El nuevo banquete

Especial gourmet

La comida más delicada se desmarca de la pompa hedonista que disfrutaban unos pocos y hace un guiño a la tradición del bodegón natural con productos artesanos, saludables, éticos, cada vez más vegetales y para un público amplio.

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Gourmet. Hay palabras que de tanto pronunciarlas, trocearlas y cocinarlas pierden las vitaminas, el gusto y la textura. Ya en el plato, por mucha salsa y guarnición que les añadan, no saben a nada. Tal vez alguien se confundió unos cuantos años, pero gourmet no es ni el atracón de Pantagruel y Gargantúa, ni el coto privado del nuevo rico, adinerado y exhibicionista, pero analfabeto en sensaciones y cultura gastronómica. Tampoco es el exotismo por el exotismo, ni representa un hedonismo desaforado. No lo fue en sus orígenes, en las primeras décadas del siglo XVIII. Y menos aún lo es hoy en día en un mundo en el que la opulencia, lo industrial que pasa por natural van a la baja, mientras que la ética alimentaria, la artesanía, la tradición, la cultura o la historia que explica un producto se cotizan al alza. Toni Massanés, gastrónomo, director de la Fundació Alícia, define así la idea del (y de lo) gourmet: “El de hoy en día, el foodie, busca en la comida valores como la salud, la sostenibilidad, el compromiso con los productores, el medio ambiente y la economía local. Así, la gastronomía se vuelve más ética, más estética, más social y más ecológica”.

Eso implica que la idea de producto delicatessen vira hacia preceptos del vegetarianismo y el veganismo, hacia recetas antiguas medio olvidadas, hacia cultivos recuperados (cereales, arroces casi perdidos), hacia productos que tienen una carga sentimental y territorial que aporta conocimiento e innovación. También hacia una democratización que, para el historiador del arte y gastrónomo gallego Jorge Guitián, “atesora muchos aspectos positivos y otros no tanto. Antes –aprecia– el producto gourmet era exclusivo y caro: caviar, foie… ahora ese nivel ha bajado tres peldaños. Con todo, el término todavía implica una cierta excepcionalidad, no tanto económica como cultural”, concluye.

“Es cierto que ha habido una democratización a la hora de acceder a productos de calidad”, corrobora Julián Ruiz, vinatero al frente de Esencia Rural, una bodega situada en Quero, Toledo, enfrascada en sacar buenos vinos naturales, que es la etiqueta que los productores están adoptando para evitar la palabra ecológico, tanto o más pirateada que la propia gourmet. “Ahora hay mucha gente hablando, elaborando y dando a conocer sus productos, lo que ha acabado con la aristocracia de los pocos que podían hacer publicidad. Hay vinos industriales buenos –reconoce Ruiz–, como la Coca-cola, que está buena, pero es industrial. La única vía es la diferenciación entre lo industrial y lo artesano. Nuestros vinos son ecológicos, claro, lo que supone mucha burocracia. Hay algunos que dicen que también los elaboran así, pero no. ¿Qué haces? ¿Los denuncias?”.

“Gourmet equivale a excepcional y no sólo algo que sale bonito en la foto. Como consumidores tenemos que discernir entre gourmet y moda”, explica el gastrónomo Jorge Guitián

Si hay un barómetro que puede definir qué y quién es gourmet, ese es Joan Múrria, que desde hace cinco décadas está al frente del colmado barcelonés que lleva su apellido y que este año cumple 75 años en un local que ya vendía ultramarinos hace 120, cuando el siglo XIX aún coleaba. “El gourmet es una persona capacitada para tener sensaciones, una conciencia y sensibilidad por la procedencia del producto, sabe de dónde viene. El de ahora no es tan elitista, puede ser muy exigente pero no es esnob, tiene un nivel cultural alto, está bien informado y le gusta asesorarse. Es humilde y no tiene nada que ver con el ejecutivo o el nuevo rico de antes”, certifica.

Esa idea de conocimiento, exigencia y amor por la buena comida son los pilares básicos en los que se sostiene la actitud del gourmet de hoy en día y de sus predecesores, del que destaca Jean-Anthelme Brillat-Savarin (1755-1826), figura de referencia de “las personas que se reunían en París para comer bien, para conversar sobre la comida y convertirla en materia estética y en objeto de creatividad artística. Eran críticos y periodistas, en la época del Segundo Imperio”, ilustra Antoni Riera Melis, catedrático de Historia de la Universitat de Barcelona y una autoridad mundial en historia y patrimonio de la alimentación. “En aquella época, para ser gourmet hacía falta tiempo, recursos y cultura –explica–. En París existía una situación peculiar: la gente noble comía en casa, no había buenos restaurantes. Una vez quedó decapitada la monarquía, los cocineros de los nobles se tuvieron que buscar la vida y abrieron establecimientos para los burgueses”.

Hoy la sociedad está a años luz de aquella, y sin embargo, “el término gourmet todavía implica una cierta excepcionalidad, no tanto económica como de salud, cultural y a la vez de aldea global”, apunta Jorge Guitián. Este experto advierte de una línea que separa lo que podrían considerarse tendencias promovidas por las plataformas digitales ávidas de novedades diarias y las redes sociales, y el concepto de producto único y de calidad. “Gourmet es otra cosa, tiene más que ver con el quesero que elabora 20 quesos de leche cruda al mes sin hacer ruido que no muchas cosas que se mueven por Instagram como el batido de kale o la hamburguesa de quinoa. Casi da igual si ese queso no es perfecto, y si lo es, mejor que mejor. Gourmet equivale a producto excepcional y no necesariamente algo que sale bonito en la foto. Como consumidores –subraya– hay que discernir entre gourmet y lo que es moda y tendencia. Un poke (ensalada de fruta y pescado de origen hawaiano) puede estar muy bueno, pero…”.

“Ha habido una democratización, antes sólo unos pocos podían hacer publicidad. La única vía es la diferenciación entre lo industrial y lo artesano”, afirma Julián Ruiz, vinatero toledano

En realidad, Guitián da en el clavo. ¿Es gourmet un donut recubierto de grana padano del chef italiano Francesco Mazzei? ¿Y el chocolate con polvo de maca? ¿Y la miel con ajo negro? ¿Y las ostras ahumadas con aceite? ¿Y la lenteja negra siciliana? A veces la línea que separa el producto prémium de la novedad divertida es sinuosa. La industria alimentaria tampoco ayuda a discernirla, pues manipula el término con tanta facilidad como alegría, a veces para presentar líneas de productos mejores que las habituales, pero no tan excepcionales como para justificar ni el sello ni el precio que llevan. “Existe un intento de la industria de apropiarse del concepto gourmet, de que cualquiera puede serlo si va al supermercado de la esquina. El marketing va por delante”, apostilla Guitián, al que se suele citar como agitador gastronómico.

Los expertos consultados coinciden en hablar del café, de los aceites de oliva, del vino y de los productos lácteos como cuatro campos en los que cada vez se ve mejor la diferencia entre un producto bueno, bien cuidado y elaborado y otro mimado al máximo y excepcional. “Muchos de los quesos actuales están muy bien elaborados con leche cruda del propio rebaño, y los embutidos, igual, hechos sin conservantes, muy bien secados”, apunta Joan Múrria.

Hay tres cambios cruciales que este experto en delicatessen ha experimentado detrás del mostrador en los últimos años y que definen esa revolución foodie, más natural y comprometida con el medio ambiente. Por un lado hay un creciente rechazo a marcas de prestigio cuyos artículos son mediocres “como por ejemplo –indica– productos de marca blanca vendidas bajo un sello de calidad como Harrods o Fauchon. Eso el gourmet ya no lo quiere”. Por otro, el tendero nota que “el concepto de presentación ha variado, hoy en día prevalece la idea de que sea elegante y no lujoso. El cliente busca sostenibilidad, que no haya un embalaje excesivo y que sea con elementos natural, hojas, una ramita de pino. Antes era muy versallesca, ya no”, aporta. La tercera, que tiene que ver con el quesero que cita Guitián o con el trabajo del vinatero Julián Ruiz, es la desaparición, en algunos casos, “de una cadena de distribución intermedia, el trato entre el productor y el cliente es directo”, explica.

“Hay rechazo a productos de marca blanca de marcas como Harrods o Fauchon y más trato directo entre productor artesano y comerciante”, certifica Joan Múrria, medio siglo vendiendo delicatessen

Esos gastos que antes iban al comercial o a una distribuidora se destinan a mejorar el producto, a un etiquetado más atractivo, a promoción... o a recuperar prácticas y productos que las normativas europeas borraron del mapa. El propio Ruiz tiene una doble experiencia al respecto. Como miembro de una familia quesera vio como muchos productores de su zona o bajaron la persiana o tuvieron que someterse a normas contrarias a la tradición. “En la elaboración ancestral, la salubridad, la temperatura para que cuajara la leche ya la controlaba mi madre con el fuego de leña encendido en casa. Pero llegaron los requisitos de la UE y todo se fue a hacer puñetas. Si hacías quesos artesanos, cometías un delito, tenías que cerrar. Eso sucedió hace 20 y 30 años: se destruyó ese tejido artesanal que hoy es, en el mejor de los casos, semiindustrial”, lamenta.

De su experiencia se deduce esa vuelta a lo tradicional y un abandono de la idea de manufactura sin alma ni personalidad. Los vinos de Esencia Rural se caracterizan por tener un punto experimental, y algunos, por criarse no en toneles de madera, sino en tinajas de barro enterradas en la tierra, un método habitual en países como Georgia. “Muy manchego no es –ríe–, no se trata de poner de moda nada, pero sí de recuperar el trabajo de los alfareros”. Las tinajas de arcilla son una alternativa “a las de acero inoxidable (que imponían) los controles sanitarios de hace unos años. Fue una mala experiencia. Todos sufrimos económicamente al comprarlas”, lamenta.

A veces, no siempre, el tiempo da y quita razones sobre qué productos poseen una calidad notable y merecen atención especial y cuáles no. Pero mientras, “hay un exceso de ruidos, muchas voces”, opina Jorge Guitián. Julián Ruiz lo dice de otro modo: “Se vende mucho humo, y en vinos más, hay que decirlo, el nuestro es un mundo lleno de arrogancia, y lo gourmet es lo sencillo, sincero y honesto”, espeta. “Creo que era Ferran Adrià –remacha Guitián– quien decía que tiene el mismo valor culinario el caviar que un lomo de sardina, e incluso que el de la sardina podía ser superior si se había pescado de forma respetuosa con artes tradicionales”.

SIBARIS, MEJOR QUE 'MASTERCHEF'

Una clase magistral del catedrático mallorquín Antoni Riera Melis (Sant Llorenç des Cardassar, 1944) para Magazine en su despacho de la Universitat de Barcelona. Un viaje a pan y cuchillo por las civilizaciones occidentales recientes, desde la Grecia clásica hasta nuestros días, de la mano de sus literatos y gastrónomos, de reyes y papas cuyos manjares eran una declaración de intenciones y preludio de arengas políticas o edictos de recogidas de impuestos para emprender una guerra. “De los egipcios sabemos qué comían, pero no encontramos documentos sobre el placer de comer. Los griegos son los primeros de los que vemos y sabemos que escribían sobre comida. En Sibaris (hoy sur de Italia, de ahí deriva sibarita), se hacían concursos gastronómicos muy bien hechos, como un Masterchef pero mucho mejor. Conocemos los nombres de algunos ganadores”, destaca.

En Roma destacan dos grandes gourmets: “El primero es Apicio, que publica De re coquinaria, un ramillete de recetas, algunas añadidas a posteriori. Apicio se arruinó comiendo y acabó suicidándose. Era capaz de alquilar embarcaciones y llevar a sus amigos a la Cirenaica (la actual Libia) para probar unos langostinos que tenían mucha fama y que, al probarlos, no le parecían tan gran cosa”. El segundo gran amante de la comida es Petronio, figura mayor. “Es el primer gourmet indiscutible. La parte central de su novela El satiricón es un banquete, una crítica al mal gusto del nuevo rico, que gasta mucho y mal”, ilustra Riera.

Con el advenimiento de las grandes religiones, recuerda, la comida tiende a separarlas más que a unirlas. “El judaísmo tiene más de 200 tabúes alimentarios. La comida y la religión interactúan como la cohesión y la diferenciación. La idea es que personas de distintas confesiones no puedan sentarse a la misma mesa. El que era pagano tenía más fácil convertirse al cristianismo, que tenía tabúes, pero no 200, a saber, no comer sangre o animales encontrados muertos… Los musulmanes tienen unos diez, no comer cerdo, no beber vino…”.

El catedrático describe que, en la edad media, frente a la idea de ayuno y un cierto vegetarianismo monacal, las clases altas reivindican el arte de comer bien, de comer carne. Sin embargo, matiza: “No hablamos de la elegancia como en Roma. En el medievo es el rey el que marca las diferencias (con los nobles) en la mesa. Ahí aparecerá el banquete real, muestra gastronómica y representación teatral que incluye a veces mensajes políticos”.

Riera es tajante sobre un aspecto: “Es una mentira podrida (nunca mejor dicho) que en el medievo se usaran muchas especies para disimular el mal estado de la carne. No es así, la carne se comía fresquísima, demasiado incluso, y las especies eran carísimas”.

Es en el paso al Renacimiento cuando a los cocineros se les paga muy bien y “los nobles se los roban entre ellos”. Algunos chefs ya están alfabetizados y escriben sus experiencias y recetas, que hasta entonces se pasaban oralmente. Al estar escritas, la creatividad y la espectacularidad en los platos empiezan a florecer: pájaros vivos que salen de pasteles cocidos. Jaulas comestibles de las que acaban escapando aves. Platos cocinados muy lentamente para que los plumajes de los pavos reales mantengan los colores, “o se pintan de oro si no son muy bonitos”, explica el catedrático.

Esos platos extraordinarios se consolidan en las cortes papales del siglo XV, momento en que Bartolomeo Platina publica De honepsta voluntate et valetudine (Del placer honorable y de la salud, 1465), primer libro de recetas impreso. “La idea es que el Papa tiene que comer a la altura de su dignidad. Es más que un rey, más que un emperador”. Son banquetes muy largos en los que se resalta el placer del comer. “Entre desfile y desfile de platos se sirven los entremeses, gelées, frutas…”, indica. En los años siguientes se confirman los avances culinarios, con permiso de una cierta austeridad marcada por la Reforma protestante. Con la Revolución Francesa llega el concepto de gourmet, aparece el restaurante y la idea del buen comer como símbolo de estatus estético e intelectual no muy lejano del que se cultiva hoy.

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