El universo giratorio de los derviches

Patrimonio Europeo Vivo

Es una danza mística que simboliza la búsqueda de la pureza y la unión de lo terrenal con lo divino. Con giros cada vez más vertiginosos el ser humano se desprende de ataduras y se abre al universo. Incluso convertido en un espectáculo turístico, el Sema de los mevleví, nacido como danza meditación en el siglo XIII, muestra su trasfondo espiritual.

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Los derviches giran a gran velocidad durante la representación del Sema, en la torre Gálata de Estambul

Todo gira en el universo, con túnicas y faldones, primero negros y luego blancos, los brazos cruzados en el pecho que se irán abriendo con los giros, simbolizando la última morada en esta vida. Empieza el Sema, la ceremonia de los mevleví o derviches giradores, una tariqa (orden) que forma parte de una de las ramas del islam.

El Sema se basa en la unión de tres pilares: la música –con violines, flautas y tambores–, la poesía mística y la danza. Su creador fue el poeta, místico y religioso Muhammad Rumi, nacido en Persia en 1207 y que vivió parte de su vida en Konya, Turquía. Al morir, en 1273, sus seguidores fundaron la orden.

Todo gira en el viaje que realiza el individuo hacia lo divino. La ceremonia está simbolizada en siete actos. A medida que la música y el baile avanzan, se van despojando de las túnicas hasta quedar en blanco, que representa la pureza y la muerte del ego. El compás del baile es más intenso y los giros aumentan, los brazos se desprenden del pecho y el brazo izquierdo se alza hacia arriba, el cielo, el universo, y el derecho hacia abajo, lo terrenal. El danzante es la unión entre ambos mundos en este recorrido espiritual. Los giros, así como la música que los acompaña, son movimientos impecables que embrujan al que los presencia. Es la exaltación espiritual llegando al éxtasis hacia lo divino. Imita el movimiento continuo del universo, siempre girando, los planetas, las estrellas, los electrones y protones, los átomos...

En el imperio otomano, el Sema vivió su máximo esplendor. Al crear un estado laico, Kemal Atatürk lo prohibió en 1923, y cerró todas las órdenes. En los años cincuenta se recuperó como reclamo turístico, representado por actores. Hoy quedan apenas diez tariqas en toda Turquía, pero Estambul sigue girando con el bullicio de sus calles, restaurantes, tiendas de moda, galerías de arte y gentes venidas de todas partes. Junto a los chiringuitos de pescado y pescadores de caña en el Bósforo, el lujoso metro que une Asia y África se mueve bajo las aguas, a 50 metros de profundidad.

En la torre Gálata se encuentra uno de los últimos reductos de los derviches en Estambul, el monasterio Mevlevhane, con el museo y la sala donde se celebra este baile y meditación.

Abdullah Girsog es uno de los danzantes. Tiene 24 años y es informático de profesión. Se metió en esta ceremonia gracias a un amigo, por curiosidad y para ser mejor persona. No es fácil ser derviche. Requiere un conocimiento interior profundo, difícil hoy en día en un mundo tan material, además de la tutela de un maestro durante los años de preparación.

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Los danzantes, todavía con las túnicas negras con las que comienza la ceremonia.

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Tras desprenderse de ellas, aparecen ya de blanco, como símbolo de pureza y muerte del ego, pero aún con los brazos cruzados sobre el pecho. Al girar se irán abriendo.

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Abdullah Girsog, de 24 años, uno de los más jóvenes derviches en la ceremonia en la torre Gálata de Estambul

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