La revolución capitalista de Laos

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Edificios gigantes, casinos, multimillonarios… El país comunista, uno de los más pobres del planeta, promete a sus ciudadanos un futuro exitoso si abraza la economía de mercado

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Los platos típicos de Laos no figuran en el menú del Hard Rock Café de Vientián. Aquí las mesas están repletas de hamburguesas y chuletas a la barbacoa. Los camareros se mueven ágilmente en el atestado comedor bailando al son de la canción YMCA de Village People. La cadena estadounidense abrió su primer restaurante en la capital laosiana en Año Nuevo del 2016. Phontheva Pholsena, de 33 años y gerente del restaurante, encarna una generación de laosianos que toman parte en una revolución… capitalista. El pequeño país asiático es, de hecho, uno de los últimos bastiones del marxismo leninismo del mundo. Al lado del Hard Rock, una bandera roja gigante con la hoz y el martillo cubre la fachada del Lao-Itecc, el templo del consumo abierto en el 2015. Phonteva, que creció en Estados Unidos y ahora se hace llamar Joe, volvió al país a finales del 2013. Su objetivo: “Impulsar a Laos por la senda adecuada, derogar los usos y costumbres establecidos y proponer un nuevo estilo de vida”.

La capital tenía un único semáforo hace ocho años; hoy acoge ambiciosos proyectos, desde rascacielos junto al río hasta centros comerciales o casas de millonarios

En Vientián, el ruido de los martillos neumáticos en las orillas del río Mekong ahoga el de las salamanquesas y los sapos marinos. La capital, extendida lánguidamente a lo largo del río durante mucho tiempo, sueña con el mismo destino de desarrollo que Singapur. Así, por todas partes se multiplican los grandes proyectos: nuevas ciudades, presas hidroeléctricas, vías férreas, agricultura intensiva, auge del turismo… Laos, el país más pobre y menos poblado del Sudeste Asiático, emerge de cuatro siglos de letargo. “Desde el siglo XVII, este país del tamaño del Reino Unido podría haber desaparecido”, relata Eric Mottet, experto en asuntos asiáticos. “Sobrevivió –añade– gracias a un sutil juego diplomático consistente en ofrecer a sus influyentes vecinos algo al tailandés, mucho al vietnamita y cada vez más al chino, en lugar de depender de uno solo de ellos”.

De este modo, Laos utilizó su posición geográfica como una baza estratégica y clave de su supervivencia. “De país sin litoral a país de conexiones terrestres” es ahora el lema oficial de los líderes comunistas que han elegido el estilo de desarrollo vietnamita: partido único y libertad de expresión restringida a la par que liberalización económica. Su prioridad: eliminar la República Democrática del Pueblo Laosiano de la lista de países menos desarrollados para el 2020. En el 2010, el país inauguró su primera bolsa de valores; en el 2013, ingresó en la Organización Mundial de Comercio. En el 2016, asumió la dirección de Asean –la asociación de países de la región– y recibió la visita de Barack Obama, el primer presidente estadounidense en viajar a Laos en visita oficial. En diez años, su PIB casi se ha quintuplicado y el índice de crecimiento no ha bajado del 7%.

Modelos futuristas marcan la pauta: una ciudad ecológica, unas orillas jalonadas de torres de cristal, un centro urbano con su World Trade Center. Anuncios de la empresa coreana Samsung y la china Huawei reemplazan los carteles de propaganda comunista, que amarillean bajo la acción furiosa de los monzones. Los nuevos ricos se construyen inmuebles cursis con columnas coronadas por unicornios, aparatosas cúpulas y reproducciones de los guerreros de terracota de Xian. La capital, que tenía un solo semáforo hace ocho años, baila ahora al ritmo de los numerosos actos que acoge. Hay, por ejemplo, champán, caviar y rhythm and blues en KTM, un fabricante de motocicletas que valen al menos diez veces el salario mínimo local. Como en otros lugares, cabe suponer el nivel de ingresos de una persona por el coche que tiene y también, en una sociedad aficionada a la numerología, por la matrícula: hay que gastar unos 50.000 dólares para obtener los números de la suerte, el 9999 o el 8888, que prometen fortuna y amor.

Todas las mañanas, los vehículos de lujo aparcan delante del centro académico privado Kiettisack International School. “Abrí mi centro en 1992 con 25 niños. Ahora tengo 1.400 alumnos de primaria y secundaria, el 80% de ellos laosianos, tan deseosos de aprender inglés como de tocar el violín”, dice el director, Chansanga Valakone.

Ante los aires de apertura del país, los expatriados regresan. Vira Nachampassak, un laosiano treintañero de origen chino, creció e inició su vida profesional en Bélgica. Este empresario ha invertido en una mina de oro en Laos, en bancos y hoteles, y alardea de su riqueza en un chalet de tres plantas totalmente decorado con madera de palisandro, una de las más caras del mundo. “La educación belga –señala– me enseñó a analizar las cosas de manera lógica. La cultura de Laos me ha enseñado a aceptar que todo lo que nos rodea es flexible y dúctil. Aquí, ¡todo espera que se haga!”.

En Facebook, cada vez más ciudadanos reprochan al Gobierno que “venda” el país al capital chino; además, invierten en Laos muchas marcas internacionales

Es consecuencia de la liberalización económica: en la capital, tanto los jóvenes como las personas de más edad siguen los últimos éxitos de Hollywood; corren de los bares de sushi a las barbacoas coreanas y compran sus electrodomésticos y aparatos tecnológicos en grandes centros comerciales acabados de estrenar. Las prohibiciones que pesaban sobre la sociedad empiezan a aflojar. Así que salir con el pelo teñido de rojo o azul ya no comporta la imposición de una multa por indecencia. Las discotecas cierran sus puertas a las doce de la noche en comparación con el horario de antes de las diez de la noche, pero algunas han obtenido permiso especial para cerrar más tarde… a veces gracias a una mano generosa que llega a la persona adecuada. Según la organización Transparencia Internacional, Laos figura entre los peores países en términos de corrupción (número 139 de un total de 169 países en el 2005).

“Las prohibiciones son bastante ambiguas”, explica Anysaid Keola, un cineasta de 33 años cuya última película, Above it All, ha pasado la censura. “Todo es cuestión de interpretación personal”, puntualiza.

En Facebook, cada vez más laosianos airean sus sentimientos antichinos, al tiempo que reprochan al Gobierno que venda el país a su gran vecino. Algunos diputados se atreven incluso a compartir sus críticas al régimen, en especial, para cuestionar el modelo económico de estos últimos años, que consideran demasiado agresivo. Minería, agricultura intensiva, embalses, deforestación: sólo entre un 15% y un 20% del territorio se conserva intacto, en comparación con un 70% hace 30 años. El Gobierno sigue trazando una pauta de rápido desarrollo y cuenta con la inversión extranjera para estimular el crecimiento nacional. Coca-Cola, Essilor, Nikon y otras más de 260 empresas ya han inyectado 6.400 millones de dólares en áreas económicas cada vez más numerosas.

En la frontera tailandesa, Ton Pheung es la punta de lanza de las ambiciones laosianas. Aquí se planea un aeropuerto, un parque industrial y un complejo ecoturístico para crear una ciudad de 200.000 habitantes, casi tantos como los de Vientián. Esta concesión, gestionada en el 2007 con los intereses chinos para 99 años, se halla en el Triángulo de Oro, el lugar de tránsito para el tráfico de opio y heroína. Laos conserva el 20% de las acciones, pero ha prescindido de su soberanía sobre el territorio.

En Ton Pheung todo se paga en yuanes, los letreros están escritos en caracteres chinos y los relojes siguen la hora de Pekín. La ciudad ya tiene 7.000 habitantes, en su mayoría chinos, y algunos laosianos, birmanos y tailandeses, hacinados estos últimos en barrios marginales. Ton Pheung es un casino gigante, una especie de Macao en el Mekong, que atrae a población de China y Tailandia que deposita sobre la mesa fajos de billetes que no puede gastar en sus países, donde está prohibido el ­juego. La oficina de las Naciones Unidas sobre la droga y el delito sospecha que el casino de los reyes romanos, edificio que sobresale con fachadas pseudorrenacentistas y una gigantesca corona dorada, es una máquina de blanqueo de los narcotraficantes; el tranquilo Laos ha de lidiar con estos excesos.

Hace cinco años, en Boten City, otra concesión situada en la frontera china, donde menudeaban los secuestros por deudas de juego y donde los cadáveres se echaban al curso del Mekong, estas prácticas eran moneda diaria hasta que el Gobierno decidió poner coto a todos los excesos. En la ciudad, ahora un núcleo fantasma, los hoteles sin terminar están cubiertos de plantas trepadoras.

“Debemos dejar a un lado la imagen de un Laos débil, víctima de la globalización. Las inversiones permiten la modernización económica”, dice una experta en el Sudeste Asiático

Tanoi Panyalath relata que “los chinos son buenos para hacer negocios; trabajando de crupier en Boten City yo ganaba cuatro veces más que el salario medio en Laos. Pero si pensamos en los efectos medioambientales y el respeto por los derechos de los laosianos, ese en otro cantar…”.

Así están las cosas. En el norte se ha diezmado la jungla para plantar un bosque de árboles de caucho explotado por empresas chinas. En el oeste, en la provincia de Bokeo, los arrozales han sido reemplazados por plantaciones de plátanos que se rocían con un cóctel de pesticidas que daña la salud infantil. Los antiguos canales de regadío se han cubierto, y el suelo está tan contaminado que ha echado por tierra todas las esperanzas de explotar cultivos. Sin embargo, los agricultores que pueden arrendar sus tierras se dan por satisfechos, pues ganan más que trabajándolas.

China, que está transformando el país, ha sido el principal inversor desde el 2014, superando a Tailandia y Vietnam. Como apunta Danielle Tan, especialista en el Sudeste Asiático, “estamos acostumbrados a oír que China está colonizando Laos y que Vientián ha cedido su soberanía a Pekín; pero hemos de dejar a un lado esta imagen de un Laos débil, víctimas de la globalización y del huracán chino”. “Estas inversiones –añade– posibilitan la modernización económica y consolidan la autoridad estatal en áreas marginales de su territorio”.

El régimen laosiano intenta sobre todo abrir la parte norte del país, una pobre y aislada región fuera del alcance del poder central, además de transformar su subdesarrollada periferia en una zona de libre comercio. El propósito, en definitiva, es crear un “cuadrilátero económico”, un espacio transnacional que incluya Shan, una región al este de Birmania; el Yunán chino, el norte de Tailandia y el norte de Laos. Para explotar este corredor estratégico y construir una vía férrea local para el tren de alta velocidad que conecte Kunming con Vientián y luego Singapur, China proyecta invertir 7.200 millones de dólares, el equivalente al 60% del PIB laosiano.

La población, aún rural en un 61%, apenas puede digerir estos cambios. Aldeas desplazadas, tierras expropiadas… los más vulnerables pagan el precio. La construcción de presas hidroeléctricas no cesa, y Laos proyecta vender electricidad a sus vecinos. Actualmente en construcción, los embalses gigantes de Xayaburi y Don Sahong, en el curso del Mekong, son los primeros de una serie (se proyecta construir 80, en el río y sus afluentes). “Se trata de una grave amenaza a los ecosistemas, además de a una alimentación sana de cientos de miles de personas”, dice preocupada Maureen Harris, de la oenegé Ríos Internacionales. Decenas de miles de laosianos ya han pagado los costes de estos proyectos colosales. Hace dos años, 3.000 habitantes de cuatro aldeas fueron desplazados y hacinados en una isla polvorienta para permitir la construcción de la presa china de Nam Khan 3. En teoría, los residentes tienen acceso a la electricidad. En realidad, pocos disponen de los medios para pagarla. Como lamenta un residente, “no hay más tierra para cultivar, de modo que no hay más trabajo”.

A este ritmo, ¿qué quedará del país encantador que atrajo a 4,2 millones de turistas en el 2014 (cinco veces más que hace diez años)? La mayoría de los visitantes son asiáticos. Atraídos en primer lugar por los casinos, los chinos están descubriendo el turismo cultural y fluyen hacia Luang Prabang, la capital real hasta 1946. “Pese a su refinada arquitectura, Luang Prabang era una ciudad moribunda. Ser incluida en la lista de sitios de interés mundial en 1995 le reportó fama y desarrollo turístico, alentados por la política de apertura económica”, dice Francis Engelmann, escritor y antes consejero de la Unesco.

Los residentes en la ciudad han encontrado puestos de trabajo y oportunidades de inversión. Las tradicionales casas de madera y los chalets de estilo colonial se han restaurado y convertido en restaurantes o pequeños bed and breakfast. A pie o en bicicleta, se puede deambular por sus calles aspirando la fragancia de sus flores de franchipán y buganvillas. Se puede explorar sus docenas de templos dorados, cuidados por sus monjes vestidos con túnicas color azafrán. Como dice un popular refrán laosiano: “Tú puedes mirar, nosotros disponemos de tiempo”. Luang Prabang es tal vez el último refugio donde el arte de pasear y deambular aún se cultiva con tranquilidad.

Traducción de José M.ª Puig de la Bellacasa

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