Siete Áfricas

Mundo

Desde las minas de RD Congo, del Níger o el Kalahari emergen distintos prismas de África. Hay historias duras y tristes, otras felices y llenas de enseñanzas. Estos siete relatos son una muestra de la complejidad del continente que retrata el libro Océano África.

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Roy y Mokenlo, dos niñas san del desierto del Kalahari, juegan a dar saltos sobre la arena de su aldea

Los san no quieren saber ganar

(Desierto del Kalahari. Botsuana)

Roy y Mokenlo se pusieron de pie al vernos llegar. En el desierto del Kalahari, donde habitan los san desde hace 20.000 años, no es habitual ver a blancos, así que para los dos hermanos, que apenas tenían 10 años, la tarde se presentaba entretenida. Su padre, vestido con una camiseta vieja de Brasil, saludó desde una silla frente a la cabaña familiar y dejó que sus hijos se acercaran a Júlia y a este periodista. Aunque en Botsuana el inglés es lengua oficial, aquellos dos niños, igual que prácticamente todos los bosquimanos que habíamos visto, sólo conocían la lengua san. Pero como para jugar no hace falta hablar, Júlia les chocaba las manos o les mostraba la palma y la escondía en el último momento y ya era suficiente fiesta. Roy y Mokenlo se desternillaban. Intenté enseñarles a jugar al pulso chino: se trata de darse la mano con el contrincante y tratar de atrapar con tu pulgar el dedo gordo del adversario durante unos segundos. Fue un fracaso total. Roy y Monkelo se dejaban apresar el pulgar sin oposición una y otra vez. Se reían cuando les aprisionaba el dedo, pero no comprendían que eso significaba que habían perdido. Les daba igual. No tardaron en aburrirse del juego.

En realidad, era una cuestión cultural. Jumanda, un san que nos había acompañado al desierto para que viéramos como el gobierno intentaba expulsar a los bosquimanos de sus tierras, y de paso permitir que se instalaran mineras de diamantes, explicó el porqué de la reacción de Roy y Monkelo: el pueblo san no es competitivo, y los niños abandonan los juegos que acaban en derrota o victoria de uno de los dos bandos. Cuando les llegó el turno a ellos dos de enseñarnos a nosotros un juego, se agarraron de una pierna y empezaron a saltar. Los últimos rayos de sol iluminaban sus camisetas de colores vivos mientras no paraban de dar botes sobre la arena. Aquellos dos niños san no jugaban a ganar o perder, simplemente jugaban. Como niños.

La sonrisa de los niños serpiente

(Kanté, Togo)

Como al día siguiente tenía que coger una motocicleta hacia Kanté, en el norte de Togo, me fui a despedir de Tchasso, Emmanuel y Alex. Eran tres niños demonio. En Occidente, el adjetivo para unos chavales como ellos indicaría que son revoltosos. En algunas partes de África Occidental, la palabra es una condena.

Cuando en una aldea ocurre una muerte inexplicable ­–y el sida, la malaria y otras enfermedades son comunes en la región–, el hechicero busca la respuesta. A veces, el charlatán culpa a un niño de haberse comido el alma de sus padres o hermanos; le acusa de ser un demonio o un “niño serpiente” al que hay que exterminar.

Tchasso, Emmanuel y Alex eran tres niños demonio. En Occidente, el adjetivo para unos chavales como ellos indicaría que son revoltosos. En algunas partes de África Occidental, la palabra es una condena

A Tchasso, Emmanuel y Alex, de entre 12 y 14 años, les llamaron serpientes. Tenían varias cicatrices de las que no se ven. Tras ser expulsados de sus familias y comunidades, habían vivido en la calle y sobrevivido a fuerza de hacer y recibir todo lo que una sociedad puede repudiar. Los encontré en el Foyer Immaculé, un centro salesiano en la localidad de Kara que acoge a unos 50 niños acusados de brujería. La calle los había convertido en niños duros. Una noche, Tchasso se escapó del centro para ir a jugar con una antigua cuadrilla callejera. Mientras jugaba entre unos tablones, resbaló y se hundió un clavo de dos centímetros en la frente. El miedo a que le expulsaran del Foyer le hizo saltar la valla del centro con sigilo y meterse en la cama con el hierro aún clavado en la frente. Un cuidador lo descubrió y lo llevó corriendo al hospital.

Por dentro, los tres eran de mantequilla. Si les acariciabas la cabeza, se quedaban muy quietos y cerraban los ojos, como si recordaran algo. Reían y hacían bromas todo el rato. Alex era un estudiante excepcional. Quería ser profesor y, me advirtió, iba a aprender español. Cuando lo decía, levantaba el índice hacia el cielo y lo movía hacia adelante y hacia atrás para que quedara claro que hablaba en serio. La última vez que lo vi, vestía un uniforme caqui que le habían dado en el centro y se dirigía a la escuela. Lo observé mientras se alejaba por una calle estrecha de tierra, con una libreta bajo el brazo. Antes de doblar la esquina, como si supiera que le estaba mirando, se giró, levantó el índice hacia el cielo, moviéndolo hacia delante y hacia atrás, y soltó una carcajada antes de desa­parecer.

Abuelo minero

(República Democrática de Congo)

Floribert Chihuza subía la ladera a buen ritmo y, aunque aún no había entrado en la mina ese día, su ropa estaba llena de polvo porque ese era su uniforme de trabajo diario. Llevaba una linterna frontal anudada en un gorro de lana lila y una barba espesa y negra que le convertían en el abuelo de todos. “Floribert! Il est le papá!”, bromeaban sus colegas de la mina, todos más jóvenes que él. El hombre tenía 50 años y llevaba 35 bajando a diario a aquella mina ilegal de oro de Kivu del Sur, en el este de la República Democrática de Congo. Como era el mayor de los cientos de mineros que arriesgaban sus vidas en aquellos agujeros y sabía que por ello le respetaban, se prestó sin que se lo pidiera a escoltarme durante todo el día. Se mantenía en silencio a mi lado y abroncaba con firmeza a los jóvenes que no paraban de preguntar quién era, por qué había ido hasta allí o pedían que les mostrara las fotos que acababa de sacar.

Floribert Chihuza tenía 50 años y llevaba 35 bajando a diario a aquella mina ilegal de oro de Kivu del Sur; “me habría gustado estudiar, pero en un sitio como este no hay opciones”, dice

Yo quería explicar por qué la pobreza y la violencia azotan Congo, uno de los países más ricos del mundo en minerales, con una tierra llena de coltán, oro, diamantes o cobre. Por qué las milicias rebeldes se han hecho con el mando de extensos territorios y explotan sus minas y caminos impunemente. También quería contar cómo esas minas tradicionales, sin ninguna medida de seguridad, son trampas mortales donde a menudo también trabajan niños. Floribert me escuchaba en silencio, sin interrumpirme. Al final del día, le pregunté cómo había acabado trabajando en una mina como esa. “Me habría gustado estudiar –dijo–, pero en un sitio como este no hay opciones. O te metes en un grupo rebelde, para matar y robar, o trabajas en una mina.

Floribert llevaba 35 años sobreviviendo a aquella decisión. La más valiente.

Mogadiscio Fútbol Club

(Somalia)

El más alto de los cinco llevaba una camiseta del Liverpool con el nombre del capitán: Steven Gerrard. En cuanto los blindados de la Amisom, la misión de la Unión Africana (UA) en Somalia, se detuvieron en mitad de la calle, los chavales se acercaron a ver qué ocurría. Tenían unos 12 o 13 años y todos llevaban sandalias. La avenida era como las demás de Mogadiscio: no había ni un solo edificio sin una varicela de impactos de bala o de mortero. Aquellos días eran más tranquilos porque los soldados ugandeses y ruandeses de la UA habían expulsado de la capital a la milicia fundamentalista Al Shabab, pero 20 años de guerra y desgobierno habían dejado la ciudad hecha un queso gruyere. Los niños me rodearon porque vieron una cámara y querían que les hiciera fotos. Posaban muy serios, con las manos en los costados, en posición militar, así que les hice preguntas para relajar el ambiente.

–¿De qué equipo de fútbol sois?, dije.

Me miraron como si fuera un marciano.

–¿Madrid?, ¿Barcelona?, ¿Chelsea? ¿Manchester?, propuse.

–Madrid, dijo el primero.

–Barcelona, el segundo.

–Chelsea y Manchester, respondieron el tercero y el cuarto; siguiendo el mismo orden de clubs que había propuesto

El quinto, el de la camiseta del Liverpool, se quedó sin saber qué decir.

–Mmmm, del Mogadiscio, dijo por fin.

Los últimos activistas del Delta del Níger

(Nigeria)

En la aldea de Bodo las barcas no flotan y parece que duermen. La mezcla de petróleo, agua y barro acumulada en la orilla es tan compacta que una persona puede caminar sobre ella, aunque hundiéndose hasta la rodilla e impregnándose de una pasta negra de un intenso olor a gasolina. Desde el antiguo muelle de Bodo, Saint Emmah Pi, jefe del consejo de ancianos de la localidad, observaba cómo unos chicos empujaban una barca chapapote adentro, hasta donde el río era más profundo y se podía navegar. Saint Emmah llevaba una gorra negra, la camiseta reserva azul de la selección inglesa de fútbol y era un hombre pasional. Cuando empezó a hablar, no pude pararle: “Lo han destruido todo. Shell y las otras. Lo puedes ver con tus propios ojos. Mira a tu alrededor, no hay vida. La vida de esta comunidad depende del agua, y los hombres ya no pueden ir a pescar. Los niños ya no pueden aprender a pescar. Las mujeres ya no pueden vender el pescado. Estamos totalmente perdidos”, escupió.

“No podemos quedarnos aquí. Tenemos que emigrar. Morimos cada día y enfermamos. ¿Ves a la gente andando sobre el agua? ¿Qué podemos hacer?”, dice un activista del delta del Níger

Desde que en el año 1956 se descubrió petróleo en la zona y se empezó a explotar el oro negro, se han vertido por corrosión, mantenimiento deficiente de las instalaciones, robo o sabotaje hasta 13 millones de barriles de petróleo en uno de los parajes naturales más ricos del mundo. El equivalente a sufrir 25 veces el desastre del Prestige, que llevó una marea negra a las costas de Galicia en el 2002. “Somos como refugiados –prosiguió Saint Emmah, que seguía en su denuncia–, no podemos quedarnos aquí. Tenemos que emigrar. Morimos cada día y enfermamos. ¿Ves a la gente andando sobre el agua? ¿Qué podemos hacer? Nos estamos muriendo aquí”.

Cuando hablaba, Saint Emmah movía mucho los brazos y señalaba aquí y allí, como si quisiera indicar los lugares contaminados. No hacía falta porque absolutamente todo a nuestro alrededor era agua negra y bosques en silencio, sin vida, pero Saint Emmah insistía. Expresaba su indignación con una intensidad admirable. Y valiente. El delta del Níger es un lugar peligroso porque los enormes beneficios económicos del petróleo son patrimonio de gente con pocos escrúpulos. Ponerse enfrente puede ser fatal, y varios activistas han sido asesinados en los últimos años. Le pregunté a Saint Emmah si no tenía miedo. “A veces la vida te empuja hacia el lugar donde debes estar. Yo no soy un activista, soy un hombre al que le han arrebatado todo y está donde debe estar”, dijo. El viento sopló y levantó un aire con fuerte olor a carburante.

The show must go on, Madiba

(Qunu, Sudáfrica)

Era el último acto de despedida a Nelson Mandela, fallecido una semana antes, así que vieron en esas horas su última oportunidad. Después del funeral de estado en el Soccer City de Soweto o la capilla ardiente en Pretoria, la aldea de infancia del expresidente sudafricano, Qunu, atrajo a cientos de periodistas de todo el mundo para cubrir el entierro familiar. La colina frente a la casa, que ofrecía unas inmejorables vistas del valle y de la casa del clan Madiba, fue conquistada por furgonetas, antenas de televisión y una pantalla gigante para que los vecinos siguieran la ceremonia. Ahí se situaron los buscadores de la fama efímera. Algunos iban vestidos con disfraces de despedida a Mandela, otros se acercaban disimuladamente a cualquier micrófono e incluso había uno, un tipo anciano vestido con la ropa tradicional xhosa, la misma etnia de Mandela, que simulaba rezar apesadumbrado. Se colocó de rodillas al borde de la colina, apuntando sus manos cruzadas al hogar del héroe antiapartheid, y susurraba oraciones. Ni siquiera los cien clics de las cámaras de foto que inmortalizaron el momento parecieron perturbarle.

“Los bandidos nos robaron un burro, pero nos queda otro y un carro. Puedo ir a buscar agua y venderla”, decía Mohamed, y así se sentía afortunado en el campo de refugiados más grande de África

Cuando acabó de rezar, le pregunté si podía hablar con él, y me dijo que sí, pero si le pagaba 20 rands (dos euros). Después de cinco años viviendo en Sudáfrica, había sido testigo del extraordinario respeto que la gran mayoría de los sudafricanos siente por su líder. Blancos, negros y mestizos sienten devoción por el hombre que, tras 27 años en prisión, fue capaz de enarbolar la bandera del perdón y unir al país. Los días de su despedida, con la familia peleándose por la herencia, el ninguneo al arzobispo Desmond Tutu, a quien no quisieron invitar al funeral, no estuvieron a la altura. Sólo lo salvó el pueblo sudafricano, que salió a la calle a cantar y celebrar la vida de un hombre extraordinario.

Meses antes, junto a la misma colina desde donde observábamos el adiós al Nobel de la Paz y los últimos pícaros trataban de arañar unas monedas a la ocasión, vi a unos niños deslizarse por las piedras en la que Mandela jugaba de niño. “Las colinas de Qunu –escribió ­Nelson Mandela en su autobiografía– estaban salpicadas de grandes rocas lisas que transformábamos en nuestra propia montaña rusa. Nos sentábamos en las piedras planas y nos deslizábamos por su superficie hasta que nuestros traseros estaban tan doloridos que no podíamos sentarnos”. A uno de los chavales, que se llamaba Thabo y trabajaba de pastor, le pregunté qué haría él si Mandela, que por entonces ya estaba gravemente enfermo, fallecía.

–Iré a su casa a brindarle mis respetos.

–¿Y si no te dejan entrar?

–Si no me dejan entrar, me quedaré fuera esperando.

El carro

(Dadaab, Kenia)

En el verano del 2011, cuando la peor sequía en 60 años azotaba el cuerno de África y el caos en Somalia llevó a millones de personas a huir por el desierto hacia Kenia, había pocos rostros felices en Dadaab. En el campo de refugiados más grande del continente, que albergaba a más de medio millón de personas, Mohamed era uno de esos pocos. Estaba junto a su mujer y tres hijos frente a un pequeño refugio de ramas con forma de medio cascarón de huevo.

–¿Cómo estás?, le pregunté.

–Muy bien, estamos bien.

Me sorprendió la respuesta porque eran los peores días de la emergencia, con 1.500 nuevos refugiados cada día, y era la primera persona que respondía sin (justificados) lamentos. Como adivinó mi sorpresa, Mohamed continuó:

–Estamos bien. Los bandidos nos robaron un burro durante el camino.

–No parece una buena noticia –le corté.

–No, pero nos queda otro burro y un carro. Puedo ir a buscar agua y venderla –y entonces Mohamed nos mostró la sonrisa más amplia y feliz de toda la clase alta de Dadaab.

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El centro salesiano Foyer Immaculé acoge a medio centenar de niños de la calle, muchos, acusados de brujería

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Floribert Chihuza (arriba), el más veterano de los mineros de la aldea de Nyamural, donde se extrae oro de manera tradicional e ilegalmente

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La presencia de niños y hombres armados es una constante en las calles de Mogadiscio

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Los vertidos de petróleo han convertido en una pesadilla la vida en la aldea de Bodo, en el delta del Níger

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Un grupo de sudafricanos despide a Nelson Mandela durante el funeral de Qunu, la aldea de infancia del Nobel de la Paz

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Durante la sequía en el cuerno de África del 2011, un carro o los animales domésticos eran una oportunidad de sobrevivir

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Mogadiscio, Somalia

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