Alemania abrió la caja de Pandora del egoísmo nacional, primero con su estrategia nacional exportadora basada en salarios bajos, que extendió el desempleo y restó competitividad a sus socios, y luego con una política de austeridad a su medida en la que se sugirió la posibilidad de ­expulsar a un socio del euro (Grecia), la solidaridad y el consenso no encuentran su lugar en el espacio europeo común.

El resultado son contradicciones y bandazos: socios europeos que no admiten cuotas de refugiados, países que adoptan medidas de excepción en sus fronteras, estados que formulan condiciones discriminatorias de acogida basadas en la religión y planes de inspiración empresarial para aceptar como refugiados a colectivos, como el sirio, que por su edad y formación son muy interesantes para mantener estrategias de salarios bajos.

La tesis de la falta de mano de obra en Alemania y la más general en toda Europa de que el envejecimiento de la población crea problemas y cuellos de botella inevitables en los sistemas de pensiones y seguridad social ignora el papel que aspectos como la tasa de actividad y la productividad tienen en el crecimiento. ¿Cómo entender si no que el mayor tirón económico y el establecimiento del Estado social se diera en Europa –y se esté produciendo ahora en China– en un contexto de drástico envejecimiento de la población y de aumentos en la esperanza media de vida sin análogos históricos?

Los términos del debate en la UE esconden una política que va a acoger a refugiados a cambio de expulsar a muchos más emigrantes, incluida una buena parte en la que ya había aspirantes al estatuto de refugiado, pese a que las diferencias entre unos y otros no siempre sean claras. Tanto en Francia como en Alemania, el presidente Hollande y la canciller Merkel han anunciado más expulsiones y medidas preventivas contra el emigrante económico, a cambio de acoger a sus modestos contingentes de refugiados.

Estimado en unos 60 millones en todo el mundo, el colectivo de refugiados se prevé que aumente como consecuencia del calentamiento global. Para mediados de siglo, el Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático prevé caídas de más del 25% en las cosechas de maíz, arroz y trigo. “La naturaleza nos va a hacer pagar la cuenta bien pronto”, ha advertido el presidente de la Comisión Europea, Jean-Claude Juncker. “El cambio climático ya es una de las causas de un nuevo fenómeno migratorio, y los refugiados climáticos van a presentar un nuevo desafío”, ha dicho. Aunque los refugiados climáticos forzados a abandonar sus hogares por los efectos del calentamiento global “no están reconocidos como refugiados por las convenciones internacionales”, ha recordado el papa Francisco.

Los conceptos del consenso internacional en la materia apenas se están elaborando en grupos como la Iniciativa Nansen creada en el 2012. Desde el estado insular de Kiribati, en el Pacífico, hasta la superpoblada costa de Bangladesh, las poblaciones de Eritrea y Somalia o los previsibles afectados en China e India del deshielo de los glaciares del Himalaya que alimentan los ríos asiáticos que sustentan la irrigación en la región más poblada del mundo, el panorama del siglo promete una nueva dimensión a la cuestión migratoria. “Pueden pensar que la emigración es hoy un desafío para Europa, pero esperen a ver lo que ocurre cuando no haya agua o comida y una tribu luche contra la otra por su mera supervivencia”, observaba el mes pasado el secretario de Estado estadounidense John Kerry.

La internacionalización de la solidaridad, el antibelicismo, unas relaciones comerciales menos injustas y una economía energéticamente sostenible son los grandes retos del siglo XXI. En 1952, la Alemania de posguerra estableció una ley de indemnizaciones a los alemanes perjudicados por la guerra y sus consecuencias; desde los bombar­deos hasta las expulsiones o el éxodo de la Alemania comunista. Inspirada en una ley finlandesa anterior que se aplicó para los expulsados de Karelia, aquella Lastenausgleichsgesetz estableció un impuesto solidario de hasta el 50% del patrimonio y pagadero hasta en 30 años, lo que podía dejarlo en un 1,67% anual. Los retos del siglo exigen ahora medidas de esta envergadura a escala internacional para colocar al nuevo mundo integrado en una perspectiva civilizatoria de viabilidad.

Emigrante 

Persona que deja su lugar de origen para establecerse en otro país o región, especialmente por causas económicas o sociales.

Refugiado 

Persona temerosa de ser perseguida por motivo de su etnia, religión, nacionalidad, su pertenencia a un cierto grupo social o por sus opiniones políticas, como estipula la Convención de Ginebra de 1951.

Demandante de asilo

Persona que ha solicitado el estatuto de refugiado y cuya solicitud está en trámite.

Simpapeles

Persona que no dispone de permiso de residencia en regla del país en el que reside.

Refugiado climático

Persona desplazada por un desastre natural así como las que se ven forzadas a emigrar de sus hogares (tanto en el interior como en el exterior de las fronteras de sus países) debido a las consecuencias del cambio climático.

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George Romanos, refugiado sirio (derecha), trabaja como mecánico en Bobingen, Alemania, donde el dueño de un taller le acogió

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Una trabajadora de una empresa cárnica catalana

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Empleados de origen español y de Cabo Verde descargan atún en un puerto pesquero gallego

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