Un menú de esencias japonesas

gastronomía

Kaiseki de los monjes yamabushi, ternera de Maesawa, barbacoa de ostras... En las tabernas de un Japón fuera de circuito bullen platos milenarios y misteriosos que dan otra dimensión a una gastronomía tan alabada como desconocida.

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Un festín en forma de kaiseki (foto: Getty)

Un domingo por la noche los comensales abarrotan Rikyu, cantina humilde situada en una callecita de la ciudad de Sendai, norte de Honshu, Japón. Mesas sin mantel, suelo de tablas de madera, paredes decoradas con los menús especiales. Los camareros hacen una reverencia y dan alaridos de júbilo detrás de la barra cuando ven entrar más clientes. No hay rastro de estrellas Michelin, y sin embargo, la taberna es un lugar de peregrinación para los amantes de la lengua de vaca, plato bandera de la Ciudad de los Árboles.

La barbacoa de ostras de Matsushima es una aventura olorosa y pantagruélica en la que se come a contra reloj: ‘fast food’ a la japonesa

La lengua (gyutan) se sirve braseada, a veces cortada fina, casi siempre rosada y acompañada de arroz nacarado, verduras al vapor y una sopa clara con puerro en juliana. Con dos o tres bocados la evidencia humea en el plato. El sabor, el olor, la invasión de umami en las papilas explican por qué la cocina japonesa es el gran océano de los sentidos donde los chefs más curiosos y creativos del planeta, y los que aspiran a serlo, se zambullen para intentar comprender sus secretos y, de regreso a sus orígenes, reinterpretarlos en sus cartas.

En el horizonte, remoto pero visible, aparece una gastronomía que no es tan conocida a pesar de ser tan elogiada y cuyo éxito radica en detalles nimios, sabores rotundos, técnicas concienzudas, como las de un relojero ultrapreciso. A veces los platos están anclados a una tradición milenaria enraizada en el budismo o el sintoísmo; a veces por las necesidades políticas impuestas por la apertura forzada a occidente con la llegada de la era Meiji (1868), las guerras mundiales o la escasez.

La lengua, sin ir más lejos, se empezó a consumir en un restaurante en 1948, después de acabada la Segunda Guerra Mundial. Era carne barata y sabrosa que hasta entonces había pasado desapercibida.

Durante diez días, Magazine ha recorrido sensaciones, perfumes y texturas que cuestan de encontrar en nuestras ciudades.Desde el restaurante más elegante y fino hasta el puesto callejero más modesto, pasando por hoteles, bares, barbacoas, bodegas, chiringuitos de playa o las izakayas (tabernas de tapas), un tsunami de sabores que sólo se asimila muchos días después de haber regresado a casa.

Barbacoa de ostras. Marisquería Matsushima. El nombre promete, también el paisaje: un mar moteado por islotes cubiertos de pinos. La marisquería es un local de batalla donde el olor es tan penetrante que los abrigos de los comensales cuelgan en ganchos pero dentro de bolsas de plástico transparentepara que no apesten. El sabor es de aquellos que no dejan indiferente. Tampoco la experiencia. Hay que comer con cierto garbo pues un cronómetro marca el tiempo que se tiene para acabarse las decenas y decenas de ostras. Extraño fast food. A quienes no les gusten, siempre se pueden refugiar en el bol de arroz integral con camarones y en el té de trigo y arroz.

Flan salado, bambú tierno, setas silvestres... el menú de los monjes yamabushi es vegetariano, ascético, milenario, suave y sabroso

Kaiseki, la ‘vieille cuisine’. En ciertas áreas rurales, donde apenas llegan turistas extranjeros, no hay ni rastro de comida occidental. La inmersión culinaria es completa. En hoteles de alta gama, como el Harataki en la ciudad de Aizuwakamatsu, la carta es un auténtico lujo asiático... y sólo asiático. Aquí manda el kaiseki-ryori, bandejas individuales repletas de cuencos pequeños o grandes, con recetas frías y calientes, saladas y dulces, cuyos ingredientes se van combinando con arroz y sopa de miso blanco. Es la vieille cuisine japonesa, de la que tomaron muy buena nota los artífices de la nouvelle cuisine francesa por la combinación de sabores, tamaño y presentación artística. En el Matsushima Century una noche se puede cenar saurio frito sobre hoja seca de higuera, tofu de sésamo, rosbif con hojas de espinacas y remolacha, albóndigas de raíz de loto, sopa de ligera de marisco con almejas y setas enokitake, mochi de pérsimon con mandarina, dulce de castaña y licor de ciruela.

El camino del monje yamabushi. Una de las variantes más ancestrales del kaiseki es el shojin-ryori, menú vegetariano que desde hace 1.500 años alimenta a los yamabushi, monjes-eremitas budistas del templo Dewa Sanzan, que se entrenan en el Monte Haguro de Tsuruoka. El día de la visita, el menú consta de flan salado, berenjena estofada con soja, brotes tiernos de bambú pelados y guisados, setas del bosque salteadas… El chef Shinkichi Ito, al frente del restaurante Saikan, situado junto al templo, sigue la filosofía ascética del shojin-ryori. Esta es una de las cocinas más lejanas y espirituales de Japón, pues entronca con la meditación y la filosofía zen. Sentado en el suelo, un visitante comenta que se siente como Tom Cruise en El Último samurái. El monje yamabushi que preside la comida revela que esa historia está inspirada en hechos reales acaecidos a pocos kilómetros del templo.

Haruki Sato, un chef en el bosque. La comida del yamabushi promueve la humildad y la unión de la congregación monacal. Uno de los que mejor ha reinterpretado y enriquecido esta tradición culinaria ha sido el joven chef (31 años) Haruki Sato, cuarta generación de la familia al frente del restaurante Dewaya, una fonda en Nishikawa, junto a la montaña sagrada Gassan.

Durante décadas, los peregrinos ascendían a su cima vestidos con kimonos blancos, símbolo de muerte, como viajando al más allá. Es por sus riscos, hondonadas y riachuelos donde Sato (y los recolectores que le ayudan) empieza su jornada laboral, especialmente a partir de abril. Antes la nieve lo impide. En el bosque recolecta parte de los ingredientes silvestres, mayoría en su menú, uno de los más suntuosos de este viaje. Los encuentra incluso con la cortina de lluvia que está cayendo. Espinacas para hacer una ensalada fría (ohitashi), una caldo caliente (nabe), vegetales acuáticos (kawamatsu), pétalos de crisantemo, plantas silvestres (kinomoe, shidoke, urui, mizu…), los brotes de bambú autóctonos, distintas clases de brotes de helecho, espárragos, 31 tipos de setas y hasta musgo seco que ayuda a dar gusto a los caldos.

El consumo de carne fue esporádico en Japón hasta la mecanización de la era Meiji (1868): los animales de carga y tiro ya no eran necesarios

Carne. Volumen I. Sukiyaki. La tradición japonesa de comer carne con regularidad es reciente. Se impone con el cambio del periodo Edo –el de los samuráis–, a la era Meiji, la de apertura cultural a Occidente, que se inicia en 1868. Según los preceptos budistas es malo quitar la vida de otros y, aunque se permitía comer pollo y pescado, y era habitual comer ciervo y jabalí. La incipiente mecanización dejó fuera del mercado laboral a los animales de carga y de tiro que acabaron en el matadero.

Cuando se empezó a consumir esas otras carnes, los cocineros y los comensales descubrieron que eran muy duras y tenían un sabor muy fuerte. Así, se empezaron a guisar con vinagre, mirin (un vino de arroz parecido al sake) y soja, una tradición casi idéntica al shabu shabu, de origen chino. El yakiniku, carne a la plancha o a la brasa comida a trocitos, tiene sus raíces en la cocina coreana, muy influyente en Japón al inicio del periodo Showa (1926-1989).

Carne. Volumen II. Maesawa. La carne de buey de Kobe tiene la fama, pero no es mejor que, por ejemplo, la de Maesawa, en la prefectura de Iwate, donde a las se las cría con esmero y cuya carne es lo más parecido a un mármol rosa veteado de blanco que se deshace en el paladar y llena la boca de felicidad absoluta. Sucede en uno de los mejores restaurantes de la ciudad de Oshu. Ogata es un establecimiento de carretera multipremiado por el producto local que ofrece. Cada comensal disfruta de tres piezas de tres o cuatro cortes distintos, más magros o más grasos. Todos tienen sus matices y más si se complementan con arroz y ensalada, aunque en este festín, los aderezos son más secundarios que en la ceremonia del kaiseki.

La maestría artesana que han alcanzado los ganaderos de Kobe o Maesawa no deja de ser curiosa. Primero por la corta tradición de ingerir carne de manera habitual en el país. Y segundo, porque la apuesta por la calidad extrema se remonta a unas tres décadas, cuando estalló una guerra comercial con EE.UU. Las autoridades norteamericanas reclamaban a las niponas una bajada del precio y de la calidad de su carne y estas optaron por el camino inverso y dieron con la tecla. Durante años la carne de calidad no se podía exportar, ahora ya sí. El éxito se ha hecho internacional.

Polos de carne, tortilla y tempura. Para el epílogo, un piscolabis de platos sueltos en lugares remarcables. Polos de carne caliente en forma de maraca, especialidad de los puestos y tabernas de Ouchijuku conjunto de casas y fondas antiguas de la época Edo en la que se alojaban los jefes feudales con su séquito en sus visitas obligatorias a la capital. Es allí donde se degusta la sopa gozuyu de fideos soba fríos sobre plto de bambú. En los bares del antiguo mercado del pescado, ya cerrado, de Tsukiji también hay polos de tortilla hecha con capas tan finas que el huevo parece seda. Reina la tempura en la ikazayas, un legado del contacto cultural de los japoneses con españoles y portugueses hace 400 años. Herencias compartidas de platos que dejan huella.

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Barbacoa de carne de Maesawa en el restaurante Ogata, Oshu

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Barbacoa de ostras en una de las marisquerías populares de Matsushima

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La lengua de vaca braseada (gyutan) es un plato típico de Sendai

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El señor Sato, padre de Haruki, el chef de Dewaya

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Plato de Dewaya elaborado con verduras recogidas en el bosque

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Brotes frescos de bambú, que se suelen comer hervidos

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Sopa de almejas, verduras y setas enokitake en el hotel Century Matsushima

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