Orgullo arrancado a la arena

mariscadoras

“O estudias, o a joder o riñón”, amenazaban los padres arousanos a las niñas poco aplicadas. Mariscar fue en tiempos el peor trabajo del mar, un paso menos que mendigar. Hoy, tras décadas de asociacionismo y lucha por su reconocimiento, las mariscadoras son un colectivo fuerte, unido, orgulloso y con una historia que contar.

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Cambados, destino turístico obligado en Galicia, luce hoy un gris desapacible y atlántico que viste bien sus nobles pazos, pero no invita al paseo. Una lluvia fina, que en vez de caer aparece de pronto sobre la ropa, acompaña a los pocos caminantes que recorren la Ribeira de Fefiñáns, cada cual a lo suyo, y a un pequeño ejército en retirada de mujeres armadas con rastrillos, capazos de goma y unos peculiares carritos todoterreno de ruedas grandes, repartidas por una playa extensa que se va acortando a ojos vista con la llegada de la pleamar. Son mariscadoras que terminan su jornada y se dirigen a la lonja. Desastradas, mojadas, cargan con almejas que en algunos casos saldrán al mercado a casi 100 euros el kilo. Y sin embargo...

Antes se cogía todo, sin respetar cuotas de captura ni tamaños de las piezas, y así se agotaron bancos de marisqueo riquísimos

“De toda la vida, mariscar había sido casi como mendigar”, explica, con los pies en el agua, Patricia Piñeiro Pérez, una de estas mujeres que se dedican a arrancar a la arena sabrosas joyas. “Cuando era peque­ña, a las malas estudiantes sus padres las amenazaban: ‘O estudias, o a joder o riñón’”, narra a un grupo de visitantes, aludiendo a la postura agachada necesaria para pasar el rastro metálico que levanta la arena y descubre las ricas almejas, los delicados berberechos. Un trabajo duro, reservado a mujeres de la extracción social más baja, que a menudo “tenían fama de truenos”, describe Piñeiro para redondear el retrato.

Piñeiro, 44 años, se sale de ese perfil. Titulada en Biblioteconomía por la Universitat de Barcelona y en Historia por la de Santiago, sí reconoce que siempre tuvo “un carácter rebelde” que quizá se acopla con ese mito de mujer fuerte acorde con su profesión, pero también con la vocación que la animó a fundar, con otras compañeras, la asociación cultural sin ánimo de lucro Mulleres do Mar de Cambados-Guimatur, que hoy agrupa a 17 mariscadoras y dos redeiras que explican a los visitantes la vida del mar a partir de su experiencia personal y sobre el terreno. Como hoy, en esta playa menguante de Fefiñáns.

“Toca Ribeira de Fefiñáns porque es junio, y el banco principal, que es Serrido, este mes lo dejamos descansar. Aquí se coge menos, pero hay que respetar las vedas y los cupos para no acabar con los bancos de marisqueo como pasó en otros tiempos”, explica Piñeiro mientras hace una demostración de su trabajo: agacharse, clavar las púas del rastro en la arena, voltear­la, sacar los moluscos. Parece fácil cuando lo hace ella, pero los voluntarios que prueban, o se quedan cortos o se pasan hincando la herramienta y arrancan terrones compactos en lugar del remover suave que muestra Piñeiro, y confunden, ilusos, vulgares pedruscos con los codiciados bivalvos.

“¡Tengo una!”, avisa alborozada una chica, y le pasa a Piñeiro una almeja; la concha tiene un tacto suave y bonitos dibujos en forma de v. “Es una fina –explica la mariscadora–; es la especie autóctona, pero vas a tener que devolverla al mar porque es pequeña”. Saca del bolsillo una especie de pie de rey y mide la concha a lo largo: “Menos de cuatro centímetros no es legal, aún tendrá que crecer un poco más”.

Las mismas mariscadoras controlan los cupos personales y los tamaños de las piezas, y de ello se encargan seis directivas elegidas democráticamente entre ellas cada cuatro años

Antes se cogía todo, sin respetar cuotas ni tamaños, y así se agotaron bancos riquísimos. Desde que en 1999 se creó la asociación de mariscadoras, se impusieron unos cupos personales de captura y se repartieron labores de limpieza, vigilancia y siembra de los campos de marisqueo. Normas imprescindibles para evitar la sobreexplotación. De las playas y de las mujeres, que constituyen más del 80% de quienes rascan la arena en Galicia. “Ahora trabajamos en la playa tres o cuatro horas al día cuando baja la marea, y sólo cuando la bajamar es por la mañana, de 9 a 15 horas”, detalla Piñeiro por lo que respecta a las mariscadoras de Cambados, acogidas a la Cofradía de San Antonio. Por esa norma, les está permitido salir entre 15 y 18 días al mes; el resto del tiempo lo dedican a las labores de mantenimiento citadas antes.

Cada asociada puede recolectar, por día, hasta cuatro kilos de almeja japónica (aquí la llaman japona) y medio de fina, o cinco de japónica si no ha habido suerte con el codiciado molusco autóctono, que está en claro retroceso. También tienen permitido capturar, principalmente, hasta un kilo de berberecho y la cantidad que deseen de almeja bicuda. Y son ellas mismas quienes controlan esos cupos, una tarea que recae en directivas escogidas democráticamente: son seis, que se eligen cada cuatro años.

Cuando los turistas se cansan de arañar la playa –a los diez minutos de joder o riñón, una vez tomadas las fotos de rigor, más de una lumbar ya ha dejado de verle la gracia a la experiencia–, Piñeiro se los lleva a la lonja, donde sus compañeras entregan la cosecha del día y las directivas pesan las capturas y miden una por una las piezas dudosas. Es una tarea mucho más entretenida que agradecida y les roba tiempo de mariscar, así que el día que no alcanzan su tope, las demás lo completan con su sobran­te. Es una solidaridad que también practican en ocasiones con compañeras de baja por diferentes razones, y es también uno de los efectos positivos de la dignificación de un trabajo que hasta hace poco era para desheredadas y hoy tiene lista de espera.

“En toda Galicia hay unas 5.000 mariscadoras a pie, unas 3.800 en la ría de Arousa –relata Piñeiro–, pero sólo en Cambados hacen falta 200 para atender las tareas de limpieza, siembra y vigilancia. Las plazas que quedan libres se cubren con un concurso de méritos que controla la Xunta de Galicia, en el que cuenta, por ejemplo, que seas del municipio, que estés en el paro y haber hecho unos cursos específicos”, desde prevención de riesgos o manipulación de producto hasta habilidades sociales o turismo, pasando por internet aplicada a las labores de pesca y gestión comercial.

Pero actualmente también puntúa tener carrera universitaria, porque “aquí, cuando en tierra hay crisis, todo el mundo acaba en el mar”, explica Piñeiro. Por suerte, ahora les cubre la Seguridad Social –el régimen especial del mar, que cuesta unos 200 euros al mes–, y el autocontrol de las capturas garantiza unas cotizaciones del producto y, con ello, un sueldo digno, que Piñeiro estima en unos 15.000 euros brutos al año.

Son premios a la lucha por la normalización de un oficio compartida con los mariscadores de flote y las redeiras, las otras marginadas de la ribera: hijas y esposas de marineros en su mayoría, imprescindibles durante siglos para confeccionar y reparar los aparejos de pesca, nunca tuvieron consideración ni reconocimiento de trabajadoras hasta que dijeron basta y, como sus compañeras del rastrillo, se agruparon y clamaron por sus derechos. Hoy unas y otras proclaman con orgullo que esas fresquísimas merluzas, las deliciosas –y carísimas– almejas, las finísimas navajas que ustedes van a degustar estas fiestas están ahí gracias a que ellas se joden o riñón.

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