¿Qué resulta más inspirador para un creador: un entorno austero o barroco? ¿Minimalista o abarrotado de información y estímulos? La cuestión crea debate y se alimenta de argumentos e incluso estudios que apoyan una y otra postura. O ninguna de ellas, sino una tercera vía que apuesta por no dictar reglas en algo tan particular como la creatividad. La experiencia de cada creador es única e intransferible, y su carácter es el que marca el mejor caldo de cultivo para su arte.
En los últimos años, gurús del orden como la japonesa Marie Kondo, fenómeno editorial (La magia del orden fue su primer best seller) y ahora televisivo, pregonan las virtudes de simplificar el entorno como camino a la felicidad y, por supuesto, a la eficacia. Hace un par de semanas, incendió Twitter cuando osó limitar ¡a 30! el numero de libros con los que aconseja convivir, una regla demasiado estricta en un asunto que va más allá de lo material.
Sin llegar al patológico síndrome de Diógenes o al otro extremo, un trastorno obsesivo compulsivo por la meticulosidad, en la historia del arte y la literatura hay ejemplos bien diversos sobre lo que cada uno entiende como su “hogar creativo” ideal. Mientras Francis Bacon engendraba sus lienzos sumergido entre recortes, decenas de pinceles, libros, telas y bocetos, Klimt prefería un espacio como su austero estudio vienés y el vanguardista Mondrian optaba por espacios ascéticos, en línea con sus composiciones abstractas.
Unos sólo se sienten cómodos allí donde imperan la luz y el orden, otros se zambullen en un derroche de objetos y herramientas. Sin evidencia científica alguna, hay quienes creen que en los espacios barrocos la creatividad fluye más, que el desorden visual obliga a focalizar la atención.
Una frase de la escritora Siri Hustvedt da idea de hasta qué punto a veces el creador vive al margen del desorden en su entorno: “Una habitación para escribir no es como las otras; la mayoría de las veces la persona ni la ve. Mi atención está en la página frente a mí, en lo que los personajes hacen o dicen en el libro, y mi conciencia sobre el entorno está silenciada”.
Otra cita, atribuida al brillante Albert Einstein, resume el absurdo de querer teorizar sobre el tema: “Si una mesa de despacho desordenada es señal de una mente desordenada... ¿de qué sería señal una mesa vacía?”. Sus teorías revolucionarias nacieron entre papeles amontonados y revistas viejas sobre la mesa de su despacho. ¿Habrían surgido igual si hubiera tenido que trabajar en orden?