Tesoros e historias en el Rastro

cultura

Andrés Trapiello lleva 40 años acumulando experiencias de domingo en el célebre mercadillo madrileño que ahora plasma en un libro (El Rastro. Editorial Destino), que él mismo presenta aquí y que es una guía histórica, teórica y práctica.

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Todo el mundo sabe qué es el Rastro, como se sabe en Francia, y aun en muchas partes del mundo, qué es el Mercado de las Pulgas. En parte porque tanto en Francia como en España los mercadillos de cosas viejas han acabado llamándose en pueblos y ciudades de provincia igual, el Rastro o las Pulgas. A mí, como nombre, me gusta más el que le dan en Barcelona: los Encantes. Tiene algo de bazar oriental. El de Madrid se llama así (desde el siglo XVI, aunque el de cosas viejas es algo posterior, del XVII o XVIII, más o menos) porque ese mercadillo estaba al lado de un matadero, donde las reses dejaban un rastro de sangre. El matadero estaba al sur de la ciudad, en los barrios bajos (y de ahí “barriobajero” y “rastrero”).

Esto es más o menos todo lo que hay que saber de su historia.

El Rastro de Madrid se llama así porque ese mercadillo estaba al lado de un matadero, donde las reses dejaban un rastro de sangre. El matadero estaba al sur de la ciudad, en los barrios bajos, y de ahí “barriobajero” y “rastrero”

Lleva uno yendo al Rastro cuarenta años, no sólo los domingos. Al principio también iba los días de fiesta y muchos de diario. He hecho un cálculo somero: dos mil veces. Algunos amigos, atónitos ante una asiduidad tan sin desmayo, me preguntan: ¿y esa manía, y esa perra?

Veamos. Al principio íbamos buscando libros viejos. Hablo en plural porque siempre hemos ido juntos Juan Manuel Bonet y yo. Dos clases de libros: los que se encontraban en las librerías, pero más baratos (estábamos lampando), pero principalmente los que no se encontraban en las librerías, y no sólo por razones políticas: quiero decir que en aquellos años, 1980, tan raro era un libro de Chaves Nogales o de Gaziel, inexistentes en el universo literario español, como los de Cunqueiro o de Pla, todavía vivos, pero igualmente orillados e invisibles (por no hablar de Azorín o Gómez de la Serna, polvorientos y con el estigma de haber sido franquistas). Al principio, como he dicho, el reclamo fueron los libros. Ni el Diccionario de las Vanguardias, de mi amigo, ni Las armas y las letras, sobre los escritores en la Guerra Civil, hubieran sido posibles sin nuestras empeñadas visitas al Rastro.

Pero en mi caso los libros dieron paso pronto a otro interés: las cosas viejas, en general, y las historias que se oyen en el Rastro por todas partes, a todas horas. Historias increíbles, porque vienen pegadas a la cosas viejas, que traen consigo las historias de sus dueños, la mayor parte de ellos muertos. Esas cosas son, como si dijéramos, sus despojos, lo que el sonido del mar en una caracola. Y, como es bien sabido desde Homero, hemos venido a este mundo a oír historias y a veces a contarlas y, algunas, a cantar y honrar su memoria. “Canta, oh musa, la cólera de Aquiles”. Así empieza La Ilíada. Salvando mucho las distancias, así le habría gustado a uno empezar este libro del Rastro que he escrito: “Canta, oh musa, la historia de las cosas viejas…”.

Hay quien cree que la humanidad se divide entre los que son cosistas y los que no, aquellos a los que les gustan las cosas, tenerlas, conservarlas, cuidarlas, y aquellos a los que las cosas les dan un poco igual. A mí me parece una división artificial, porque todos somos cosistas, en mayor o menor grado. El ser humano es, por naturaleza, cosista; a todos nos cuesta desprendernos de algunas pertenencias: desde el pequeño retrato fotográfico de alguien querido hasta la casa de nuestros ancestros, que está cayéndose a pedazos en un pueblo ignoto. Y al mismo tiempo todos acabamos buscando cosas que, pese a no necesitarlas (hasta que al fin las encontramos), nos hace ilusión llevarnos.

Por eso todo el mundo se ha asomado alguna vez al Rastro, y le gusta el Rastro, incluso los que van sólo a ver y no compran nada (la mayoría). ¿Y por que les gusta y por qué van, si no van a comprar nada?

LAS TRES RAZONES

Hace años la pintora Carmen Laffón, a la que llamé para decirle que se vendía un cuadro suyo en una subasta, me dijo que le daba una noticia triste: cuando alguien vende un cuadro, añadió, era por una de estas tres razones: o porque su dueño había muerto, o porque necesitaba el dinero o porque había dejado de gustarle el cuadro. Yo en cambio lo veía de otra manera: cuando alguien compra un cuadro, o cualquier otra cosa de las llamadas suntuarias, es también por una de estas tres razones o las tres juntas: porque le ha gustado mucho, porque no le hace falta el dinero para necesidades perentorias y porque tiene salud para disfrutarla.

Y con esto entramos de lleno en el asunto: ¿qué espera la gente encontrar en los rastros o pulgas del mundo, si a menudo ni siquiera sabe qué va buscando?

Los del Rastro suelen ser tesoros que no por baratos dejan de serlo. Y así es como algunos han comprendido que quizá en esas cosas viejas está escondida o espera encriptada la respuesta a enigmas que las nuevas no nos han dado

En mi opinión vamos buscando todos algo que hemos perdido, por lo general en la infancia, algo íntimo, tesoros a menudo sin valor para nadie, excepto para nosotros. En el Rastro tenemos una cita con nuestro pasado. Por eso le gusta a todo el mundo. La gente pasea por los grandes almacenes con una expresión de fastidio y cansancio. Hay que observar la cara de los que van al Rastro, en todos la misma sonrisa luminosa y fascinada por lo que van viendo, como si les hubieran franqueado la entrada de nuevo en su niñez: la mayor parte de las cosas que ven se la recuerda (los tebeos que leyeron de niños, los juguetes con los que jugaron, los electrodomésticos que usaban sus madres, las herramientas que vieron utilizar a sus abuelos).

A veces ni siquiera son cosas que supiéramos que existían (el caso de muchos de los libros que encontramos o de tantos objetos inauditos que parecen llegar intactos desde los tiempos de Maricastaña), pero apreciamos de inmediato su valor único, sentimental, histórico, sociológico, literario o artístico, más que monetario. Los del Rastro suelen ser tesoros que no por baratos dejan de ser tesoros (intentad convencer a un niño de que su colección de botones es una colección de bagatelas).

Y así es como algunos han comprendido que quizá en esas cosas viejas está escondida o espera encriptada la respuesta a enigmas que las nuevas han sido incapaces de darnos. Un solo ejemplo: sin el hallazgo de A sangre y fuego de Chaves Nogales o las Meditaciones de Gaziel, hubiera costado bastante más comprender lo que los totalitarios de las dos Españas, de izquierda y de derecha, hicieron durante cuarenta años con los intelectuales disidentes de la tercera España, en España o en el exilio, la misma determinación en ambos lados por extirparlos del único relato oficial (ese, por cierto, que algunos quieren escribir otra vez). Se entiende así que esas personas se tomen la molestia de acopiar y ordenar eso que encuentran casi siempre descabalado y hecho migas, sin importarles los madrugones ni gastarse el dinero en cosas en apariencia insignificantes.

TEORÍA DE LAS ESPADAS Y REGLAS DEL REGATEO

Claro que las cosas tampoco se le aparecen a uno en el Rastro sólo porque se vaya allí todos los domingos. “Sólo vemos lo que nos mira”, decía Franz Hessel. El Rastro es la prueba. Cuando era muy chico, mi hijo Guillermo me pedía cada domingo que le mercara una espada. Yo no quería que se hiriera con ninguna, pero no le mentía al decirle que en el Rastro no había espadas, porque lo cierto es que jamás las había visto. Harto de oírlo, quiso verlo con sus propios ojos. Apenas pusimos el pie en una de sus calles, vio la primera. Y en dos horas, cuatro o cinco. Sólo estamos en condiciones de buscar en el Rastro (y en la vida) lo que ya llevamos encontrado de casa.

Pero si no siempre es fácil encontrarlo, menos aún es comprarlo, incluso cuando se tienen dinero y ganas.

Comprar en el Rastro es un arte, porque anda por medio el regateo. El regateo es la manera que se tiene allí de acotar el valor de unas cosas y trastos viejos cuyo valor a veces no conoce nadie. Hay quienes creen que los rastreros saben latín y quienes piensan que en el Rastro hay muchas gangas, que se les escapan a los rastreros, gentes sin cultivar y de limitada instrucción. Ninguna de las dos cosas son verdad. En pocos lugares es más exacto aquello de que todo lo sabemos entre todos y en pocos hay que ser más humilde. Para eso está el regateo.

En el Rastro hay muchas reglas, pero sirven de poco, porque hay igual número o más de excepciones. Pero la primera de todas es tratar al rastrero con respeto, y no ofrecer veinte si te ha pedido doscientos (claro que puede ocurrir que al ofrecerle veinte, te lo dé sin regatear, porque no vale ni dos). Otra regla es, en lo posible, no mostrar interés por nada y dejar el objeto, después de examinarlo, donde estaba, en el suelo, por ejemplo (en la mano las cosas aumentan de valor). Los tratos y regateos en el Rastro son como una partida de póquer con las reglas del mus, o aquello que decía Machado de los gitanos: se mienten, pero no se engañan. Tampoco se puede meter uno en el trato de otro, hasta que este no termina (y menos aún pujando)… Yo no sé cuántas reglas no escritas hay en el Rastro, muchas, como en la vida, y todas se interpretan como en la vida también, de oído, sin partitura.

UN LIBRO

Esa es probablemente la razón por la que ha tardado uno tantos años, más de treinta, en escribir este libro: porque va del Rastro tanto como de la vida, y ha tenido uno que escribirlo de oído. Para los amantes de los detalles exactos, en la primera parte se cuenta su historia con algún pormenor. En la segunda y tercera ha tratado uno de dilucidar la pasión que compartimos tantas personas en todo el mundo (al de Madrid acuden cada domingo entre cincuenta y cien mil). En la tercera se habla de algunos de los hallazgos curiosos que he hecho en el Rastro, objetos que comparecen en representación de todos los que ha comprado uno a lo largo de estos cuarenta años: un libro, un plato antiguo, un pequeño mueble, una tarjeta postal, un brazalete de marfil, un abrecartas, una pintura anónima…

Cada uno tiene su historia y forman a su modo, mucho más modestamente, “la casa de la vida”, por emplear la expresión de Mario Praz. En realidad, más que las cosas, le interesan a uno, decía al principio, las historias que vienen con ellas, las historia a que dan lugar. Y en la cuarta, una corta selección de fotos de las miles que he hecho, con sus historias, esas que justifican levantarse a las siete de la mañana los domingos de estos últimos cuarenta años.

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