Una lucha en las antípodas

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Los aborígenes australianos viven en ese subcontintente desde hace al menos 65.000 años, según científicos que hallaron un revelador refugio en el parque nacional de Kakadu. Esto es 5.000 años antes de lo que se creía. Pero la noticia no cambiará la marginalidad de una comunidad que el pasado octubre vio cómo el primer ministro australiano rechazaba la propuesta para que pudieran expresarse con un grupo propio en el Parlamento... frente al que acampan desde 1972 reclamando derechos. Ahora, enarbolan una pancarta que reza: “Soberanía”.

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Familia de ganaderos en Carnarvon tras el partido de footy (fútbol australiano) que acaba de jugar el hijo mayor

Imagina que la nuestra fuera la cultura más antigua del mundo y nos dijeran que no tiene ningún valor”, planteó en 1992 el entonces primer ministro Paul Keating en un discurso legendario donde reprochaba a sus ancestros colonos haber traído la “devastación y desmoralización a Australia”. La contundente autocrítica del llamado Redfern Park Speech sugería que algo iba a cambiar en el país.

Los aborígenes y los isleños del estrecho de Torres (aborígenes del nordeste australiano) se permitieron una cierta esperanza: en 1967 habían sido considerados ciudadanos y censados por primera vez. En 1972 se firmaron decretos para proteger su patrimonio. En 1975 fueron reconocidos iguales al resto de los ciudadanos ante la ley. Y en 1992 Keating invitaba a que la población blanca recapacitara sobre los abusos cometidos con sus, al fin y al cabo, compatriotas. En el 2016 se censaron 649.171 aborígenes, que suponen un 3% de la población. Nueva Gales del Sur y Queensland son los estados que concentran a un mayor ­número, si bien es en el norte y el interior del país donde disponen de más derechos sobre el territorio.

En el 2017, los autobuses que se adentran en la Australia remota están llenos de aborígenes envueltos en mantas que despiden un potente olor. En las estaciones de servicio nocturnas, si compran algo, son fritos, dulces o bebidas cafeínicas, que consumen alumbrados por el resplandor de sus móviles. Solos. De día, por las calles de los pueblos menudean las pandillas de chavales descalzos. En los supermercados, suelen ser los que van con capucha, chándal y rostro más serio que los demás.

“La ley nos ha separado de la tierra. Hay un reconocimiento oficial, sí. Tenemos la lengua, sí. Poco más”, señala Roni, una aborigen que se queja de que a los indígenas los expulsaron de sus territorios en toda Australia para explotar las riquezas naturales

La separación entre aborígenes y el resto de la población australiana es aún enorme. Las antiguas buenas intenciones del gobierno, sublimadas en el 2008 con una petición de perdón oficial y la devolución de algunos territorios que habían pertenecido a los aborígenes, topan con la incomprensión popular: “No les entra en la cabeza nuestra idea de trabajo. De pronto, desaparecen”. “No conozco a ninguno, ni me importa no conocerlo”. “Viven en otra dimensión”. La mayoría de los ciudadanos no aborígenes responden así, igual en Perth que en Melbourne o la capital, Canberra, donde Manuel Cacho, el embajador español en Australia, asegura que “prácticamente no ves a aborígenes por la calle”.

En Geraldton, ciudad de la costa oeste, los aborígenes saben por qué les apartaron: “Hace veinte años, aquí había peces por todas partes –dice Roni, una mujer de 39 años–. Ahora no. Pusieron escolleras, fábricas, ampliaron el puerto comercial. No nos permiten movernos por muchas áreas del bosque y... me preocupa mi incapacidad para conectar con mi propia tierra”.

–Tenéis el arte –le dice el visitante, porque Roni trabaja en The Marra, una pequeña galería de arte aborigen.

–El arte –sonríe con pena y asco–. La ley nos ha separado de la tierra. Hay un reconocimiento oficial, sí. Tenemos la lengua, sí. Poco más. Los humanos han olvidado de dónde vienen. Han olvidado el medio ambiente. Y ahora deberán afrontar la caída.

Roni señala que los aborígenes de Geraldton fueron expulsados de sus territorios porque los blancos querían controlar el mar. En cada zona hubo un motivo. Las minas de carbón. Las de oro. Hierro. Bauxita. Playas donde edificar bungalows.

Los lobbies político-empresariales consiguieron que en el 2012 se reinterpretara el término “sagrado”, eliminando de la lista patrimonial los lugares vinculados a las canciones aborígenes, cuando resulta que esas canciones señalan infinidad de enclaves espirituales. En los últimos años, alrededor de 3.000 lugares han perdido su calificación de patrimonio aborigen, según arqueólogos de la Universidad del Oeste de Australia.

El creciente desapego continúa materializándose en, por ejemplo, la retirada de ayudas gubernamentales a localidades aborígenes como Buttha Windee. Allí, el gobierno finiquitó las subvenciones alegando un coste excesivo. ¿Consecuencias? El agua dejó de depurarse, y buena parte de la comunidad enfermó. En numerosos cauces del país se han detectado ni­tratos, uranio, metales o arsénico, producto de las actividades mineras.

De todas formas, las ayudas a aborígenes son una clave de la política australiana. “Aparte de la obligación de cumplir con lo más básico de los derechos humanos, la culpa y vergüenza que siente gran parte de la población blanca por haber maltratado a los moradores originales hace que se les dé todo tipo de facilidades y se les perdonen abusos”, dice el escritor, profesor e hispanista Luke Stegemann, quien señala lo insano de una situación que convierte en “una especie de racista” a cualquiera que critique a los aborígenes sin pertenecer a la comunidad.

El 15% de los alumnos de Stegemann son indígenas. “Hay regiones donde la tradición ordena que cuando un anciano muere se guarden unas semanas de luto, y eso implica no ir a clase. El curso pasado murieron tres o cuatro abuelos. Los chavales perdieron casi dos meses lectivos”, señala Stegemann. “Por eso –añade– cada vez hay más aborígenes que piden modernizar sus leyes y ser más autónomos. Pero en lo de las subvenciones hay muchos intereses creados. Por ambas partes”. Y las partes son antagónicamente conservadoras.

Antinatural

La forma aborigen de vincularse a la tierra dista literalmente milenios de la de un occidental. Una muestra: caminando por un parque de Mareeba, en el este de Australia, un aborigen pide un cigarro, y entonces el paseante, que ya lleva quince minutos allí, descubre que estaba rodeado de ellos. Cada uno retrepado en un banco o un árbol, todos solos, a bastante distancia uno de otro. Miran inmóviles como estatuas, transmitiendo cuánta verdad hay en esas historias sobre su, para los occidentales, inasible sentido del aislamiento.

Cuando en 1770 el capitán Cook desembarcó en Australia, Occidente empezó a pervertir la idea aborigen del silencio y de relación con la naturaleza. La tecnología de los colonos aplastó a los nativos, reducidos a una condición animal hasta el punto que los abuelos de muchos australianos blancos actuales aún salían a cazar personas después del té. Durante décadas, los niños aborígenes fueron arrebatados a sus madres y entregados a familias de colonos como sirvientes con el propósito de “integrarlos”. Durante siglos, los aborígenes han recibido una agresión sostenida equivalente a la que ha alterado el equilibrio de un ecosistema hoy castigadísimo debido a la sequía y las plagas.

Con la llegada de los colonos, los nativos fueron reducidos a una condición animal, hasta el punto de que los abuelos de muchos australianos blancos de hoy todavía salían a cazar personas después del té

Por otra parte, existe una incompatibilidad orgánica. En Mareeba, uno de los muchos pueblos con casino, bastantes jugadores indígenas vienen de las semibarracas del otro lado del río. En el casino sirven alcohol. Ludopatía y alcoholismo, sobre todo este último, son males enquistados en la población aborigen. “El alcohol es la mayor causa de enfermedad entre varones de 15 a 34 años”, indica Health Infonet, web sobre la actualidad sanitaria aborigen.

¿A qué se debe? Luis Salvador-Carulla, psiquiatra que trabaja en Australia desde hace seis años, dice que “son factores históricos, sociales y ambientales unidos a otros biológicos, como una menor tolerancia al alcohol”.

El metabolismo aborigen también procesa fatal muchos de los alimentos introducidos por los colonos. Durante milenios, los pobladores de Australia se alimentaron de lo que ofrecía el entorno: los de las zonas de arbustos, comían a base de plantas, insectos y algo de caza. Los que vivían en la costa, recurrían al pescado, las tortugas, los moluscos... La introducción de la comida europea trastocó las dietas, y ahora, entre los aborígenes, se multiplican los problemas cardiovasculares y de diabetes.

Con el argumento de reducir el consumo etílico, el gobierno impulsó en Kununurra un programa piloto de tarjetas sociales con las que los indígenas podían comprar comida, no alcohol. Funcionó, pero, poco después, en varias poblaciones del oeste y el norte hubo disturbios reclamando el mismo trato. Un portavoz policial describió aquellos lugares como “zona de guerra”, a lo que el senador aborigen Patrick Dodson, tras criticar las reyertas, respondió: “El objetivo debe ser que las comunidades florezcan con incentivos y no con propuestas que las reducen a la dependencia y a la continua vigilancia”.

Dodson aludía al control que se ejerce sobre las vidas de los aborígenes con unas tarjetas que convierten al gobierno en administrador del dinero de los individuos: las personas no ven los billetes, y sus ingresos y gastos quedan a merced de los funcionarios que los gestionan.

La respuesta de Dodson la publicó un periódico del oeste australiano... en el apartado de cartas al director. “Los medios de comunicación populares casi nunca apoyan a los aborígenes”, coinciden en señalar expertos en el tema. De vez en cuando, se emiten declaraciones políticas bienintencionadas, se alaba a deportistas –hay cracks en footy, rugby y boxeo– o se habla de una exposición preciosa. Guiños necesarios, pero muy insuficientes para difundir una voz que tiene en el programa Awaye!, de Radio National ABC; la National Indigenous TV; o el periodista nativo Stan Grant a algunos de los divulgadores más destacados.

No extraña entonces encontrar un arbusto al que se denomina popularmente blackboy (chico negro) porque es pequeño y de tronco oscuro. Ni que el porcentaje de presos aborígenes alcance hasta el 90% en comisarías del norte y el oeste. Desde la llegada de los blancos, las cárceles fueron su destino habitual y, como reos, se vieron obligados a construir muchas prisiones con sus brazos morenos. Las islas Dorre y Bernier sintetizan muy bien las distorsiones estructurales que ha provocado la invasión europea: tras servir como prisiones de aborígenes –una isla para hombres, la otra para mujeres–, se han convertido en reserva de animales autóctonos que en el continente están en peligro de extinción.

Futuro

¿Y el futuro? Dylan, aborigen de 16 años que acaba de jugar un partido de footy (variedad australiana del fútbol), asegura que de mayor va a ser ganadero. “Bueno, ya lo soy”, dice muy serio, mirando a su barbudísimo padre, que asiente en silencio. Cuidan una finca a un par de horas de Carnarvon, pueblo raro porque equilibra la población blanca y la aborigen, ambas concentradas en trabajar enormes plantaciones de frutas y hortalizas.

El campo ha sido una de las pocas alternativas aborígenes para desarrollar una vida digna y autónoma, si bien los jóvenes necesitan más. La falta de horizonte, la pobreza y el abuso sexual –amparado por la tradición– hacen que numerosas abuelas se hayan convertido en pilares de múltiples familias desestructuradas y que el número de suicidios entre jóvenes aborígenes supere en mucho la media nacional. Aunque un informe en el que ha intervenido Salvador-Carulla asegura que “la erosión de la espiritualidad indígena es el mayor factor de riesgo”.

“Entre los chicos hay desconexión y cinismo –asegura Howard Pedersen, historiador y activista político que ha asesorado a la policía en localidades del oeste profundo–. Algunos chavales aborígenes me han dicho que su prioridad número uno es su salud mental”. Velar por la lengua, sacar a los chicos a caminar por la tierra, mimar la cultura de la comunidad... son iniciativas incluidas en un programa de prevención que, según el informe, da estupendos resultados: “Los ratios de suicidios disminuyeron a casi cero en aquellas comunidades en las que al menos la mitad de los miembros de bandas demostraban un conocimiento conversacional de su propia lengua nativa”.

“En 1967 fuimos contados, en el 2017 queremos ser escuchados”, dice un movimiento que reivindica que los aborígenes tengan voz en el Parlamento

“Algunas lenguas han desaparecido, pero aún puedes escuchar unas cien en la Australia remota”, señala Pedersen, que subraya la cantidad de aborígenes empleados en la conservación de su patrimonio y las nuevas hornadas de universitarios. “Sobre todo, estudian medicina, derecho, magisterio, periodismo y humanidades”, afirma.

“En 1967 fuimos contados. En el 2017 queremos ser escuchados”, proclama 1Voice Uluru Statement From The Heart, organización que reivindica un referéndum para una reforma constitucional que incluya la voz aborigen. Referéndum recién rechazado por el primer ministro del país, Malcolm Turnbull. Alega que el Parlamento debe regirse por la igualdad de todos los ciudadanos, negando la evidente diferencia idiosincrática de esa minoría.

Al senador Dodson la decisión le ha sentado como “una auténtica patada en el estómago”, mientras que el líder indígena Noel Pearson ha asegurado que Turn­bull “ha roto los corazones de los primeros pobladores de esta nación”. “Él y su Gabinete se han arrogado la potestad de decidir cómo se debe reconocer a los indígenas australianos”, se lamenta Dodson.

Un problema de la gestión del Gobierno actual es la falta de homogeneidad en las políticas. “Hay grandes diferencias en las leyes que se aplican en función de los estados y los territorios”, señala Howard Pedersen. Hay lugares como Fitzroy Crossing donde la prohibición de consumir alcohol ha funcionado muy bien... cuando ha sido controlada y acordada por la propia comunidad. Por eso, hay quien plantea crear regiones donde se dé total autonomía a los aborígenes.

Charlotte Wood, escritora de la exitosa novela En estado salvaje, opina que “crear otro país dentro de Australia no haría más que perpetuar los problemas en un territorio cerrado”. Wood prefiere “brindarles un verdadero apoyo económico, educativo, intelectual y físico” que, evitando el paternalismo, les lleve hasta la autodeterminación. Y para eso confía, dice, “en los muchos blancos australianos que están trabajando muy duro para ayudarles”.

Ha habido gestos, como la devolución de la isla Fraser a los butchulla, que Stegemann reduce a “fachada simbólica”. “Es verdad que las devoluciones les permiten evitar extracciones mineras o beneficiarse del turismo..., pero hemos destrozado una cultura única. Hay que construir algo nuevo con ellos”, apunta.

“Aún tenemos lugares sagrados secretos”, defiende el padre de Dylan. Lugares donde los descendientes de los antiguos pobladores bailan imitando a los animales y a la naturaleza, mientras cantan a una tierra que aún tratan mejor que nadie porque, como el señor Kilipayuwu afirma: “No se dan cuenta de que llevamos aquí todo el tiempo”.

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Cairns, última gran ciudad antes de adentrarse en Cape York, habitada sobre todo por aborígenes e isleños

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Judy Trigger, indígena, teje cestas para los turistas en Mutitjulu, cerca de Uluru

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Unos niños aborígenes juegan en el río Murray, en Mildura, Victoria

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Una señal de la población local junto a la Gran Autopista del Norte en la comunidad aborigen de Frog Hollow

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Jóvenes en Nhulunbuy, en el Territorio del Norte de Australia

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Una familia en la comunidad de Wadeye, en el Territorio del Norte

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Una de las muchas pinturas aborígenes en las rocas, en Nourlangie, en el parque nacional Kakadu

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Celebración cristiana en Mareeba, pequeña población interior, entre el outback y la Gran Barrera de Coral; la religión cristiana está muy presente entre los descendientes de colonos

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