La segunda ruta de Don Quijote

Literatura

Cuando 'El Quijote' cumplía 300 años, Azorín viajó por La Mancha para escribir unas crónicas que ponían nombres y rostros reales a los personajes y lugares de la novela. El escritor Andrés Trapiello, que acaba de traducir la monumental obra al español actual, ha recorrido también las tierras de Don Quijote siguiendo las huellas del hidalgo, de Azorín y del paso del tiempo.

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Molinos eólicos cerca del embalse de Puerto de Vallehermoso

En 1905 José Ortega Munilla, padre de Ortega y Gasset y director de El Imparcial, el periódico más importante del momento, llama a su despacho a José Martínez Ruiz.

Martínez Ruiz tiene a la sazón 30 años. Lleva más de 10 escribiendo en todo tipo de periódicos todo tipo de artículos, y apenas uno firmando con el seudónimo de Azorín, que le hará famoso. Ya casi lo es. Bueno, esto es una manera de hablar, porque ser famoso y ser Azorín es casi un oxímoron, como aquel al que se refería su amigo Baroja a propósito de El Pensamiento Navarro, gran diario pamplonés.

Ortega Munilla quiere en esta ocasión que Azorín viaje a los escenarios del Quijote, cuyo tercer centenario se celebra entonces. Azorín acepta, y Ortega Munilla saca un revólver del cajón de su mesa y se lo entrega a su joven reportero, “por lo que pueda tronar”, ya que, asegura, “todo camino tiene una mala legua”.

Su director le dio a Azorín un revólver: “por lo que pueda tronar”; en este viaje no lo hay. El director quiere saber qué tiene que ver Don Quijote con la gente del siglo XXI

¿Llevó Azorín consigo el arma? Es posible, pero no parece verosímil. Azorín es un hombre pacífico; su aspecto, insignificante y oficioso, no causa inquietud en nadie. Azorín no ha dado miedo nunca, ni siquiera cuando presumía de ser anarquista. Se diría, al contrario, que será de los que colabore de buena gana con los bandidos, porque Azorín, se nos olvidaba decir, es a esas alturas un pequeño filósofo y sabe que lo primero es vivir, y luego, filosofar.

Un siglo después, el director de Mg Magazine, Álex Rodríguez, quiere también que viaje uno hasta las tierras de La Mancha por las que transcurrieron las aventuras del “ingenioso hidalgo”. Me ha dicho: “Vete allí a ver qué averiguas”. Quiere saber, y me parece razonable, qué tiene que ver todo esto de Don Quijote con nosotros, gentes preparadas del siglo XXI.

Azorín viajó al hilo de aquel tercer centenario, como he dicho, y uno lo hace en el cuarto y en vísperas de la publicación de la traducción del Quijote a nuestro castellano actual, del siglo XXI.

El amigo Álex Rodríguez y yo hemos hablado. Hemos sopesado el asunto. Nos hemos trazado un plan. Cuando creemos haber concluido, guardamos silencio. Se nos olvida algo. Pero uno, que también es, como Azorín, un hombre pacífico pero poco práctico, no sabe cómo abordarlo. Querría decirle a mi director que este es el momento en el que él ha de ofrecerme un revólver, “por lo que pueda tronar”. ¿Qué haré, si me lo ofrece? Un siglo después sigue habiendo bandidos, claro. Algunos, de hecho, están ahora en campaña electoral. Hemos visto sus caras en los carteles. Si hubiésemos leído debajo de algunas de ellas un “Se busca”, no nos hubiera extrañado. Nosotros, “los modestos periodistas”, habría dicho Azorín, ya estamos curados de espanto. Y sí, tiene que ser bonito sentirse por unos días un personaje de ficción, como Don Quijote, y “desfacer” unas cuantas pifias a punta de pistola. Pero al director se le pasa por alto el detalle del revólver, y uno no se atreve a pedírselo, por si decide dejarme en casa. Eso sería una gran calamidad, así que decide uno dejar lo del revólver para mejor ocasión.

¿No era Don Quijote un personaje de ficción, loco por más señas? Sin embargo, muchos cuerdos lo creen real, buscándole con la mayor seriedad casas, linajes, velocidades, parentescos…

Partimos, al fin, hacia La Mancha. Lo hago con un fotógrafo especial, en la mejor compañía. Azorín, sin embargo, viajó solo. Hay quien prefiere viajar solo y quien prefiere la compañía. Azorín era incluso capaz de viajar menos aún que solo, tan transparente, tan invisible era. Se subió a un tren en Madrid y aportó en Cinco Casas. De allí a Argamasilla de Alba, su primera parada, fue en diligencia.

Para muchos Argamasilla es el famoso “lugar de La Mancha de cuyo nombre no quiero acordarme”.

Ha dejado uno sin traducir las doce primeras palabras del Quijote, porque esas palabras, que en España se sabe de memoria todo el mundo, incluso quienes no lo han leído, son ya un monumento, como el Partenón. ¿Pero es que habría que traducirlas, acaso no las entendemos? La mayoría sabe que “lugar” no es propiamente lugar, sino “pueblo” o “aldea”, pero hay todavía algunos que creen que cuando Cervantes dijo aquel “de cuyo nombre no quiero acordarme” nos estaba diciendo eso, que no quería acordarse, que no le venía en gana o que no estaba dispuesto a declarar el nombre de ese pueblo o aldea. Y no. Cervantes era persona discreta, afable, sutil. Lo suyo es el humor y decir sin haber dicho. Ese “no quiero” es sólo, pues, un “de cuyo nombre no llego a acordarme” o “de cuyo nombre no puedo acordarme ahora”.

Con todo y con eso, y como al final de la primera parte del Quijote incluyó Cervantes una serie de sonetos burlescos a la memoria de Don Quijote, Sancho y Dulcinea escritos supuestamente por unos académicos de Argamasilla, se dio en creer que esta era la cuna del famoso hidalgo. Por si fuese poco, Fernández de Avellaneda, autor de una segunda parte apócrifa, también lo creyó. Y al final, acabó creyéndolo todo el mundo, porque la gente necesita creer en cualquier cosa, incluso en los bandidos.

Y a Argamasilla de Alba hemos ido nosotros dos también a ver si este candente asunto sigue como hace 100 años, incluso como hace 400; y a Puerto Lápice, donde se supone que veló sus armas Don Quijote; y a las lagunas de Ruidera, donde pasaron él y Sancho grandes apuros; y a El Toboso… Por todos estos lugares anduvo Azorín también inquiriendo a unos y a otros. ¿Qué encontró Azorín en ellos? Y nosotros ¿qué hemos encontrado?

Desde Azorín han cambiado las cosas mil veces más que de Cervantes a Azorín. Pero Don Quijote, Sancho, Dulcinea, Maritornes existen. Los hemos visto

Azorín no estuvo en Villanueva de los Infantes, en los campos de Montiel, no muy lejos de Argamasilla. Nosotros sí. Si hubiera ido a Villanueva, habría comprobado que allí nadie duda de que es la cuna genuina de Don Quijote.

Un equipo científico de la Universidad Complutense, integrado por diez expertos en geografía, historia, filología, sociología, matemáticas y ciencias de la información, a las órdenes de don Francisco Parra Luna, llegó hace poco a la conclusión de que la cuna de Alonso Quijano tenía que ser Villanueva y no otro lugar, después de aplicar diversas metodologías, entre ellas la velocidad que despliega el rucio de Sancho en su recorrido y la de este y Don Quijote a lomos de sus caballerías, estimada en 31 kilómetros.

Y querer averiguar eso es bien extraño, pues ¿no era Don Quijote un personaje de ficción, loco por más señas? Sin embargo muchos cuerdos lo creen real, buscándole con la mayor seriedad casas, linajes, velocidades, parentescos… De hecho, hay una asociación de Quijanos de todo el mundo conectados por internet que afirman descender por vía directa de aquel Alonso Quijano el Bueno, que, como sabemos, fue célibe.

¿Y qué decir de lo que sucede en El Toboso?

Es un pueblecito metafísico, soñoliento. A diferencia de otros, conserva cierto carácter. Don Jaime Martínez de Pantonja, alcalde visionario, promulgó hace 100 años una ordenanza que impide construir casas en El Toboso de más de dos alturas, y aprovechó de paso para adjudicarle una a Dulcinea. Cuando Don Quijote y Sancho entraron en El Toboso, sin embargo, la buscaron con ahínco y no dieron con ella. Pero lo que no encuentren los alcaldes, no lo encuentra nadie, y El Toboso tiene ya su casa de Dulcinea, y la labradora Dulcinea, una casa que ya la quisiera para sí el marqués de Mantua. La historia ha vuelto a suceder con los huesos de Cervantes. Cuatrocientos años perdidos, y han bastado sólo dos para que los haya encontrado una alcaldesa con inquietudes, y al fin tendremos en Madrid un sepulcro de Don Quijote, digo, de Cervantes, como Dios manda, si Dios no lo remedia.

Azorín anduvo por esos pueblos manchegos 15 días. En ese tiempo escribió 15 crónicas. Cuando Azorín estuvo en La Mancha, muchos de los molinos de viento funcionaban aún, y lo cuenta; los batanes de Ruidera bataneaban los paños, y también lo cuenta; los trajinantes y cosarios iban de pueblo en pueblo en sus carros y carretas, y él los vio trajinar y llevar sus mercancías y restaurarse en las mismas posadas donde posaba él. Cuando Azorín anduvo por La Mancha no había luz eléctrica en todos los pueblos, y aun en muchos de estos “no la echaban” todos los días ni a su hora.

Cuando Azorín estuvo por aquí, en 1905, los pueblos seguían como en 1605, y sus habitantes, poco más o menos. Fue así hasta 1959. En ese año España dejó de ser cervantina, azoriniana; el plan de Estabilización acabó definitivamente con ella. Claro que no deja de ser una paradoja, y si La Mancha y la España cervantinas y aun azorinianas, que existieron, apenas existen ya, Don Quijote, que no existió sino como un ente de ficción, es tan real y existente como tú y como yo. A Azorín tampoco le parecía cervantino su tiempo, pero a nosotros nos parece ­cervantino todo lo azoriniano.

Creía Azorín que España vivía una penosa decadencia, una profunda crisis. La palabra crisis viene de atrás, es eterna. Crisis en la instrucción pública, en la industria, en el agro, en los pueblos y ciudades, en el ánimo de la gente. Era precisa, pues, una tarea quijotesca: volver a contar el mundo, si no como lo había hecho Cervantes, con su gracia y desparpajo, sí, al menos, de una manera humilde, como el que zurce, más que como el que borda. Y así escribió aquellos artículos, perfumados de suaves galicismos.

Aparecieron en El Imparcial, y meses después Leonardo Williams, un efímero editor, los publicó en libro, con el título de La ruta de Don Quijote. Libro bellísimo, único. Debieran leerlo todos los escritores, periodistas y amantes de la magia, porque Azorín se saca de su chistera romántica una España nueva, aquilatada y noble, a pesar de su postración. “Si Cervantes”, parece estar diciéndose, “fue capaz de escribir una novela con personajes a los que apenas les sucede nada que no le pueda suceder a cualquiera y en medio de ninguna parte, yo haré lo mismo”. Azorín viaja, habla con gañanes, boticarios, recueros, pelantrines. Azorín escucha y luego, en su posada, escribe lo que ha visto, lo que le han dicho. Medita, sueña, guarda silencio ante la siempre misteriosa realidad. Sólo eso. Y lo cuenta a su paso, como camina un río de aguas tranquilas, con su trantrán. Hay algo de milagroso en la naturalidad de esa prosa que unos años después van a tomar por modelo Chaves Nogales, Camba, Gaziel, Pla.

El libro se agotó pronto y siete años después, en 1912, volvió a reimprimirse. Ambas ediciones son hoy extremadamente raras, pero la segunda tiene algo que nos fascina: 32 fotografías. Están mal reproducidas y su tamaño es deficiente, pero son un documento excepcional, la prueba de un hecho de grandísima importancia: el Quijote no es una novela, como creyó incluso Cervantes, sino una crónica. Crónica de personajes y paisajes reales. Ahí están estos documentos gráficos que lo acreditan. “Ninguna prueba más tangible, palmaria, irrecusable”, dirá Azorín en la nota que añade. Son los verdaderos retratos de todos ellos.

Así consta en los pies de foto: “Argamasilla. D. Quijote”, “Argamasilla. Teresa Panza y Sanchica”. “El Toboso. Dulcinea aechando trigo”. “Puerto Lápice: las maritornes de la venta”. En ellos está el espíritu del libro, ellos son de carne y hueso, como de carne y hueso siguen siendo Don Quijote y Sancho. Sí, el Quijote no es una novela, no es un libro; es más que todo eso, tiene vida propia. Ni Don Quijote ni Cervantes, a los que la vida no trató precisamente bien, levantaron nunca contra ella un falso testimonio. La melancolía de Don Quijote se compensa con la jovialidad con que Cervantes da cuenta de ella. Los dos comparten, además, nobleza y desinterés. Y ningún resentimiento. “Convencer, no vencer: de eso se trata”, parecen decirnos con hamletianas letras esos dos hombres que tuvieron en mucho el oficio de las armas.

Hemos vuelto al escenario del Quijote. Hemos hablado con gentes de Argamasilla, de Ruidera, de El Toboso, de Criptana. Nos hemos asomado a la cueva de Montesinos, en la que aún resuenan las palabras de Beltenebros como resuena el mar en una caracola. Hemos recorrido los campos de Montiel. Hemos posado en modestos, concurridos, simpáticos hostales de carretera. Hemos preguntado también a unos y otros. Y este, amigo Álex Rodríguez, es nuestro informe: La Mancha tal como la conoció Cervantes, parda y grave, de secano, ha dado paso a otra verde y feraz, de regadío, más rica, sí, pero no más próspera. Los pueblos son también otra cosa. No es fácil encontrar en ninguno aquel “maravilloso silencio” que maravilló a Don Quijote en la casa de Don Diego de Miranda, el del Verde Gabán. De Azorín a acá han cambiado las cosas mil veces más que de Cervantes a Azorín. Pero hay que concluir que Don Quijote, Sancho, Dulcinea, Maritornes existen. Los hemos visto. Ninguno de ellos ha leído el Quijote, pero sus afanes, creedme, no son diferentes a los de Cervantes, a los de sus personajes, a los nuestros.

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Para todos los lectores 

“Ningún libro más querido que el Quijote y acaso ninguno más lejano de españoles e hispanohablantes, obligados a leerlo en una lengua, el castellano del siglo XVII, que ni hablamos ya ni a menudo entendemos”, reflexiona el escritor Andrés Trapiello, colaborador habitual de Mg Magazine. Catorce años ha empleado en esta traducción “íntegra y fiel” al español actual que ahora publica, pensando en todos esos lectores que, como dice Mario Vargas Llosa en el prólogo, “ahora podrán ­disfrutar de ella y, acaso, sentirse incitados a enfrentarse, con mejores armas intelectuales, al texto original”.

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Cervantes, que creó dos personajes universales en Don Quijote y Sancho, llenó su libro de molinos que son gigantes o caballos de madera que vuelan. En la imagen: Clavileño. Desguaces (Tomelloso)

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Parking de un restaurante en Argamasilla de Alba

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Depósito de agua e iglesia de El Toboso

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Villanueva de los Infantes

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Campo de cereal entre Ossa de Montiel y El Bonillo

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Tinajas de Argamasilla

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